Represión, víctimas y desaparecidos

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, considera que "el franquismo está absolutamente juzgado por la historia". Es la respuesta del Ejecutivo a la iniciativa del juez Baltasar Garzón de abrir un sumario contra los sublevados del 18 de julio de 1936 por "un delito de insurrección contra el Gobierno legalmente constituido y un plan sistemático de exterminio de los oponentes políticos durante la Guerra Civil y la posguerra". El Gobierno considera, pues, que la Ley de la Memoria Histórica es suficiente para pasar página de uno de los episodios más dramáticos de la historia reciente.

En efecto, la investigación histórica ha puesto al descubierto la magnitud de la represión que se desencadenó tras el 18 de julio de 1936 tanto en la zona republicana, mejor estudiada, como donde triunfó el golpe militar. Se contaba con el precedente, y tomo el ejemplo de Cataluña, de la investigación abierta por las autoridades republicanas en abril de 1937 para depurar las responsabilidades de los abusos cometidos durante los primeros meses de la guerra. Es cierto que la investigación se vio frenada por la creciente oposición de algunos dirigentes anarquistas y comunistas, pero no es menos cierto que la dictadura nunca tuvo una actitud semejante. A partir de 1939, el régimen de Franco se encargó de localizar los cuerpos de las víctimas de la represión republicana, proceder a su exhumación, darles una sepultura digna y preservar su memoria con lápidas a los "caídos por Dios y por España", apropiándose incluso de muchas víctimas que no se habían adherido a los sublevados.

La dictadura nunca consideró la posibilidad de hacer lo mismo con las víctimas de su propia represión, porque no buscó la reconciliación, sino que levantó un espeso muro de separación entre vencedores y vencidos. Además, la represión franquista, que fue muy superior a la republicana, todavía no ha podido establecerse con exactitud porque muchas veces no dejaba rastro, las víctimas eran enterradas en fosas comunes destinadas al olvido y no constaban en los registros. En Navarra, por ejemplo, donde triunfó el golpe militar, sabemos que de las 2.857 víctimas que ocasionó la represión franquista sólo 1.640 figuran inscritas en los juzgados (el 57%). No hay motivos, por tanto, para pasar página y, en este sentido, con independencia de que no sea posible derivar responsabilidades penales porque los principales mandatarios de la dictadura ya están muertos, la iniciativa del juez Garzón resulta totalmente pertinente como medida de reconocimiento y reparación de las víctimas.

Sin embargo, tanto la Ley de la Memoria Histórica (Ley 52/2007 de 26 de diciembre de2007) como la iniciativa de Garzón deben hacer frente a una campaña donde la represión republicana se está utilizando como ariete contra la recuperación de la memoria y la dignidad de las víctimas de la represión franquista, introduciendo una confusión interesada entre represión, víctimas y desaparecidos.

La represión, hasta donde lo permiten las fuentes, ha estado parcialmente bien establecida. Otra cuestión es la de los desaparecidos, es decir, aquellas víctimas de la represión que fueron enterradas en fosas comunes y que, en muchos casos, no dejaron rastros ni siquiera en la memoria oral. Afecta, sobre todo, a las víctimas de la represión franquista de las que 70 años después no es fácil a menudo encontrar referencias. Y todavía quedarían las fosas de los frentes de guerra de las que se conoce a veces su ubicación pero de las que casi siempre resulta imposible saber la identidad de los soldados enterrados.

Un ejemplo ilustrará mejor cuanto llevamos dicho. Como ha puesto de relieve el libro de Toni Orensanz (L'òmnibus de la mort: parada Falset, 2008), en el verano de 1936, la denominada Brigada de la Muerte al mando de Pasqual Fresquet, que murió en el exilio francés en 1957, sembró el terror en las tierras del Ebro en Cataluña, en el Maestrazgo y en Aragón, donde asesinaron a un mínimo de 250 personas. Lo hicieron a cara descubierta mientras Fresquet daba mítines a los vecinos sobre la necesidad de la "higiene revolucionaria". Convencidos de que estaban aplicando una "justicia revolucionaria", lo cual no los exime de sus crímenes, los fusilamientos tenían lugar en las tapias de los cementerios y las víctimas eran enterradas después en fosas comunes. En muchos casos sus restos fueron exhumados después de la guerra y enterrados dignamente por sus familiares. En esas mismas comarcas, la represión franquista fue brutal. En Aragón fue, a menudo, una represión de silencio jurídico, al margen de la legislación franquista, que no era ninguna garantía por otra parte de equidad ni de justicia. Una represión que se prolongó una vez acabada la guerra con aquellos que volvían a sus pueblos tras meses o años refugiados en localidades vecinas o en el exilio. Fue una represión callada de la que no dan cuenta los consejos de guerra. Fueron enterrados en fosas comunes en el campo y sus familias sufrieron durante años, en comunidades cerradas y de escasa población, el oprobio de los asesinos que se jactaban de haber dado muerte a sus padres, maridos o hermanos, pero que nunca quisieron revelar dónde habían enterrado a las víctimas.

Y de eso precisamente se trata, de rescatar del olvido y dar digna sepultura a unas víctimas asesinadas hace siete décadas. No se trata de abrir todas las fosas comunes que existen, porque en muchos casos (especialmente cuando se trata de fosas masivas), después de 70 años, será imposible la identificación de los restos. Pero sí que debería establecerse de manera rigurosa un mapa de fosas comunes de represaliados y de soldados, proceder a su señalización y dignificación como espacio de memoria (tal como se hizo en Europa tras la II Guerra Mundial) y, cuando se sabe quiénes fueron enterrados, proceder a la exhumación de la fosa, la individualización de los restos y la identificación de las víctimas.

No, no se puede pasar página mientras no hayan sido rescatadas del olvido las víctimas de la represión y dignificada su memoria. No es una cuestión de revancha, sino de justicia y dignidad, porque difícilmente se puede encarar el futuro olvidando un pasado que ha dejado en cunetas y campos los restos de unas víctimas condenadas a ser enterradas en el olvido y a las que se negó el derecho a ser dignamente sepultadas.

Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona.