¿Respeta la ley Trans el pluralismo liberal?

El debate entre el feminismo clásico y los grupos partidarios del proyecto de ley Trans finalmente aprobado por el Gobierno ha puesto de relieve algunas cosas. Se trata de una discusión en el interior de la izquierda cultural, cuyas posiciones, con eventuales variantes, resultan hegemónicas en los medios de comunicación, que han asumido como obligatorio el vocabulario políticamente recomendado (por ejemplo, al hablar de la violencia) y ni siquiera se preguntan si puede haber en la sociedad otras posiciones diferentes.

En todo caso, la discusión ha mostrado que el concepto de género (gender), que está en el centro del debate, no es unívoco, sino todo lo contrario. Mientras que el feminismo clásico reivindica el cuerpo de la mujer, en tanto que objeto de opresión que debe ser rescatado de ella, las teorías más extremas de género dicen que todos los conceptos implicados, incluyendo los de sexo y cuerpo, son construcciones sociales. Lo cual, obviamente, se aplica también al concepto de género, que no es, como a menudo se piensa (y se quiere que se piense), un concepto descriptivo de la realidad que nos diga cómo son las cosas, sino una abstracción de alto voltaje ideológico o político, como afirmó la filósofa de este campo Sally Haslanger cuando años atrás se preguntaba literalmente “qué queremos que sea” el género.

Sobre eso ha girado buena parte del debate citado, pues no existe ni puede existir ningún concepto unitario de género que incluya en un mismo cajón (a) las expectativas que una sociedad asocia al comportamiento de hombres y mujeres; (b) la experiencia subjetiva del propio cuerpo en tanto que sexuado; o (c) cómo quiero ser visto y reconocido por otras personas en relación con el sexo, qué imagen social deseo transmitir. (a), (b) y (c) representan tres conceptos de género diferentes.

Resulta que en cada lucha y contexto políticos convendrá adoptar uno u otro enfoque con el objetivo de neutralizar las “injusticias sexuales”, que deben abordarse en términos enteramente análogos a los de la lucha de clases marxista. Y un instrumento central de esas luchas es el lenguaje, la Neolengua con la que hay que referirse normativamente a las formas de sexualidad “no binaria”.

En la práctica, feminismo y teoría del género componen una especie de coalición o duopolio conceptual (el de la “perspectiva de género”) que ocupa un lugar dominante en el espacio social. Eso, en nuestra opinión, afecta al pluralismo constitutivo de las sociedades democráticas. ¿Por qué? Como explica John Rawls, el teórico del liberalismo político más citado e influyente, ninguna de las distintas concepciones del hombre y el mundo (incluido el sexo, como es natural) que existen legítimamente en la sociedad debe monopolizar la esfera pública, arrinconando a las otras visiones que compiten con ella y obligando a los restantes ciudadanos a adoptar “la única concepción verdadera”.

Pues bien, hoy nos encontramos con que, en el terreno político y jurídico, se legisla con el mismo “enfoque de género” que se exige de jueces y tribunales en las más altas instancias. Dicho enfoque impera también en el léxico políticamente tolerable incluso en el campo profesional (¡ay de quien se atreva a hablar de “terapia”!). E incide asimismo en el ámbito crucial de la educación, sobre todo en la educación pública.

Leyes aparte, los ayuntamientos y comunidades autónomas gobernados por la izquierda (si no también los demás) promueven durante todo el curso actividades y talleres de asistencia cuasiobligatoria impartidos por colectivos LGTBI, cuando no organizan conmemoraciones o jornadas que glosan el feminismo o la perspectiva de género. De tal privilegio no goza en la escuela pública ninguna otra concepción de la sexualidad. Por ejemplo, una que recomendara el valor del matrimonio o que subrayara los aspectos problemáticos (quirúrgicos y hormonales) de la reasignación de género. Parece claro que no se están respetando ni el pluralismo liberal ni el derecho de los padres, consagrado en la Constitución y en la Declaración universal de 1948, a elegir la educación que desean para sus hijos.

Por supuesto, una sociedad democrática debe proscribir cualquier forma de discriminación, también la motivada por la orientación sexual. Igualmente, hacerse cargo del sufrimiento que provoca la llamada disforia de género es un requerimiento de compasión interhumana. Pero nada de eso demuestra que las teorías del género o la ley Trans sean los mejores modos de abordar dichos problemas sin provocar otros no menos graves.

En la redacción de esta tribuna de la Sociedad de Filósofos Cristianos han participado José Vicente Bonet Sánchez (presidente de SOFIC-Sociedad de Filósofos Cristianos), Enrique Bonete Perales (Universidad de Salamanca), Pilar Ferrer Rodríguez (Universidad Católica de Valencia), Enrique Moros Claramunt (Universidad de Navarra), David González Niñerola (Enseñanza Secundaria), David García-Ramos Gallego (Universidad Católica de Valencia), Ángel Barahona Plaza (Universidad Francisco de Vitoria), Carmen Álvarez Alonso (Facultad de Teología San Dámaso), Marcelo López Cambronero (Instituto de Filosofía Edith Stein), Manuel Oriol Salgado (Universidad CEU San Pablo), Juana Sánchez-Gey Venegas (Universidad Autónoma de Madrid) y Jaime Vilarroig Martín (Universidad Cardenal Herrera – CEU).

1 comentario


  1. En una democracia liberal, la función de escuela pública es proporcionar datos fiables al alumnado, no respaldar los prejuicios de los padres. Por ejemplo, aunque algunos padres sean racistas, homófobos o tránsfobos, ni el racismo ni la homofobia ni la transfobia deben ser fomentados desde la escuela pública.

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