Residencias, ¿solución final?

La situación por la que han pasado los ancianos en nuestro país, y no solo en el nuestro, durante esta epidemia que los ha diezmado, nos debería llevar a una larga y profunda reflexión sobre el papel de los mismos en nuestras egoístas sociedades, profundamente deshumanizadas. Abandonados o no en las residencias, no solo tienen que vivir fuera del ámbito habitual donde lo han venido haciendo a lo largo de sus vidas, sino con la permanente sensación de inutilidad y carga. Además, día a día, tienen que convivir con la soledad, la desesperanza, la falta de ilusiones y la presencia angustiosa de la muerte. La mayor parte de nuestros mayores están sometidos a una tortura inmerecida, parece como si sobre ellos se hubiera dictaminado también la solución final. La sociedad sabe, desde hace tiempo, que las residencias de ancianos, públicas o privadas, son lugares complicados e incluso hasta peligrosos porque se han convertido, en muchos casos, en negocios, y donde el personal, en numerosas ocasiones, no tiene mucha cualificación profesional. Al no estar vinculadas, como deberían, con los hospitales, la atención médica también es, por lo general, insuficiente. Luego están las ocupaciones útiles que deberían tener estas personas para no convertirse en parte del mobiliario: la televisión como medio para sedarlos y atontarlos no tendría que ser el elemento esencial para malgastar sus horas. Entre esos ancianos, hay muchas gentes con gran saber profesional que podrían contribuir al cogobierno de estas instituciones, así como a otras tareas que se correspondieran con su dignidad humana. Y por lo que parece, cuando se ingresa a un mayor, lo primero que pierde él es este don natural: ya no es libre de movimientos, está sometido a un reglamento –justo o injusto– y obligado a convivir con personas desconocidas cuyos hábitos pueden ser distintos.

Residencias, ¿solución final?La libertad y la dignidad en las residencias de mayores deberían de surgir de un acuerdo entre internos y cuidadores. Hugo Grocio, uno de los creadores del Derecho Internacional, escribió que los derechos humanos eran prepolíticos, y no perdían su vigencia legítima si la autoridad estatal, por el motivo que fuese, se negaba a reconocerlos. ¿Los ancianos de muchas residencias mantienen sus derechos o son sometidos a una voluntad impositiva? «Hay que tomar las preocupaciones de todas las demás personas como propias», escribe Marco Aurelio. ¿Lo hacen así los familiares y las autoridades responsables de estos ciudadanos que, en ningún momento, han perdido su condición? El debate sobre la dignidad de los seres humanos viene de muy antiguo: dignidad para los nacidos, los discapacitados o para los ancianos. Cicerón en De officiis resalta que la única ley de la naturaleza es la que nos obliga a no dañar a nadie. Incluso entre los primeros tratadistas y conformadores del Derecho internacional se defendía la intervención de un estado en otro para resolver graves y continuadas injusticias que hacían tambalear a la propia legitimidad del estado que las cometía impunemente. Plutarco en Sobre la fortuna o la virtud de Alejandro (en Obras morales y de costumbres), cuenta cómo el gran rey macedonio, trescientos años antes de Cristo, invadió las tierras de los sogdianos porque maltrataban a sus ancianos. Abuelos y padres, llegados a ciertas edades, eran asesinados sin piedad alguna para no tener que ocuparse de ellos durante la vejez. Este pueblo se asentaba en lo que hoy es Tayikistán y Uzbekistan. Samarcanda era la capital, y su lengua era una de las persas de origen indoeuropeo. El infanticidio, el canibalismo, el incesto, la castración, la piratería, así como otros asuntos, también legitimaban estas intervenciones militares, para restaurar lo que se entendía, por aquel entonces, como derecho natural.

La intervención estaba justificada cuando una nación «viola inhumanamente en cualesquiera personas el derecho natural de gentes». Evidentemente, no nos van a invadir, ya lo hicieron en otros momentos, para poner orden en las maltrechas residencias de ancianos. Pero deberíamos entenderlo como una llamada de atención al propio estado para suspender la transferencia realizada a una comunidad caso de que no cumpla con el deber de cuidado y protección hacia sus residentes. Aquí la responsabilidad es mutua y , también, la culpabilidad. ¿Cómo se pueden haber producido miles y miles de muertos en estos lugares de acogida? ¿Es que acaso no hay nadie, persona o institución, que pueda respondernos? Las comunidades autónomas disfrutan de la delegación de obligaciones y deberes hasta que estos son incumplidos. Entonces, deben ser suspendidos por la mayor autoridad estatal, que es nuestro principal y último garante. Kant, en La paz perpetua, incidía en que los individuos y sus derechos son lo único que verdaderamente importa. Derechos morales que son uno de los pilares de la soberanía nacional: la manera útil y oportuna de organizar la protección de los derechos individuales y de poner medidas que sirvan para sostener la dignidad individual. La soberanía nacional deja de tener sentido cuando la nación vulneraba los derechos de los individuos. Y Kant, como antes otros filósofos, abogaba por un gobierno mundial que controlaría los conflictos.

Las residencias de mayores no se pueden manejar como se hacía en el filme de Richard Fleischer, Solein Green (1973), interpretado por Charlton Heston y Edward G. Robinson, basada en la novela de Harry Harrison ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! (1966). En el desolado Nueva York del año 2022, a la vuelta de la esquina, los viejos van a una residencia que se anuncia como el paraíso de lo que fue antes el mundo y sus ya ajados cuerpos acaban transformándose en tabletas de comida. Adolfo Bioy Casares me contó, en su amplio piso de la Recoleta, lo equivocadas que estaban muchas de las recensiones sobre su novela Diario de la guerra del cerdo (1969), llevada al cine por el director, también argentino, Leopoldo Torre Nilsson. No era una lucha feroz entre los jóvenes y los viejos, sino un combate entre la juventud de esos jóvenes contra la vejez presentida de cada uno de ellos en el futuro. Porque, aunque se quiera desconocer, la vejez es el único futuro de la juventud. Y esto en el mejor de los casos. En Lima me agradó ver que uno de estos lugares lo rotulaban de esta otra manera: «Casa de la juventud prolongada». Porque sí, no hay vejez, sino una prolongación, un suplemento de juventud.

¿Morir o envejecer? El filósofo rumano-francés Emil Cioran, cuando se dio cuenta de que algunos de sus amigos empezaban a fallecer, al resto de los mismos les hizo llegar una carta en la que les exigía que le hicieran la promesa de que envejecerían juntos. «La vida del espíritu», escribió Hannah Arendt, «apunta que la vejez, desde la perspectiva de la voluntad, significa la pérdida del futuro. Esto no tiene por qué producir angustia; nos puede entregar el pasado, el curso de nuestra vida como materia de examen y reflexión. Mirada atrás del ego pensante, meditación, falta ya de egoísmo por las cosas, cesar de adorar el futuro, cesar de adorar el progreso. El recuerdo ya lo inunda todo. Vivir día a día, totalmente libres como hojas al viento».

El abandono de nuestros mayores es otro de los resultados fatales de una educación actual únicamente egoísta, insolidaria, competitiva, desacralizada moral y espiritualmente, absolutamente deshumanizada, sin la más mínima conciencia ética. De ahí todos los males que nos están pasando que no lo son individuales y aislados, sino concatenados y solidarios entre sí. La destrucción de la naturaleza, del mundo animal, la violencia cotidiana, el fanatismo y sectarismo, las desigualdades raciales, económicas y de género, hay tantos graves asuntos aún por resolver en el mundo que ¿por qué se iban a salvar nuestros ancianos que también son parte esencial de todo este conjunto? La mayor parte de nuestros políticos locales, e incluso muchos internacionales, se han forjado en estas aulas de insensibilidad, donde la idea del amor y el afecto hacia los demás está ausente. Y ya sabemos que si no hay amor, no hay nada.

César Antonio Molina es ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. Autor de La caza de los intelectuales, Las democracias suicidas, Para el tiempo que reste o Lima, la sin lágrimas.

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