Réquiem por el fumador

No es hoy un buen negocio ir contra la corriente. Resulta una ruina personal y política. No dejan margen. Te vas al otro lado. Pero las mayorías a veces han olvidado el principio esencial de las democracias: el respeto a las minorías. Ahora, la minoría fumadora será aplastada, laminada, expulsada, perseguida, vilipendiada e insultada sin que haya posibilidad de nada. Esto, a lo largo del tiempo, se ha llamado persecución. Los grandes legisladores han demostrado, por ahora, su absoluta incapacidad para resolver los verdaderos problemas de los ciudadanos: hambre, guerras, deportaciones, exilios, racismo, seguridad o falta de trabajo, y han decidido ejercer su incuestionable autoridad tirando hacia lo más fácil: el placer.

Cuando uno contempla a gente fumando en las puertas de edificios de Roma, Londres, Nueva York, Dublín, Amberes, Buenos Aires, Reikjiavik o París parece como si asistiera a la procesión medieval de enfermos, de sombras que se arrastran condenadas por el resto de una población impoluta, limpia. Como si contemplara la procesión de mendicantes que buscan (como los relatados por Norman Cohn en su libro En pos del milenio o los mostrados por Ingmar Bergman en El séptimo sello) un hueco donde esconderse. Son los nuevos guetos, pero ahora, ventajas del progreso, tales guetos no se han legislado para ocultar, sino para exhibir, para celebrar la exhibición de los nuevos apestados en la plaza pública. Están ahí para solaz de un común ya limpio y desinfectado, la querida mayoría de progreso. El gueto como espectáculo. La nueva barraca de feria, la exposición pública de los manchados. La persecución es implacable: familias, partidos políticos, gobiernos, ayuntamientos, empresas, sindicatos, bares, restaurantes, cines, aeropuertos, autobuses, salas de concierto, estadios, universidades, galerías de arte, metros, aviones, trenes, parques, playas. Las miradas hacia la vieja raza impura que fuma se llenan de odio hacia el humo; de violenta conmiseración hacia el fumador. Se contempla con un rictus de incomodidad, como se contempla a un enfermo, a un desgraciado, a un desamparado; como se contempla, y se trata, a una raza aparte.

No hay piedad. Solo queda la condena. No hay compasión. La humillación subraya la ceremonia cuando uno contempla a esos seres expulsados que consumen sus cigarillos en las puertas de las empresas a cero grados en invierno o a cuarenta en verano. Son los que sienten la coz implacable de los seres puros o de los conversos. La faz que alberga y muestra la ira del puritano, el dies irae de las almas limpias frente a las almas sucias; el asco frente a las almas manchadas de nicotina, apestadas de humo, nauseabundas de olor. La consigna en marcha: tolerancia cero con los fumadores.

El tabaco mata, pero la pena de muerte también mata, y hay Gobiernos democráticos (EE.UU.) que no derogan la pena de muerte pero se apresuran a perseguir el hecho civilizado de fumar, aun cuando concedan importantes subvenciones al cultivo de tabaco (¿). Lo de América es curioso. Su empecinamiento, y obsesión, contra el tabaco tal vez sea una reacción inconsciente a su culpabilidad. Sí, el tabaco vino de América, de donde surgió la prohibición. Fue Pierre Louÿs quien escribió: «El tabaco es el único placer que no conocieron los romanos». Los fumadores son los nuevos apestados en el mundo feliz (Wells). Que los hijos, como en la revolución cultural de Mao, denuncien a los padres; que los vecinos persigan a sus vecinos; que las empresas expedienten a sus trabajadores; que la persecución no se detenga, no hay fronteras para el castigo. Todos convertidos en policías. Los apestados del mundo perfecto (curiosa metáfora de una sociedad herida) son los apestados de la biopolítica (Foucault). Sin piedad. Sin remisión. Sin perdón.

En las persecuciones con saña (esta lo es) subyace un desprecio hacia el otro difícil de disimular. El grado de humillación al que se somete al fumador dice poco de la sociedad libre, crítica y plural de la que se reclaman los legisladores y las autoridades dedicadas a aplicar la ley. En la nueva cruzada contra el fumador, el diálogo no es posible. Se ha decretado la extinción, sin pensar que se trata de la extinción, como en otros tiempos, de la búsqueda de ciertos placeres. Este placer, el de fumar, ya está proscrito. Por ley y refrendo. Es el metafórico exterminio por vías legales. La aniquilación es lenta pero implacable. Como en el totalitarismo, se borrarán las huellas. A la eliminación de Trotsky en la foto del mitin de Lenin, le sigue la eliminación del cigarrillo en los dedos de Sartre o en los labios de Humphrey Bogart, Clark Gable, Marlene Dietrich, Cary Grant, Lauren Bacall, James Stewart, Ava Gardner, Robert Mitchum, John Wayne. Los héroes de la pantalla de ayer, ahora resulta que eran una pandilla sarnosa de enfermos. La historia del cine, que es la historia del siglo XX, borrada de un brochazo. No hay que dejar huellas malsanas. Ni siquiera la gran literatura de los siglos XIX y XX. Ya nadie escribirá como Thomas Mann en su magistral La montaña mágica estas palabras de su protagonista, Hans Castorp: «No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo pensamiento. Sí, puedo decir que como para poder fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido, y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme».

Sí, un mundo perfecto. Ni siquiera el recuerdo de que esto alguna vez existió. «Escribir es para mí —confesaría André Gide— un acto complementario al placer de fumar». La memoria borrada es el acto peculiar del totalitarismo (Todorov). Y no hay diferencias ideológicas, da lo mismo que lo decreten partidos de izquierda (los más propensos a prohibir) o de derecha (abotargados en lo políticamente correcto). La decadencia de una sociedad comienza con la paulatina persecución de los placeres. Pero ¿no habíamos quedado con Freud en que el hombre es, ontológicamente, un enfermo, cuya enfermedad culmina con la muerte? Fumar es un placer contra esa enfermedad inevitable. Un placer sublime, en el sentido que le da Kant al término «sublime»: «la satisfacción estética que incluye un indicio de mortalidad». Una vida sin placeres es una vida anestesiada. El tabaco es un objeto sagrado, erótico, forma parte de la modernidad y su valor cultural es innegable, lo fue, a lo largo de los siglos XIX y XX. Ahora la prohibición del placer le llega al tabaco, pero mañana serán otros los placeres a combatir. Como ayer fue el sexo. Ahora, la sacrosanta salud es el nuevo Dios. ¿Qué salud? Es el nuevo tótem de una sociedad ebria de hipocresías que busca un chivo expiatorio, y fácil, «un payaso de las bofetadas» (León Felipe), una víctima inútil, para no mirarse en el espejo de la podredumbre moral alcanzada.

Sin embargo, es tan larga la historia y tan corto el decreto. Queda la venganza de la Historia. No es la primera vez que se ha prohibido fumar, ya ocurrió antes, lo cuenta en su documentado libro Los cigarrillos son sublimes (Turner, 2008) un no fumador, Richard Klein: «Inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, cuando algunos grupos contrarios al tabaco reaparecieron valerosamente en Indiana para relanzar su campaña —los mismos cuyos triunfos llevaron a veintiséis estados en la década de 1890 a prohibir fumar en público— fueron procesados bajo la acusación de ...¡traición!». Se equivocaron con la persecución del sexo; se equivocaron con el alcohol y se equivocan los neomoralistas biopolíticos con el tabaco: el placer no se legisla. La prohibición incita a la épica, a la resistencia (Rosset). El placer del individuo resiste las embestidas de la bestia, de los estados. Bendita la trompeta de la rebelión, aun cuando, como en Espartaco, esa rebelión termine en la aniquilación. Se sienten iluminados por la luz del progreso. Réquiem por el fumador a extinguir. Que el dios del progreso biopolítico proteja a los perseguidores. Y bendiga a las víctimas.

Fernando R. Lafuente, subdirector de ABC

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