“Tánger es realmente el pulso del mundo,
como un sueño que se extiende del pasado al futuro,
una frontera entre el sueño y la realidad,
que cuestiona la realidad de uno como la del otro.
Aquí nadie es lo que aparece”.
(William Burroughs, 1954)
Cada vez que me acuerdo de mi ciudad natal veo su luz tenaz. Aparece envuelta en esplendor, gracias al indulto que se concede a las reminiscencias de la niñez cuando la edad adulta nos sacia de decepciones. Tánger no es una ciudad cualquiera; su impronta trasciende la nostalgia de un pasado ingenuamente glorioso y se traduce en un arraigado sentimiento de pertenencia a un lugar único.
Gente colorida y variopinta, tangerinos de distintas confesiones y orígenes, transitaban por sus calles blancas. Les unía la elección o el destino de compartir esta tierra de mezclas, ancestral puerto abierto a los viajeros. Cualquier desterrado encontraba en Tánger su refugio.
Otra particularidad era su estatus lingüístico; se hablaba y entremezclaba el árabe, haquitía —el dialecto judeoespañol—, español, francés, inglés e italiano. Los tangerinos cambiaban de idioma según su interlocutor. “En Tánger, políglota era aquel que dominaba del quinto idioma en adelante”, decía Carlos Nezry.
Mi propósito es hablar del pasado para llamar la atención sobre el declive acelerado de una ciudad emblemática. Nuestra sociedad multicultural, abierta y cosmopolita está en vías de extinción. La ola islamista en Tánger se propaga con una celeridad alarmante.
Desde hace unos años, volver a Tánger siempre es una alegría y una congoja; alegría por volver a casa y congoja por no reconocer los espacios de la infancia y constatar una mutación social enmarañada. En un reciente viaje, sentí la animosidad del otro desde que pisé el suelo. El taxista que me llevó a casa desde el aeropuerto insultó, a lo largo del recorrido, a todas las mujeres que no llevaban el hiyab. Creí oportuno recordarle el hadiz del profeta que recomienda a “los buenos musulmanes” bajar la mirada ante una mujer.
Afrontar la calle es uno de los momentos más duros. Una se siente asediada por las miradas de los hombres que profieren insultos cada vez más vehementes sin que nadie se inmute por esa humillación a las mujeres sin hiyab. A esta persecución se suman las miradas de las señoras con hiyab. Es la mirada insolente de quién se cree en posesión de la verdad, de quien tiene la certeza de formar parte de los elegidos de Alá. A cada vuelta, veo más mujeres completamente tapadas, vestidas con la abaya: un largo manto negro y un velo que les cubre la cara.
Hasta la alegría de ver a mi familia se ha resentido, porque el fenómeno ha penetrado en ella. Mis primas ahora llevan el hiyab, cada vez más pronto: a los 18 o menos. Sus madres fueron de la generación de los setenta. Aquellos fabulosos años de apertura, cuando los vientos de la libertad también soplaron sobre Marruecos gracias a las revueltas estudiantiles del 68 y a los movimientos de liberación de la mujer. Mis tías gritaban entonces, ataviadas con sus minúsculas faldas estampadas con flores de vivos colores: “No a la guerra y sí al amor”. Las fotos y los álbumes familiares son testimonio de aquella época. Por desgracia, mis tías también se dejaron arrastrar por la ola regresiva y represiva y se convirtieron a este islam oscuro y resentido. Un muro se ha instalado entre nosotras; ya no es posible ninguna comunicación con ellas.
Repetían los optimistas de mi país que el radicalismo islámico nunca triunfaría en la sociedad marroquí. Pues se equivocaron. El salafismo se ha infiltrado en las entrañas de la sociedad gracias a los predicadores wahabíes de las cadenas televisivas de los países del Golfo que invadieron los hogares; y también gracias a la labor subterránea, desde hace décadas, de los imames instruidos en Arabia Saudí. Esos predicadores, auténticos papagayos de sus bienhechores (como algunos saudíes que construyen mezquitas en Tánger para hacerse perdonar sus excesos nocturnos en sus palacetes de las afueras) han consolidado la doctrina salafista entre los jóvenes y menos jóvenes.
Los movimientos islamistas son cada vez más fuertes. Se organizan en asociaciones de beneficencia lideradas por personajes adinerados o subvencionadas por miembros más discretos, algunos de los cuales acumularon fortunas multimillonarias con el contrabando de drogas u otras actividades ilícitas. Los partidos islámicos están muy presentes en la sociedad civil y mueven los hilos de asociaciones muy activas. Sus reuniones pueden contar con miles de asistentes. Tienen los medios y la logística, y el pretexto es celebrar actos caritativos. Tras proyectar diapositivas de operaciones a niños necesitados gracias a sus donativos, predican y suman seguidores.
Tánger se ha transformado en una ciudad de inmigración y de éxodos rurales. Prolifera una clase social modesta que trabaja en las fábricas y reside en suburbios y barrios insalubres. El islamismo ha encontrado pasto favorable a sus predicaciones en el seno de esta población, sensible a una voz que llama la atención sobre la corrupción del aparato gubernamental y político, que denuncia la injusticia social y las grandes desigualdades en la sociedad marroquí. Los musulmanes que no están de acuerdo con los radicales no tienen voz y la censura que impone ese islam tenebroso, el de ellos, ha conseguido acallar a los opositores. ¿Hasta cuándo vamos a dejarnos aterrorizar por esos apóstoles del oscurantismo?
En su revelación, el profeta fue un innovador indiscutible de su tiempo; consiguió, por ejemplo, cambiar la situación legal de la mujer otorgándole unos derechos revolucionarios para el contexto sociocultural de la Arabia de entonces. Catorce siglos después, los islamistas continúan pensando que es un estatuto válido para la sociedad actual. Ni siquiera el profeta en sus peores pesadillas hubiera imaginado que el futuro de la sociedad musulmana iba a seguir encadenado a tales preceptos. El islam tiene su época y su lugar, dijo el profeta. Y el Corán insta a los creyentes a reflexionar, debatir y razonar. Desgraciadamente es una actividad poco fomentada y practicada.
Tampoco es cuestión de seguirles el juego, es decir, argumentar contra sus falacias acudiendo a los textos sagrados. Los que en Marruecos creen en la libertad religiosa, en la laicidad y en la dignidad humana deberían dejar de sentirse atemorizados e intimidados por la virulencia de los fascistas de nuestros tiempos.
No se está haciendo lo suficiente para contrarrestar esa avalancha.
En cuanto a la izquierda, está representada por una élite francófona, que se niega a ver la realidad; los intelectuales brillan por su ausencia en los debates sociales. Sin embargo, en los últimos dos años, un cierto despertar ha sacudido las fuerzas de izquierda gracias al Movimiento del 20 de Febrero, abanderado por una juventud activa y cercana al pueblo.
Tampoco quiero ser injusta. Reconozco los esfuerzos para devolver a Tánger algo de su esplendor urbanístico. Constato que los monumentos se pueden restaurar y se pueden volver a plantar los jardines. Ojalá algún día se puedan restaurar las mentalidades para que germinen las semillas de convicciones más serenas y pacifistas. Y que la personalidad tangerina, cuyo lema era “vivir y dejar vivir”, pueda reverdecer.
Houda Louassini es traductora.