República sin fraternidad

El concepto más intrigante de la tríada revolucionaria francesa es sin duda el de fraternité. Concepto usado con profusión durante la Gran Revolución, su consolidación como parte del emblema revolucionario no se plasmó hasta la revolución de 1848 que liquidó la monarquía de Luis Felipe de Orleans. Fue en aquella breve experiencia cuando se estableció definitivamente la divisa canónica de libertad, igualdad y fraternidad. Ciertamente, la consagración de los dos primeros conceptos no suscitó nunca grandes complicaciones ideológicas entre las facciones republicanas. En la crítica a la monarquía nobiliaria y la Iglesia, libertad e igualdad eran piezas ideológicas cuya función legitimadora ofrecía pocas dudas. La fraternidad era otra cosa, empezando por su misma presencia en la cultura de la sensibilidad de fines del Siglo de las Luces. Con la afirmación de las sociedades obreras y socialistas en la Francia del siglo XIX, el concepto de igualdad alcanzó por obvias razones una dimensión tan solo insinuada durante los acontecimientos que se sucedieron entre la toma de la Bastilla de julio de 1789 y el 18 de brumario del año VIII (noviembre de 1799).

Si la noción misma de fraternidad se encarnó de modo tan errático en la dinámica revolucionaria francesa se debe, como indicamos, a su origen y significado difuso. Como explicó Marcel David en un libro dedicado enteramente a la palabra y concepto, los revolucionarios de 1789 trataron de dar una vida acorde a los tiempos a la vieja idea del derecho natural y el iusnaturalismo cristiano y a su corolario lógico, que remitía a la idea de bien común. Se comprende que alguno de los revolucionarios más sensibles a los problemas de un afianzamiento amplio de la revolución como Jacques Pierre Brissot, dirigente de una de las facciones girondinas que terminó en la guillotina, político con una estrecha relación con los cuáqueros abolicionistas de Pensilvania, fuese muy receptivo a un concepto de aquel estilo. Como sea, la radicalización del proceso revolucionario aparcó aquellas diferencias durante más de medio siglo. La guerra revolucionaria y la eliminación del adversario, una dinámica que recuerda demasiado a experiencias similares en el siglo XX, cerró aquella etapa hasta que el cambio de régimen de febrero de 1848 situó de nuevo sobre la mesa la idea de la emancipación de los esclavos, la población trabajadora y las mujeres. En pocas palabras, de aquellos que habían sido excluidos del voto y la representación política en etapas anteriores. El triple lema de la revolución abrazaba viejos logros y establecía nuevas promesas de mayor profundidad social y cultural. En aquel contexto, la fraternidad estaba llamada a perdurar en estrecha asociación con la idea republicana francesa, para influir poderosamente en experiencias por ella inspiradas, incluyendo la España contemporánea.

La ausencia de la idea de fraternidad llama poderosamente la atención en el sustrato ideológico y cultural común de la república imaginada a que aspira una parte importante de la política catalana, así como sus apasionados y numerosos seguidores. Formulación tardía de una tradición política centenaria, una tradición que había conseguido fundir con éxito elementos de la tradición católica de viejo y nuevo cuño, un discreto etnocentrismo mesocrático, dosis de republicanismo anterior a la Guerra Civil y una justificada reivindicación de lengua y cultura tras 40 años de aplastamiento intolerable, el radicalismo nacionalista reciente ha modificado los elementos de aquella síntesis. En efecto, la idea de república ofreció no hace mucho legitimar un cóctel distinto, ni de derechas ni de izquierdas, ni sindical ni patronal, ni xenófobo ni solidario, sino todo lo contrario, con el resultado de una completa desorientación de partidarios y adversarios. En definitiva: alterar sustancialmente la cultura que subyace bajo cualquier movimiento político. Como esta alquimia no figura en los programas políticos que los partidos exhiben, la definición de independentismo instrumental como lo fue antes la palabra separatismo dificulta todavía más la descripción de aquello que estaba sucediendo. Se añade a esta confusión la imposibilidad de definir la naturaleza ideológica de los movimientos populistas en el pasado y ahora en boga, para los que no sirven las definiciones usuales.

Escarbando bajo las apariencias, la república imaginada de la última etapa presenta una notoria ausencia de la idea de fraternidad. Por lo menos en dos sentidos principales, sin los cuales el resto es difícilmente identificable con una experiencia republicana madura. Dos facetas de ellos saltan a la vista. Tras una trayectoria que reclama sin tregua una fundamentación histórica que se remonta siempre hasta la guerra de Sucesión, resulta llamativo que el mayor acontecimiento de la Cataluña reciente pase discretamente a un segundo plano en estos avatares luctuosos. Me refiero a la llegada entre los años 1960 y 1970 de una oleada sin precedente de emigrantes procedentes de otras regiones peninsulares. Fuerza de trabajo decisiva para el desordenado crecimiento de la economía y la sociedad catalana de entonces es un hecho de la mayor relevancia puesto que constituye el tejido comunitario sobre el que creció la lucha contra la dictadura y la refundación del sindicalismo en una sociedad de arraigadas tradiciones de lucha social. Lo uno y lo otro se fundió inextricablemente en la experiencia vital de varias generaciones de catalanes que aprendieron la solidaridad efectiva —esto es, la fraternidad— en aquellos lazos, sin renunciar por ello a la lengua y cultura propias.

Reemplazar esta lección con una apelación hueca a la integración del llegado de fuera, sea español, latinoamericano o magrebí, desmerece un legado que no debe conducir a la condescendencia sino a distinguir entre el sistema político obviamente perfectible y la sociedad española como tal.

La segunda carencia se refiere a acontecimientos todavía más recientes, los que se encierran en la palabra procés. Sus dirigentes conocen bien que jamás han gozado de la mayoría social. Llegados a este punto, no importa el porcentaje de votos ni la capacidad de movilización que, impulsada desde arriba con la aquiescencia de parte de una izquierda ciega, hayan podido lograr. Lo que importa es el silenciamiento de la otra mitad, de gentes con ideas diversas, gentes incapaces de responder a un desafío que se sustenta en la exclusión de otros. En pocas palabras: una operación inversa al significado moral del antifranquismo y del imperativo de reconciliación que le dio impulso y superioridad moral por encima de un régimen guerracivilista hasta el final.

La fraternidad (y la lealtad, que es uno de sus componentes) debe emerger del cuerpo político entero y no solo de la sociedad catalana, apela igualmente al resto. Mientras, una república sin fraternidad es una cáscara vacía, un artefacto que divide en lugar de unir civilmente, que imposibilita por ello el debate sobre reformas sin duda necesarias en Cataluña y en España. Por este y no por motivos de oportunidad muchos no pudimos ni podemos subirnos a un barco que conduce al naufragio.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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