Réquiem por los viejos mafiosos

Qué duda cabe de que el descabezamiento del gang mafioso de Tambov-Malishevo por la policía española es una feliz noticia. Sin embargo, quizá sea momento de recordar que el periodo de la gran delincuencia, un tanto exhibicionista, de grandes nombres y golpes espectaculares conserva, ya entrado el siglo XXI, un aroma de antigualla criminal: innegablemente mortífera, pero hortera y cada vez más anacrónica. Ha ido quedando atrás aquella época de las planeadoras por las rías gallegas, de los mafiosos balcánicos cargados de collares de oro. Desaparecieron las mafias de las extravagancias y la brutalidad sin límites: de Pablo Escobar en Colombia; del asesinato del juez Falcone, en Italia, con una tonelada de explosivos; del capo ruso Yaponchik a la conquista del mercado norteamericano; de los intentos de traficar con material radiactivo, de la gran industria del pirateo gestionada por la Camorra o de la mafia chechena en Moscú, con sus 600 pistoleros.

Paradójicamente, la proliferación de estos grupos no fue un síntoma de que las mafias estuvieran conquistando el mundo. A lo largo de la segunda mitad de los 90, la delincuencia organizada en base a estructuras jerárquicas comenzó a ceder terreno a favor de redes mucho más elásticas y desubicadas territorialmente. Las nuevas asociaciones eran más ocasionales, se montaban y desmontaban en torno a un negocio concreto e integraban a socios de cualquier país. También comenzaron a volcarse en nuevas actividades, algunas tan o más lucrativas que el tráfico de drogas o armas, pero, sobre todo, menos arriesgadas. Por ejemplo, el comercio internacional de órganos, el tráfico de las 30.000 especies de animales y plantas en peligro de extinción, de residuos peligrosos o bien de clorofluorocarbonos (CFC), que en teoría deberían ir siendo eliminados de la industria mundial a partir del Protocolo de Montreal (1988) por ser un peligro directo para la capa de ozono.

La mayor parte de estos negocios ilícitos prosperaron directamente sobre el terreno abonado que supuso la economía mundial liberalizada y la revolución de la comunicación y los transportes. De esa manera, Sudán, Eritrea, Argelia y Mozambique se transformaron, por ejemplo, en basureros de residuos radiactivos. China, Pakistán y la India se han convertido en desguazadores: de electrodomésticos a barcos enteros.

Estas nuevas formas de comercio ilícito necesitaban de técnicos, personas normales muy alejadas del estereotipo del pistolero mafioso. Dependían enormemente de la tecnología: por ejemplo, el tráfico de órganos ilegal se hizo posible por la utilización de ciclosporina en los trasplantes, lo que reducía el rechazo del paciente. Cirujanos y clínicas situadas en países de legislación permisiva aportaron el resto. Por supuesto, el tráfico de obras de arte robadas también recurría a expertos: la sofisticación de la nueva delincuencia globalizada hacía que en ocasiones desaparecieran los límites entre los diferentes tipos de negocios. Y el blanqueo de capitales terminó por resultar un negocio más lucrativo y seguro que la venta de droga en sí misma.

La gigantesca transformación del sistema bancario internacional facilitó esa práctica. En 15 años, a partir de 1990, los activos financieros a escala mundial casi se multiplicaron por tres, y la capacidad de blanquear capitales creció también proporcionalmente: entrado el siglo XXI, esa actividad puede rondar el 10% del PIB mundial. La nueva economía impulsó la liberalización de los sectores financieros, y la mayor parte de los países abandonaron el control de divisas, lo cual disparó el volumen diario global de intercambios. Por lo tanto, a los blanqueadores de dinero les resultaba muy fácil crear decenas de cuentas para limpiar un rastro, transferir capitales de un país a otro mediante complejos contratos, mover dinero desde cajeros situado en cualquier esquina, crear bancos virtuales o comprarlos en paraísos fiscales y hacer operaciones instantáneas a través de internet, desde cualquier lugar del mundo, pulsando una tecla. Así fue como se generó una situación sin precedentes históricos.

También se constató que la nueva delincuencia tendía a difuminar los límites preestablecidos de lo legal y lo moral; y, con ello, la estructura social sobre la que se había ido configurando el denominado mundo desarrollado en el siglo XX. Por ejemplo, el blanqueo de dinero necesitaba de un ejército de banqueros, abogados, contables, brokers y todo tipo de intermediarios para los cuales la práctica que estaban llevando a cabo no se asociaba necesariamente con un delito. Además, el funcionamiento de las nuevas redes del hampa tendía a hacer que el colaborador técnico actuara solo ocasionalmente, limitándose a veces a mirar hacia otro lado, de forma prácticamente impune. La evasión fiscal también devenía cada vez más fácil para el ciudadano medio de cualquier país. A otros niveles de la vida cotidiana, el usuario de internet se lanzó a consumir pornografía o jugar en casinos virtuales, sin importarle demasiado que algunos de esos negocios fueran absolutamente ilegales, aunque en otros países. Al fin y al cabo, ¿quién podía saberlo?

Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea de la UAB.