Rescatar la palabra

Recurrir al verso de Blas de Otero “me queda la palabra” en situaciones de desconcierto es un lugar común. “Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré, como un anillo, al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”, decía el bien conocido texto. Para disentir o para acordar, seguimos creyendo que siempre nos queda la palabra. El medio más propiamente humano para construir la vida compartida.

En efecto, ya en el Libro I de la Política recordaba Aristóteles que el ser humano es un animal social, y no simplemente gregario, porque cuenta con el logos, un término que significa a la vez “palabra” y “razón”. A diferencia de los animales que están dotados sólo de voz para expresar el placer y el dolor, las personas cuentan con la palabra, que les hace sociales, porque les permite deliberar conjuntamente sobre lo justo y lo injusto, sobre lo conveniente y lo dañino. Y ésta —la palabra— es la base de la familia y la amistad, es la base de la comunidad política, que congrega distintas familias y diversas etnias y se distingue de ellas porque tiende al bien común y debería esforzarse por alcanzarlo.

Rescatar la palabraLa palabra, por tanto, acontece en el diálogo, exige interlocutores; incluso nuestros monólogos son diálogos internalizados. Como bien decía Hölderlin, “somos un diálogo”. Y es esa palabra puesta en diálogo la que debería sustituir a la violencia a la hora de resolver los problemas que surgen de la vida común.

Pero la palabra puesta en diálogo tiene por meta la comunicación entre las personas y para alcanzarla ha de tender un puente entre el hablante y el oyente, o los oyentes. Un puente que, según acreditadas teorías, exige aceptar cuatro pretensiones de validez que el hablante eleva en la dimensión pragmática del lenguaje, lo quiera o no. Son la inteligibilidad de lo que se dice, la veracidad del hablante, la verdad de lo afirmado y la justicia de las normas. Si esas pretensiones se adulteran, no hay palabra comunicativa ni auténtico diálogo, sino violencia por otros medios, violencia por medios verbales: discurso manipulador, discursos del odio, que dinamitan los puentes de la comunicación y hacen imposible la vida democrática.

Poner el termómetro de estas cuatro pretensiones a los discursos que dominan nuestra vida compartida, a través de las redes sociales o de los medios de comunicación tradicionales, es necesario para descubrir la densidad de nuestra calidad democrática, para saber si, a pesar de los pesares, nos queda la palabra.

En lo que hace a la inteligibilidad, desde los años setenta del siglo XX se ha ido extendiendo —por fortuna— un movimiento en favor del Lenguaje Claro, convencido de que en sociedades democráticas la claridad no es sólo la cortesía del filósofo, sino sobre todo un derecho de la ciudadanía y un deber de los poderes públicos. La claridad en los documentos es un camino en el que queda mucho por andar, aunque se haya empezado a recorrer.

Pero siendo la inteligibilidad de lo dicho una pretensión difícil de satisfacer en la vida pública, más lo son las otras tres —veracidad, verdad y justicia— en tiempos en que se asume la posverdad, no como una lacra a extirpar, sino como un instrumento para alcanzar objetivos individuales y grupales. La “normalización” de la posverdad y de los bulos, el hecho de aceptarlos como un rasgo más de nuestra vida política, tendrá, entre otras, una nefasta consecuencia: que ni siquiera nos quede la palabra.

Como sabemos, los bulos son noticias falsas, propaladas con algún fin, cuyo emisor podría identificarse, aunque se necesitara para lograrlo mucho esfuerzo. Las noticias sobre la implicación de potencias extranjeras en elecciones y en acciones violentas en una inusitada cantidad de países, entre ellos España, son una prueba palmaria de ello. La posverdad, por su parte, es una “distorsión deliberada que manipula emociones y creencias con el fin de influir en la opinión pública”, una práctica usual de los demagogos. En realidad son mentiras, consisten en decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar, buscando provecho propio, y están distorsionando la vida política y social.

El mecanismo es sencillo. Se trata de diseñar un marco de valores, simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que sólo juegan dos equipos, nosotros y ellos. No importa si hay dos partidos políticos o 20.000 fragmentados, la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha. La creciente polarización de la escena política y social hace que la competencia se exprese en emociones binarias de simpatía/antipatía ante discursos, conductas y símbolos, cuando el pluralismo político reclama, en palabras de Ignatieff, “respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien al que quieres derrotar. Un enemigo es alguien al que tienes que destruir”. Concebir la política como el juego de la guerra entre enemigos irreconciliables, y con ello, a la polarización de la sociedad, es lo más contrario a la busca del bien común, que es la meta por la que la política cobra legitimidad.

A todo ello se añade desde hace algún tiempo la profusión de prácticas que defienden la legitimidad de utilizar en el debate público términos con significantes ambiguos o vacíos, pero con una connotación positiva para la ciudadanía; significantes que permiten construir identidades con narrativas emocionalmente atractivas, aunque nada tengan que ver con los hechos. Se apela entonces a palabras biensonantes como “democracia”, “progreso”, “patria” o “soberanía”, que despiertan sentimientos positivos, pero a las que se ha vaciado de contenido, por eso se pueden utilizar en un sentido u otro según convenga. ¿Qué relación guarda todo esto con la veracidad y la verdad, propias del buen diálogo?

Recuperar en el mundo político el valor de la palabra, que es el medio más propiamente humano, como siguen recordando instituciones como la Fundación César Egido Serrano o la FAPE, exigiría precisar con claridad el significado de los términos que se utilizan: en qué consisten el progreso y ser progresista, de qué tipo de democracia hablamos, quiénes forman parte del pueblo, cómo se van a resolver problemas como el del desempleo, cómo articularemos las demandas legítimas de inmigrantes y refugiados, qué ideología está realmente detrás de cada propuesta y en qué instituciones cristalizaría. Pero también recordar que hablar es comprometerse, lo que obliga a cumplir las promesas generando confianza en una ciudadanía que, en caso contrario, queda estafada.

Y, por supuesto, atendiendo a la aspiración a la justicia, no confundir el auténtico diálogo, que es el que intenta llegar a decisiones que satisfagan los intereses legítimos de todos los afectados por ellas, con las negociaciones bilaterales con aquellos que tienen capacidad de negociar en su propio provecho. Tener presentes a los afectados por las decisiones es lo justo y lo conveniente, es el camino propio de la socialdemocracia, capaz de crear cohesión social. La agregación de intereses de quienes demandan privilegios es la vetusta práctica del clientelismo, un camino seguido bien a menudo por el individualismo neoliberal.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.

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