¿Reprobación política del Papa?

El Parlamento belga solicitó al Gobierno de su país que condenara las declaraciones del Papa contra los preservativos como remedio para combatir la pandemia del sida en África y que elevara una protesta oficial ante la Santa Sede por tan graves declaraciones de una personalidad tan influyente en el terreno religioso y moral. Una abrumadora mayoría de parlamentarios aprobaron la protesta, que el embajador de Bélgica envió al Vaticano. La reacción de la jerarquía católica belga no fue inculpatoria del Papa, pero tampoco exculpatoria. El arzobispo de Bruselas, Godfried Daneels, una de las personalidades más respetadas del catolicismo actual por su actitud reformista frente al integrismo reinante, ha cuestionado en repetidas ocasiones la doctrina oficial del Vaticano contra el preservativo. Ante la iniciativa de los parlamentarios de su país ha hecho dos aseveraciones: que el Papa podía haberse ahorrado unas declaraciones tan polémicas y que el uso del preservativo puede ser lícito cuando hay peligro de relaciones que pueden conducir a la muerte. Ejemplo, el caso de contagio del sida.

Muy otra ha sido la reacción de la jerarquía católica española ante la admisión a trámite de la Mesa del Congreso de una proposición no de ley de IU-ICV que reprueba al papa Benedicto XVI por sus declaraciones durante el viaje a África. Los altos dignatarios eclesiásticos no han podido contener su indignación ante tamaña iniciativa, que han condenado con agrias y descontroladas expresiones. El presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Rouco Varela, la ha considerado incomprensible. El vicepresidente y obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, ha acusado al poder legislativo de perseguir la libertad de expresión del Papa. El presidente de la Congregación para los sacramentos y arzobispo-primado de Toledo en funciones, cardenal Cañizares, ha calificado la medida de «ataque e ignominia hacia un hombre de Dios» y cree que es «una ofensa a España». Las declaraciones más extremas y desmesuradas han salido de la pluma del arzobispo de Sevilla, el franciscano cardenal Carlos Amigo, quien ha definido a IU-ICV como «una minoría de cuarto y mitad» que hace el ridículo en aras de una libertad que niega a los demás; ha acusado a la coalición de ser una «nueva inquisición fundamentalmente laica, y agnóstica y malhumorada», y de «rancio anticlericalismo para celebrar su particular fundamentalista auto de fe». El dedo acusador del cardenal de Sevilla, reencarnación del inquisidor de Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, ha señalado al Parlamento, que, a su juicio, está a punto de convertirse en una especie de «ejército de salvación».

(La prudencia no ha sido en este caso la virtud practicada por los dirigentes eclesiásticos. Ni siquiera en sus polémicas con el Gobierno socialista a propósito de las leyes del divorcio exprés o del matrimonio homosexual habíamos oído un lenguaje tan montaraz, beligerante y nacionalcatólico, que refleja una falta de respeto por las reglas del juego democrático y por el Parlamento como expresión genuina de la voluntad popular).

Dando por descontado el derecho del Parlamento a reprobar a determinadas personas por conductas y declaraciones que considera lesivas, el problema no radica en cuestionar la libertad de expresión del Papa, que ejerce sin cortapisa alguna, sino en su impunidad cuando hace declaraciones contrarias a la dignidad de la persona y los derechos humanos. En esos casos, los poderes públicos están en su derecho a expresar su reprobación e incluso a establecer sanciones.

La jerarquía católica acostumbra a calificar el aborto de asesinato y de acto terrorista y a llamar asesinas y terroristas a las mujeres que abortan, al tiempo que reclama sanciones penales, amén de las canónicas, contra ellas. Y lo hace con total impunidad alegando que es la doctrina oficial de la Iglesia católica en correspondencia con la ley natural (que, al decir de Norberto Bobbio, ni es ley ni es natural). Este tipo de descalificaciones no son tolerables, ya que constituyen un delito, y deben ser reprobadas en y por las instituciones democráticas correspondientes.

La misma jerarquía tiende a considerar la homosexualidad como un desorden objetivo en la estructura de la existencia humana, una desviación del orden natural; el matrimonio homosexual, como contrario a la naturaleza, y a los homosexuales, como personas enfermas, inmorales e incluso perversas. Amén de una muestra de intolerancia, tal modo de hablar es vejatorio para los homosexuales. Como afirma el filósofo Richard Rorthy, fallecido recientemente, «la condena de la homosexualidad llevó a una gran infelicidad humana incesaria».

Más grave y delictiva todavía es la oposición al uso de los preservativos para evitar el contagio del sida, alegando, contra los más elementales principios sanitarios, que lo agrava. Tales afirmaciones, pronunciadas por el Papa, dada su influencia moral en África, el continente más afectado por el sida, pueden contribuir objetivamente a extender la pandemia, y constituyen una apología, al menos indirecta, de la muerte masiva.

Se apruebe o no en sede parlamentaria la iniciativa de IU-ICV, la reprobación ya se ha producido en la opinión pública y en organismos internacionales. A ver si el Papa y los obispos aprenden la lección y no vuelven a hablar con tanta irresponsabilidad de temas que exigen un tratamiento ética y científicamente más riguroso.

Juan José Tamayo, teólogo.