Repensar la política social

Las finanzas públicas atraviesan una crisis de lo que llamamos efecto tijeras: bajan los ingresos a la vez que aumentan los gastos. Por ello, hay que cuestionar más que nunca la política social que queremos. La crisis ha hecho emerger nuevos grupos frágiles que hay que atender, al tiempo que disminuyen los recursos para hacerles frente. Jóvenes mileuristas en rotación laboral permanente, niños con precaria asistencia por falta de apoyo familiar --con una alimentación más barata pero menos sana, sin clases de repaso o colonias de verano--, parados de larga duración con tendencias depresivas, sin perspectiva vital y formación ocupacional obsoleta, etcétera. La labor no es sencilla, ya que la inercia nos lleva a menudo a no tocar la política social. Incluso consolidarla suena bien en etapa de crisis, a pesar de que pueda resultar insensato, porque traslada a las generaciones futuras sus costes, de modo que generaciones peor formadas antes de decidir en qué gastarán sus ingresos fiscales tendrán que hacer frente al déficit y carga de la deuda que hoy les dejamos en herencia.

Son múltiples los frentes para repensar con actitud positiva y abierta nuestras políticas públicas. Uno podría consistir en una revisión sin prejuicios del gasto actual. Veamos un ejemplo. Hoy las personas mayores no son los pobres del país: no lo son en renta (gracias a las pensiones), ni en patrimonio (muchos tienen una vivienda, y algunos dos), ni en renta real (ajustada por las diferentes necesidades de gasto). Dicho esto, entre las personas mayores hay gente muy, muy pobre: las colas de la distribución (los excluidos) y no las medias de ingresos deberían ser las cuestiones que nos preocuparan. Y, a veces, luchar contra esta marginalidad requiere una perspectiva más abierta, porque debería tener en cuenta también la soledad, la difícil movilidad física, la discapacidad funcional y la exclusión que genera un entorno poco amable, y no solo los horarios de atención de un departamento de bienestar social concreto.

Otra idea para definir una nueva política social radica en la necesidad de propiciar cambios en la acción pública, que tiende a las respuestas uniformistas. No se trata, por tanto, de que el ciudadano haga cola en las distintas ventanas y que se lleve algo de cada una de ellas, sino de que el de la ventanilla salga de sus paredes, hable con otros trabajadores sociales, analice los mecanismos para afrontar los problemas y actúe no desde la óptica del presupuesto departamental segmentado, sino coordinadamente. No es importante quién hace qué, sino para quién se hace, para qué y con qué resultado.

En el rediseño de las actuaciones públicas, hay que considerar que los políticos tienden a atender los problemas inmediatos, pero postergan injustamente los que tienen efectos para el futuro. Con el cortoplacismo, los gastos sociales que son inversión (por ejemplo, en la salud de los niños, la formación de los jóvenes, el capital humano y social en general) salen perjudicados. Es hora de consensuar políticas de más amplio alcance, que tengan en cuenta tanto los efectos presentes como los futuros. «Los hijos y las mujeres primero» podría ser, pues, la consigna. Hay que valorar la efectividad de los beneficios sociales futuros y las ganancias externas que pueden generar factores poco valorados, como una buena conciliación familiar y laboral, o el mantenimiento de la unidad familiar como red última de seguridad económica y social en caso de caída económica. Por último, otro factor a tener en cuenta a la hora de repensar la política social es tener claro que el sector público no puede hacer frente a todas las contingencias. Si fuésemos serios, el Estado debería concentrarse en aquello que la responsabilidad individual no puede asumir. O bien porque no lo puede prever (una probabilidad baja), o porque si ocurre tiene consecuencias sociales catastróficas. En este sentido, hay que decir: menos antibióticos gratuitos para resfriados y más protección ante la salud mental. Como las cosas no pueden cambiarse de raíz, y hay que considerar los márgenes realistas de actuación, se podría empezar por ordenar las prestaciones y los grupos de riesgo según el coste de efectividad de las actuaciones, y empezar por las que mejor relación ofrecen. Ello significa sacar del catálogo prestaciones de efectividad dudosa (las que solo se explican para mantener relaciones particulares); y las que sí sirven, pero a un coste muy alto respecto a alternativas, no deberían priorizarse, sino más bien ponerlas al ralentí.

Y es que demasiado a menudo el sector público actúa con criterios de in/out: entra o no entra. Si entra, lo hace gratis; si no entra, el coste es completo. En estados muy primarios de desarrollo, esta especie de política de blanco o negro, público o privado, impuestos o precios, puede tener una lógica. Pero no, a mi entender, para construir una política social para el siglo XXI que está llena de matices, y más aún para una etapa de crisis como la actual. Un copago evitable (un precio de referencia: el Estado reembolsa el bioequivalente, y la diferencia con la marca elegida la pagamos de nuestro bolsillo) tiene tanto de eficiente como de equitativo. Entre los ingresos fiscales presupuestarios coactivos y la bolsa común, y la disposición a pagar del sálvese quien pueda, existe toda un área intermedia, de tíquets moderadores obligatorios para el consumo, de ingresos afectados a determinados gastos, de primas complementarias de seguro, de fondos provisionales incentivados fiscalmente o de precios regulados que valdría la pena explorar.

Guillem López Casasnovas, catedrático de Economía de la UPF.