Respeto

De niño me gustaba oír recitar una poesía popular, a ser posible con fondo de estrellas y rasgueos de guitarra flamenca, que trataba de un personaje real, un malagueño de vía estrecha, reseco, chicuelo, mirada de gallo pendenciero y hocico de raposo tiñoso, que pedía limosnas por tangos y maldecía cantando fandangos. Al poeta le daba pena aquel hombre, pero también le causaba -y este verso se clavó en mi alma de cera- «un respeto imponente». El Piyayo, que así lo llamaban, era una mezcla de cantaor, guitarrista y vendedor ambulante que el poema de José Carlos de Luna retrataba como un pobre hombre -lo fuera o no- enfrentado cada día a la liturgia de partir con sus hijos el pan ganado gracias al modesto arte callejero. Yo por entonces también tocaba la guitarra flamenca, tangos, peteneras, guajiras y farrucas, como dicen que solía hacer el Piyayo. Me enseñaba un buen maestro, Francisco Jiménez, el mismo que por aquella época le daba clases a Luis Landero (lo supe al leer su novela El guitarrista), ganándose dignamente la vida con su arte iluminado, él, que era ciego. Un respeto imponente. El eco de esas sílabas ha condicionado para siempre en mi su significado, añadiéndole respeto a la palabra «respeto» y apuntándola directamente a los ojos del prójimo.

RespetoEscribo en la noche del domingo, veintiocho de abril. Por primera vez, la suerte me ha deparado ser vocal de una mesa electoral, donde, de nueve de la mañana a ocho de la tarde, he visto acercarse a las urnas a personas dispares: familias con niños, unos dormidos en el coche de paseo, otros trepando por las urnas queriendo ser ellos los que introdujeran el sobre por la ranura, como cuando reciben de sus padres una moneda para depositarla en la bandeja del músico callejero sin llegar a imaginar su soledad y el mínimo efecto sanador de los euros -o céntimos- dados, como un voto; jóvenes de paso firme con perros atados a una correa con la bandera de España; mujeres y hombres tocados por alguna discapacidad que estrenaban la oportunidad de ser oídos; ancianos avanzando muy despacio, algunos ayudados, otros solos; la mayor, una señora de 107 años impecablemente arreglada que, al entregarnos el sobre desde su silla de ruedas, lo agarraba con todas sus fuerzas como si quisiera retener uno de los últimos alientos de la vida que parecía escapársele con el voto. En medio de aquel ir y venir silencioso, una mujer, parada frente a la urna, sonreía dulcemente y nos confesaba su emoción: «Es que yo he vivido tantos años en que no se podía; y ahora, ya ven, ustedes me tratan tan bien». Como si los de la mesa estuviéramos haciendo algo más que facilitar la mecánica del voto y del recuento, algo distinto de cumplir con nuestro pequeño deber cívico del día de las elecciones.

Quizás sí. Quizás estuviéramos haciendo bastante más que introducir papeletas en sobres, sobres en urnas y vuelta a empezar, a la inversa, para el recuento. Incluso habremos participado en más que votar, si el voto se aprecia solo por el titular rotundo del día siguiente, o la fórmula matemática que decide la composición del Congreso y del Senado. No puede ser en balde aquella camaradería entre interventores y apoderados de los diversos partidos: aunque se juntaban más con los suyos, todos se ayudaban y nos ayudaban, disimulando apenas su inquietud por los resultados según avanzaba el día. No puede ser en balde ese clima de convivencia ciudadana entre votantes y entre funcionarios electorales, esa procesión civilizada de miles de pasos de todas las edades y condiciones caminando con alegría contenida hacia y desde las urnas. En la mía se registraron poco más de quinientos votos. Una insignificancia en el conjunto nacional, pero un rosario de historias personales igual de dignas cada una de ellas; historias que llevaron a alguien a levantarse esa mañana, a prepararse más o menos, a dudar más o menos, a asumir la responsabilidad de valorar las acciones y promesas de quienes se proponen como representantes públicos para tomar una decisión capaz de influir en nuestro destino colectivo durante los próximos cuatro años; a contribuir al bien común. Un respeto imponente.

El día electoral así experimentado, de principio a fin y a pie de urna, te da una visión horizontal, a la vez plural y paritaria, de la democracia. Coinciden la realidad de lo que es en la conducta ciudadana y la idealidad de lo que debe ser entre iguales. Todo está bien dispuesto y sucede conforme al programa. Desde ese buen orden democrático, cuesta volver la mirada a la política oblicua que se percibe en los medios y en las redes sociales: espacios llenos de descalificaciones personales, cuando no insultos; frases hechas e ideas por hacer, que casi todos creen poder cambiar por otras según de donde sople en ese momento la brisa de la opinión pública o por donde anden las expectativas.

Seguramente, todos contribuimos al guirigay, pero creo que tienen especial responsabilidad los políticos que cobran por ello. Siento a veces que nos faltan al respeto por tratar de convencernos con mensajes que no valen un chavo; y, sobre todo, que nos faltan al respeto a cada uno de nosotros cuando se lo faltan -abiertamente, cuanto más abiertamente mejor, según parece en demasiadas ocasiones- entre ellos, denostando a adversarios a los que hemos votado o vamos a votar.

No parecen advertir que esa idea que ridiculizan agriamente es exactamente la misma que otros, hasta millones de ciudadanos, asumen como razonable; que ese al que tildan de mentiroso, miserable o ruin, traidor o golpista, es precisamente el representante por el que muchos optan, y que esa opción personal, deliberada, fundada en lo que cada uno honestamente cree, tiene que ser respetada en tanto en cuanto hay una persona, o miles, detrás de ella. ¿Qué pensará de mí el que insulta al que piensa como yo? Hablan para los suyos como si los que opinan distinto no existiesen o como si, de puro equivocados, no contasen. No hay mayor falta de respeto que negarle al prójimo su dignidad, su «valor» de persona, que incluye la presunción de decencia, o tratar de devaluarlo. Somos débiles y el poder se ve que atrae mucho, pero, más allá de los legales, hay límites sociales y deberes éticos que, si se quebrantan, traicionan el espíritu democrático, donde la igualdad y la solidaridad son fundamentales.

En democracia todos contamos. No sólo nuestros votos se cuentan uno a uno, y son papeles; sino que cuenta nuestra dignidad, uno a uno también, y somos personas, cualquiera que sea la opción que sigamos. Todos estamos de acuerdo en la necesidad del diálogo y de acuerdos. Sin embargo, se olvida a veces que el diálogo, el acuerdo, y -más básicamente aún- toda convivencia social ordenada y pacífica, necesitan de una condición previa: reconocer en el otro los mismos valores humanos que en uno mismo. Aunque parezca una redundancia, me atrevería a pedir más respeto para el respeto entre todos. No es una canción, pero la jornada electoral, vista desde abajo, ayuda a entender la música de la democracia.

Antonio Hernández-Gil es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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