Rescatando a la globalización

Como alguna vez observó Winston Churchill, mucha gente que “tropieza con la verdad” se “levantará y se apresurará a irse como si nada hubiera pasado”. Pero en el caso del COVID-19, el mundo se ha enfrentado a hechos desagradables que son imposibles de ignorar. Al igual que la crisis financiera de 2008 y la crisis de refugiados de 2015 en Europa, la pandemia ha expuesto visiblemente una profunda vulnerabilidad a las amenazas sistémicas.

La función primordial del estado –el significado mismo de soberanía- es proteger a sus ciudadanos de manera adecuada contra el riesgo existencial. Sin embargo, la globalización parece haber minado la capacidad del estado moderno de lidiar con escenarios de baja probabilidad y alto impacto. De la misma manera que los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos obligaron a la gente a repensar la seguridad, la crisis del COVID-19 nos obliga a mirar con nuevos ojos el modo en que manejamos la interdependencia.

Resulta tentador preguntar si esta crisis se resolverá de manera más efectiva apelando al nacionalismo o a través de una coordinación internacional. Pero ésa es la pregunta equivocada. La verdadera cuestión es si la interdependencia puede ser compatible con la existencia continua del estado-nación y complementarlo. En el contexto político de hoy, las disertaciones sobre la necesidad de mantener mercados y fronteras abiertos simplemente no son suficientes. Apenas se reconoció que el coronavirus era una amenaza global, el primer instinto de la mayoría de los líderes nacionales fue cerrar sus fronteras. Las llamadas para una coordinación internacional a través del G20 fueron una idea tardía.

Sin embargo, si bien la propagación inicial del virus le debe mucho a la interdependencia, la crisis sanitaria que ha generado al interior de los países no admitirá soluciones nacionalistas o autárquicas. Una vez que el COVID-19 se transmite dentro de las comunidades, cerrar las fronteras no sirve de nada. En el mundo forjado por la enfermedad, Jean-Paul Sartre está absolutamente en lo cierto: “El infierno son los otros”.

Asimismo, la pandemia del COVID-19 ha golpeado a un orden internacional que ya estaba en crisis. Ha resultado obvio desde por lo menos 2008 que, a diferencia de lo que se venía diciendo desde hacía mucho, no todos ganan con la globalización. Un mundo más abierto e interconectado conduce a un crecimiento económico y una prosperidad fuertes, pero también a una creciente desigualdad y destrucción ecológica. El movimiento más libre de gente ha ofrecido nuevas oportunidades para millones de personas, pero también ha incrementado la presión alcista sobre los servicios públicos y la presión bajista sobre los salarios en los países receptores, mientras que ha alimentado una fuga de cerebros de los lugares rezagados.

Mucho antes de la pandemia, estas tendencias habían provocado un contragolpe, particularmente en los países desarrollados, donde los partidos y líderes populistas le han arrebatado la agenda política a los partidos tradicionales que defendían el orden internacional liberal de posguerra. Lo más dramático es que, en la presidencia de Donald Trump, Estados Unidos ha pasado de liderar el orden internacional a desmantelarlo, con el argumento de que los aliados y rivales de Estados Unidos, como China, han venido explotando a Estados Unidos para beneficio propio.

En este contexto, es inevitable que la crisis actual reformule la globalización de una manera u otra. ¿Pero cómo?

La pandemia representa una oportunidad para una cantidad de diferentes movimientos políticos, desde los ambientalistas que vienen reclamando desde hace mucho tiempo un desarrollo más sustentable hasta quienes están preocupados por la desigualdad o la fragilidad de las cadenas de suministro globales.

Por su parte, los europeos deberían aprovechar la ocasión para repensar su noción de soberanía. El desafío consiste en descifrar de qué manera la propia integración europea podría servir como mecanismo de protección de la soberanía nacional, en lugar de plantear una amenaza. Como ha demostrado esta crisis y otras crisis anteriores, los gobiernos europeos tienen que poder proteger a sus ciudadanos de las amenazas planteadas por la interdependencia, ya sean de naturaleza ambiental, cibernética, contagiosa, migratoria o financiera.

Para ello, los líderes de Europa tienen que desarrollar una visión de “soberanía europea” que mitigue la necesidad de una autarquía creando canales para que los gobiernos nacionales tomen ciertas decisiones fundamentales por sí mismos, y negocien de manera efectiva dentro de marcos más amplios de interdependencia. Específicamente, una visión de este tipo debe trascender la división entre los campos “abiertos” y “cerrados” en tres áreas.

Primero, en el debate entre autosuficiencia y cadenas de suministro más eficientes y diversificadas, la UE puede trazar un camino intermedio. No es realista que los estados miembro pequeños regresen a la autosuficiencia, pero debería ser posible que la UE produzca y almacene recursos esenciales, desde respiradores y provisiones alimentarias hasta redes 5G y suministros energéticos, y que luego garantice su disponibilidad al interior del mercado único. Esto ofrecería protección a los países más pequeños que son más vulnerables a ser coaccionados en la economía global del siglo XXI.

Segundo, en la batalla entre autocracia y democracia, Europa debe demostrar que los principios democráticos se pueden preservar inclusive en un estado de emergencia. Aquí, una opción prometedora es crear un marco judicial para garantizar que los datos recopilados para fines de rastreo del COVID-19 y otros propósitos no se mantengan a perpetuidad. Los líderes de la UE también deberían estar pensando en nuevos estándares acordados mutuamente que gobiernen el uso y duración de los poderes de emergencia adoptados por los estados miembro.

Tercero, al pilotear la brecha entre soberanía nacional y multilateralismo, Europa puede adoptar una estrategia que satisfaga ambos impulsos, trazando a la vez un curso que conduzca a un destino diferente de la estrategia adoptada por Trump, el presidente chino, Xi Jinping, y el presidente ruso, Vladimir Putin. Al acercarse a países con ideas afines, la UE puede modelar el orden internacional de maneras que reflejen sus propios valores e intereses medulares.

Por ejemplo, sobre la cuestión del cambio climático, la UE podría utilizar una regularización tributaria más amplia para obligar a sus muchos socios comerciales a internalizar sus propios costos de carbono. En cuanto a la inmigración, puede trabajar más estrechamente con terceros países para gestionar el traslado de personas. Y en el terreno de la salud pública global, puede utilizar la ayuda para el desarrollo y otros instrumentos para ayudar a los países vulnerables a fortalecer sus sistemas de atención médica, minimizando así la probabilidad –o al menos el impacto- de futuras pandemias.

Finalmente, la crisis del COVID-19 podría permitir que el proyecto europeo regresara a sus raíces, reconciliando las prerrogativas del estado-nación con las realidades de la interdependencia, en lugar de sacrificando la soberanía nacional en el altar del dogma neoliberal. Mejor aún, desarrollar una visión coherente de soberanía europea ayudaría a prepararse para la próxima crisis de interdependencia. ¿Los líderes de Europa pasarán la prueba de Churchill y enfrentarán la verdad que el COVID-19 ha puesto en su camino o se levantarán y regresarán a la vida de siempre como si nada hubiera pasado?

Mark Leonard is Director of the European Council on Foreign Relations.

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