Hay un hecho que se repite desde hace ya bastantes años. Los profesores de Derecho lo comprobamos cada vez que, al inicio del curso, abrimos las listas de estudiantes de nuestros grupos y confirmamos que, de nuevo, ellas son en torno al 75% de los matriculados. La situación se reproduce con naturalidad en otras muchas titulaciones. No es nada de lo que nadie se asombre.
Hace tiempo también que esa desproporción dejó de ser sorprendente en los concursos a plazas de profesor universitario. Cito los últimos en los que he participado: en uno de ellos había once mujeres entre los quince aspirantes y también fueron dos mujeres las que lograron los mejores resultados y, en el anterior, hubo cuatro aspirantes, todas ellas mujeres.
¿Podría alguien, a la vista de datos como esos, llegar a la conclusión de que la mujer se encuentra en una situación de subordiscriminación respecto del varón? La respuesta directa y, pace Ockham, también la probablemente correcta, es que no.
La réplica a esas relevantes evidencias es siempre por elevación y señala el desequilibrio que existe a favor de ellos en el número de catedráticos o de rectores. Yo, que formo parte de una Universidad con Rectora y de un área con el mismo número de catedráticas y de catedráticos y con un número similar de profesores y profesoras, siendo ellas, además, las más jóvenes, no tengo ni la más mínima duda de que en unos pocos años, pero pocos, esas supuestas manifestaciones de la subordinación de la mujer al varón se habrán corregido espontáneamente.
¿Es necesaria una intervención pública que acelere ese resultado? ¿Es necesaria si al hacerlo somete a fuerte tensión al principio de igualdad ante la ley? Los promotores del Anteproyecto de Ley Orgánica del sistema universitario, cuyo texto se ha conocido recientemente, parecen pensar que sí. Pendiente de un análisis más sosegado, el art. 52 del anteproyecto es el que ha despertado mayor interés. En él se lee que "se podrá establecer medidas de acción positiva en los concursos de acceso a plazas de personal docente e investigador funcionario y contratado para favorecer el acceso de las mujeres. A tal efecto se podrá establecer reservas y preferencias en las condiciones de contratación de modo que, en igualdad de condiciones de idoneidad, tengan preferencia para ser contratadas las personas del sexo menos representado en el cuerpo docente o categoría de que se trate".
Son muchas las consideraciones que el precepto ha suscitado entre los juristas y colegas de guardia: hay quien advierte que no tendrá mucho alcance práctico, aunque me temo que, como las manchas de aceite, se extenderá hasta hacerse notar. Hay, por supuesto, quienes insisten en la necesidad de que la contratación o la promoción se decidan exclusivamente en función de consideraciones académicas: especial mención merecen las colegas que así se manifiestan, que las hay, y que, de ese modo, acreditan un compromiso con el principio de capacidad y mérito digno de reconocimiento. No hay que olvidar que no es lo habitual en un tiempo y una sociedad que ha convertido el llorar para lograr ventaja en poco más o menos que un modelo de ciudadanía.
Volviendo al artículo en cuestión, me parece importante dejar claro que las reservas y preferencias están asignadas en perspectiva de un sexo (¿o género?) concreto, no del que caso a caso esté infrarrepresentado. La cursiva en "a tal efecto" es mía, porque esos tres términos me parecen claves para entender qué es lo que se pretende establecer: favorecer a las mujeres disponiendo exclusivamente para ellas reservas o preferencias a la hora de su contratación en las áreas universitarias en las que están infrarrepresentadas. Descarten los colegas varones cualquier posibilidad de que la referencia a "las personas del sexo menos representado" se dirija a ellos: no se verán favorecidos, aunque la presencia de varones en un área de conocimiento dada sea nula.
Luego está la discusión sobre la constitucionalidad de la norma. Es tentador consolarse fantaseando con un recurso de inconstitucionalidad y con un Tribunal Constitucional que, llegado el caso, invalidara la Ley por discriminatoria. Sin embargo, me temo que la solución será otra, porque, a mi juicio, es en otra dirección en la que sopla el viento en estos tiempos extraños en los que descubrimos tantas y tan convenientes opresiones.
Intuyo que, llegado el caso, el Tribunal Constitucional solucionaría el asunto de la misma manera que despachó la asimetría penal en ese caso del delito de lesiones que castiga más las causadas por él que las que hubiera podido causar ella. El razonamiento es conocido y ha ido afilándose, digo, afinándose en otras sentencias posteriores de otros jueces y tribunales que reproducen a pies juntillas la retórica feminista dominante. De perseverar en este modelo de razonamiento, el Tribunal Constitucional podría dar el texto de la futura ley por bueno, recordando que de lo que se trata es de combatir los efectos de una situación objetiva de discriminación según la cual el hombre tiene sometida a la mujer y cuya existencia no es cuestionable. Como esa situación podría haber tenido entre sus manifestaciones la infrarrepresentación de las mujeres en determinadas áreas en las universidades, eso es algo a corregir. Sin embargo, como la presencia de más mujeres que hombres en otras áreas no puede ser manifestación objetiva de la subordinación de la mujer al hombre, ahí no hay nada que enmendar. Hay que eliminar, insisto, solo las situaciones que podrían haber sido manifestaciones de la subordinación de la mujer al hombre. Además hay que hacerlo con independencia de que realmente sean efecto de la subordinación. ¿Por qué? Por la misma razón por la que un bofetón de él a ella se presume, sin posibilidad de prueba en contrario, una manifestación de la empresa de subyugar a la mujer, con independencia de lo acreditado que esté que quien lo propina no está subjetivamente motivado por ese propósito.
Me parece importante señalar que este modelo de razonamiento no presupone la existencia de ningún derecho individual a la presencia paritaria en ningún ámbito profesional (ni de ellos ni de ellas, ¡ojo!), porque lo relevante es el urgente cumplimiento del deber del legislador de remover los obstáculos para que la igualdad entre mujeres y hombres sea real y efectiva. La urgencia en el caso de la Universidad no parece acreditada a la vista de los ejemplos señalados al inicio de este texto. Y tampoco me parece descabellado preguntarse si será el caso en un país que está considerado uno de los que más bienestar ofrecen a las mujeres.
En cualquier caso, me parece importante dejar esto claro: que ni estamos garantizando derechos ni estamos desmontando los efectos que efectivamente se siguen de la situación de desigualdad a la que la mujer estuvo sometida en la medida en que aún pervivan, sino haciendo otra cosa que tiene bastante de ingeniería social. Lo que se pretende es construir la sociedad como sería si no hubiera existido jamás subordinación de la mujer al hombre. Esto podría ser admisible si se trata de superar discriminaciones persistentes. No lo es a partir de cierto punto, que se rebasa cuando a los promotores y colaboradores de ese empeño no parece importarles que el resultado de esa construcción sea compatible con el de una situación en la que hubieran sido los hombres los discriminados. Recuérdese que ningún hombre puede esperar ninguna reserva o preferencia en el caso de un área formada mayoritariamente por mujeres, porque un área formada mayoritaria o exclusivamente por mujeres no se reputa indeseable, a diferencia de una integrada mayoritariamente por hombres que se presume sí o sí fruto de la opresión. ¿Y si en lugar de un área hablamos de una Universidad? ¿Sería deseable una Universidad formada exclusivamente por mujeres?
Pero podría ser aún peor. Hay otra opción más inquietante y que no creo convenga descartar como irreal: que no se pretenda construir la Universidad o la sociedad como habrían sido si hubieran sido siempre igualitarias, asumiendo resignadamente que esto tendrá un coste en forma de discriminaciones a concretos varones, sino que lo que se pretenda esté más bien en relación con esto último: construir la Universidad o la sociedad de hoy como lo sería si el hombre hubiera estado sometido a la mujer en el pasado. Si es esto último, estamos en presencia de un populismo feminista e corte revanchista o supremacista radicalmente incompatible con los valores de la tradición liberal.
Antonio Manuel Peña Freire es profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada.
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No le de más vueltas, Sr. Peña, estamos ante un proyecto político identitario. Puesto que el fascismo estalinista no sería de recibo, nos lo cuelan de otra manera. Mediante feminismo obligatorio, religión climática obligatoria, nacionalismo obligatorio y hasta jotismo obligatorio. Muy bonito. Más que amor, frenesí.