Replantearse el imperativo del crecimiento

La macroeconomía moderna parece con frecuencia considerar que el crecimiento rápido y estable es lo más importante de la política económica. Los debates políticos, las juntas de los bancos centrales y los titulares de portada de los periódicos se hacen eco de ese mensaje, pero, ¿de verdad tiene sentido considerar el crecimiento como el principal objetivo social a perpetuidad, como dan por sentado ímplícitamente los libros de texto de economía?

Desde luego, muchos críticos de las estadísticas económicas habituales han propugnado mediciones más amplias del bienestar nacional, como, por ejemplo, la esperanza de vida al nacer, la alfabetización, etcétera. Entre esas evaluaciones figuran el Informe sobre desarrollo humano de las Naciones Unidas y, más recientemente, la Comisión sobre la medición de los resultados económicos y el progreso social, encabezada por los economistas Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi.

Pero podría haber un problema más profundo aún que la estrechez estadística: el de que la teoría moderna del crecimiento no subraye adecuadamente que las personas son seres fundamentalmente sociales. Para evaluar su bienestar, se basan en lo que ven a su alrededor, no en algún criterio absoluto.

Conforme a la célebre observación del economista Richard Easterlin, resulta sorprendente que las encuestas sobre la “felicidad” hayan evolucionado poco en los decenios posteriores a la segunda guerra mundial, pese al importante aumento tendencial de la renta. Huelga decir que el resultado de Easterlin parece menos verosímil en el caso de los países muy pobres, donde los aumentos rápidos de la renta permiten con frecuencia a las sociedades disfrutar de grandes mejoras en la calidad de vida, que probablemente guarden una marcada relación con cualquier medición aceptable del bienestar general.

Sin embargo, en las economías avanzadas es casi seguro que el criterio elegido es un factor importante en la forma como las personas evalúan su bienestar. En ese caso, el crecimiento generalizado de la renta podría elevar dichas evaluaciones a un ritmo mucho más lento de lo que sería de esperar examinando cómo un aumento de la renta de una persona respecto de otras afecta a su bienestar y, por citar un aspecto relacionado, el criterio elegido puede muy bien entrañar un cálculo diferente de las relaciones entre el crecimiento y otros imperativos económicos, como, por ejemplo, la degradación medioambiental, del que indican los modelos habituales de crecimiento.

Para ser justos, algunos pocos estudios, pero importantes, reconocen que las personas se guían en gran medida por criterios históricos o sociales en sus opciones e ideas económicas. Lamentablemente, dichos modelos suelen ser difíciles de manejar, calcular o interpretar. A consecuencia de ello, suelen emplearse principalmente en marcos muy especializados, como, por ejemplo, los intentos de explicar el llamado “enigma de la prima de las acciones” (la observación empírica de que a lo largo de períodos largos las acciones tienen un rendimiento mayor que los bonos).

Resulta un poco absurda la obsesión por lograr a perpetuidad el mayor crecimiento medio de la renta a largo plazo, sin tener en cuenta otros riesgos y consideraciones. Examinemos un sencillo experimento mental. Imaginemos que la renta nacional por habitante (o alguna medición más amplia del bienestar) vaya a aumentar un uno por ciento al año durante los próximos siglos. Se trata, aproximadamente, de la tasa de crecimiento tendencial por habitante del mundo avanzado en los últimos años. Con un aumento anual de la renta del uno por ciento, una generación nacida dentro de 70 años disfrutará de una renta media que será el doble, aproximadamente, de la actual. En el plazo de dos siglos, la renta aumentará ocho veces.

Ahora bien, supongamos que viviéramos en una economía que creciese a un ritmo mucho mayor, con un aumento anual de la renta por habitante del dos por ciento. En ese caso, la renta por habitante se duplicaría al cabo de sólo 35 años y un aumento de ocho veces tardaría sólo un siglo en producirse.

Por último, preguntémonos cuánto nos importa en realidad que se tarde 100, 200 o incluso 1.000 años en aumentar ocho veces el bienestar. ¿No tendría más sentido preocuparse por si lo conflictos o el calentamiento planetario podrían producir una catástrofe que afectara a la sociedad durante siglos o más?

Aunque sólo pensemos en nuestros descendientes, es de suponer que esperemos que prosperen y hagan una contribución positiva a la sociedad. Dando por sentado que disfruten de una prosperidad mucho mayor que la de nuestra propia generación, ¿qué importancia puede tener el nivel absoluto de renta?

Tal vez un motivo más profundo subyacente al imperativo del crecimiento en muchos países se deba al interés por el prestigio y la seguridad nacionales. En su influyente libro de 1989 Auge y caída de las grandes potencias, el historiador Paul Kennedy concluyó que a largo plazo la riqueza y la capacidad productiva de un país, en relación con las de sus contemporáneos, es el factor determinante esencial de su categoría mundial.

Kennedy se centró en particular en la potencia militar, pero en el mundo actual las economías logradas disfrutan de una categoría que abarca muchas dimensiones y en todas partes las autoridades están legítimamente preocupadas por la posición económica nacional en el mundo. Desde luego, una carrera económica en pos de la potencia mundial es un motivo comprensible para centrarse en el crecimiento a largo plazo, pero, si semejante competencia es de verdad una justificación fundamental para hacerlo, tendremos que revisar los modelos macroeconómicos habituales, que pasan totalmente por alto esa cuestión.

Naturalmente, en el mundo real los países consideran con razón que el crecimiento a largo plazo forma parte íntegramente de su seguridad nacional y su categoría planetaria. Los países muy endeudados, grupo del que actualmente forman parte la mayoría de las economías avanzadas, necesitan el crecimiento para que los ayude a salir del hoyo, pero, como propuesta a largo plazo, el argumento a favor de que nos centremos en el crecimiento tendencial no es tan convincente como muchas autoridades y teóricos económicos quisieran hacernos creer.

En un período de gran incertidumbre económica, puede parecer inapropiado poner en tela de juicio el imperativo del crecimiento, pero es que tal vez una crisis sea exactamente la ocasión de replantearse los objetivos a largo plazo de la política económica mundial.

Por Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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