Repudio moral del plagio y del plagiario

En 1742, en uno de los primeros periódicos que se publicaron en nuestro país, el Diario de los Literatos de España, cierto articulista escribió con gracia, a propósito de un plagio que había detectado, que “el Monte Parnaso se ha vuelto Sierra Morena”. El comentario, ciertamente, más que reflejar un aumento de los hurtos literarios en aquella época, es indicador de un avance, entonces, del sentido de la propiedad intelectual y su inalienabilidad.

Se trataba de una percepción relativamente nueva. De hecho, como ha estudiado el profesor Germán Colón, es en el XVIII cuando arraiga en español el uso de las palabras plagio y plagiario (hay empleos anteriores de ellas, pero muy ocasionales; por ejemplo, uno de plagiario en La culta latiniparla, de Quevedo, hacia 1629).

La perspectiva etimológica permite captar la gravedad del hecho. En latín, la palabra plagium designaba el “hurto de persona”, el “secuestro” (generalmente de esclavos). El plagio era, pues, un crimen, un delito grave. Y parece que fue Marcial el primero que aplicó el término plagiarius, traslaticiamente, a un poeta que le había robado unos versos.

El de los plagios es asunto que se pone de actualidad de cuando en cuando, y últimamente lo ha hecho una vez más en relación con el caso de —nada menos— el rector de una universidad pública madrileña. Quienes lo estamos siguiendo hemos perdido la cuenta del número de apropiaciones textuales, y al parecer extensas, que se han encontrado en “su” producción académica. Parece, desde luego, un caso asombroso, por más que, en mi sentir, la acumulación de hallazgos no aumente gran cosa la gravedad del hecho, indiscutible con que se tratara de un solo trabajo.

Lo malo que tiene el plagio (para el plagiario, claro) es que es mucho más fácil de demostrar que otros delitos. Es que, en realidad, una vez detectado, más que demostrar nada, basta con mostrar, poniendo uno junto al otro el texto del plagiado y el del plagiador. No hay remedio: si a uno le descubren un plagio flagrante, no será reo confeso, pero sí ya convicto.

Me estoy refiriendo, como se ve, a los casos de plagio literal, al trasiego, sin más, de párrafos y aun páginas enteras de un texto a otro, que es lo que, al parecer, ocurre en el caso de marras. En ocasiones se denuncian robos de bastante más problemática demostración; por ejemplo, el del argumento de una narración novelesca.

Para que haya plagio el trasvase en cuestión ha de producirse, naturalmente, con ocultación dolosa de la “fuente”, es decir, prescindiendo del uso de comillas y sin indicar procedencia alguna. La práctica contraria, y habitual, es la que se produce cuando citamos textos ajenos, pero nótese que el derecho a la cita tiene sus límites: uno puede citar —con escrupuloso empleo de comillas e indicando los datos pertinentes— una frase, un párrafo, algo más incluso, mas no páginas y páginas enteras. ¿Qué iba a pensar nuestro lector si tal hiciéramos?

Uno de los expoliados por el rector madrileño, el profesor Carlos Barros, ha citado en este mismo periódico el artículo 270 del Código Penal, que considera delito “la reproducción, distribución, comunicación pública o plagio de obras protegidas por la propiedad intelectual con ánimo de lucro y en perjuicio de terceros”. Ciertamente, el lucro, en lo que se refiere a los rendimientos económicos directos de la publicación, puede ser casi irrelevante en el ámbito profesional al que nos venimos refiriendo (salvo en ciertos casos, por ejemplo, el de un manual). No lo es, como adecuadamente señala el profesor Barros, el hecho de que hoy en día, para el acceso a una plaza de profesor o para ulteriores promociones en la carrera universitaria, el peso de las publicaciones —a veces se tiene la sensación, ay, de que se valoran justamente al peso— sí es decisivo. Queda en pie, desde luego, el “perjuicio de terceros”.

El caso es que en los medios académicos el plagio se considera una práctica absolutamente reprobable, que lleva aparejadas de modo inmediato consecuencias negativas en la estimación profesional del que lo comete. Si este ocupa un puesto de responsabilidad, tales consecuencias deberían ser fulminantes, inapelables. Produce estupor que no lo hayan sido en el caso que da pie a estas líneas.

El convicto de plagio está atrapado en cualquier caso. Nótese que si ha acudido (es una mera hipótesis) a la práctica de servirse de los llamados —con denominación políticamente muy incorrecta— negros —quienes, y este es solo uno de los peligros que implican, pueden acudir al plagio en venganza, precisamente, de la explotación a que se ven sometidos—, no puede endosarles la responsabilidad, pues entonces desvelaría otra conducta no menos inmoral que el plagio mismo.

Otra reflexión a la que invita el fenómeno del plagio en el ámbito universitario es la de que puedan llegar a incitar a él las desmesuradas dimensiones que está alcanzando la producción escrita. Es tan abrumadora la inflación bibliográfica que, al menos en el campo de las humanidades, se puede albergar la impresión —¡y hasta la secreta esperanza!— de que acaso nadie llegue a leer unas determinadas páginas. Personalmente, estoy convencido de que el número de lectores que logran más trabajos del ámbito universitario o académico de lo que pudiera pensarse es exactamente cero. Considérese incluso la posibilidad de que algún trabajo no lo haya leído ni siquiera el autor, o, mejor dicho, quien lo firma.

Al mismo tiempo, paradójicamente, y por desdicha para los robadores, nunca ha sido más fácil que hoy día, gracias a los auxilios digitales, la detección de plagios, detección que incluso puede producirse de manera accidental, no buscada.

Las universidades, precisamente, se encuentran entre los clientes de las empresas que desarrollan programas para la detección de plagios, artilugios que sirven para que los profesores pongan coto a la práctica del “copia y pega” por parte de sus alumnos. Al margen de tal labor detectivesca, lo ideal sería conseguir inculcar en ellos —en desigual combate con la tendencia a considerar mostrenco todo lo accesible por Internet— el principio del respeto absoluto que merece la propiedad intelectual, y la adhesión al repudio moral del plagio y del plagiario. Estando como estamos muchos empeñados en esa tarea, no hace falta decir que la noticia de que un rector incurre impunemente en la misma práctica tiene efectos devastadores.

Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española.

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