El general De Gaulle murió en la madrugada del 10 de noviembre de 1970, hace exactamente 40 años. El día 11 de noviembre es el aniversario del armisticio de 1918, el que consagró la derrota del Imperio alemán. De Gaulle veneró ese armisticio y luchó a brazo partido, con fuerzas que a veces no se sabía de dónde sacaba, contra el otro, el de la humillación, el que puso fin a la resistencia francesa en los comienzos de la II Guerra Mundial.
Con motivo del 40º aniversario de la muerte del general, se publican artículos, ensayos, entrevistas olvidadas, interesantes fotografías. Se renueva la curiosidad por un enigma de la historia: ¿cómo pudo el general, que solo había llegado en los años anteriores, en los de la Tercera República, hasta el cargo de subsecretario de Guerra, convertirse en la encarnación de la resistencia francesa, en una voz que parecía heredera de las voces de Juana de Arco, de Luis XIV, de Napoleón Bonaparte?
El personaje era una fuente de irritación constante para sus aliados ingleses y norteamericanos. Tuvo momentos de amistad con Winston Churchill, pero también diferencias serias, que llegaron a ventilarse a gritos, y una constante distancia con Franklin D. Roosevelt. Era, además, un orgulloso comandante sin ejército, o con un ejército más que precario, y rodeado de políticos profesionales que desconfiaban de él, que se proponían abandonarla apenas terminara la guerra. ¿Qué pasó, entonces, cómo pudo prevalecer, cómo llegó a convertirse, por caminos electorales y democráticos, en uno de los gobernantes indiscutidos de la Francia moderna?
No tengo una respuesta, y no sé si alguien la tiene, pero intuyo algunas líneas de reflexión. En cartas, documentos, alocuciones a sus soldados en los años veinte y treinta, cuando era coronel del Ejército en servicio activo, por ejemplo, demostraba un espíritu militar absoluto, un enorme sentido de la iniciativa y una rabia no bien disimulada porque la Tercera República no modernizaba su Ejército y no lo ponía a los niveles de Alemania. Parecía un verdadero obseso de los tanques, de las divisiones blindadas, y algunos le habían puesto el apodo de "Coronel Motor". El hombre sabía que no se podía combatir con divisiones de caballería contra las unidades Panzer del general Guderian, pero los políticos no le escuchaban.
En sus textos públicos y privados, incluso en cartas a su madre, demuestra un agudo desprecio por las componendas, los compadrazgos, las debilidades del parlamentarismo reinante. Era una actitud bastante generalizada, sobre todo entre los intelectuales de la época, pero hay un hecho importante: Charles de Gaulle nunca se dejó llevar por las derivaciones autoritarias, fascistoides, antisemitas, de muchos de los críticos de la democracia republicana. Su propuesta definitiva, desde el exilio de Inglaterra, fue una síntesis de nacionalismo y democracia renovada, nunca una dictadura.
El otro día, a propósito de un contundente ensayo de Maurizio Serra, hablaba de tres jóvenes poetas de aquellos años: los dos mejores amigos, Louis Aragon y Pierre Drieu La Rochelle, se desviaron hacia el comunismo militante e incondicional, el primero, y el otro hacia el fascismo y la colaboración con los nazis. El único que siguió a De Gaulle y terminó por hacerse miembro de la resistencia fue André Malraux, quien había combatido hacía poco en la aviación republicana en España.
Ahora hemos conocido detalles interesantes, reveladores, sobre el final del general. Por ejemplo, había dejado un testamento con instrucciones precisas sobre sus funerales. Después de la muerte, su mujer llamó, de madrugada, a su hijo Phillipe, capitán de navío destinado en Brest, y le pidió que abriera el testamento de inmediato. Según la última voluntad del gran personaje, el funeral tenía que hacerse en la iglesia de Colombey-les-deux-Églises, a poca distancia de la casa familiar, y con la exclusiva asistencia de los parientes, de los vecinos del pueblo y de un puñado de amigos íntimos. Se sabe que Romain Gary, notable novelista, ex oficial de aviación, llegó vestido con su uniforme de gala, que le quedaba un poco estrecho, y que André Malraux se deslizó por una puerta lateral de la iglesia y se quedó en la penumbra durante todo el servicio. Edgar Faure y Roger Peyrefitte, que no estaban incluidos en la lista, forcejearon y discutieron con las fuerzas de orden, a la salida de la iglesia, y no consiguieron entrar. Conocí a ambos personajes en la década de los sesenta y a comienzos de los setenta, y me puedo imaginar la escena a la perfección. Al día siguiente, el presidente Pompidou hizo celebrar una misa de réquiem en la catedral de Notre Dame. Ahí estuvieron algunos de los grandes del mundo de entonces, como el presidente Richard Nixon o el Sha de Persia, pero Charles de Gaulle ya descansaba en el cementerio de su pueblo, hasta donde había sido llevado a pie por su familia y por algunos vecinos.
En esta semana de conmemoraciones se supo otra cosa interesante. En el aniversario del armisticio de 1918 que tuvo lugar en el París ocupado de 1940, cuando De Gaulle ya estaba instalado en Londres, se produjo un curioso y poco estudiado conato estudiantil de protesta gaullista. Jóvenes de liceos y universidades se reunieron cerca del Arco de Triunfo y desfilaron hasta la tumba del soldado desconocido. Había existido un rudimento de organización, con papeles que circulaban en las clases y con la complicidad de algunos profesores. Se escucharon gritos aislados contra Hitler, pero los jóvenes preferían gritar ¡viva Flaubert!, ¡viva Pascal!, ¡viva Montaigne! Se dice que un joven desfiló con dos cañas de pescar al hombro que en francés se llaman gaules y con un papel colgado del cuello que decía: "Vive de...". La manifestación fue disuelta al cabo de dos horas, con heridos graves y numerosos detenidos, y ahora se sabe que algunos de sus cabecillas ingresaron en la Resistencia y fueron políticos conocidos en la posguerra. En otras palabras, el general tenía un don de persuasión y de comunicación que llegaba lejos y que explica algunos de los enigmas de su trayectoria.
Jorge Edwards, escritor chileno.