Respirar el silencio

Me refiero, por supuesto, al silencio que sana. Se halla muy presente en quienes han buscado un conocimiento esencial, como meta de la sabiduría, en la tradición literaria y espiritual universal. Sin embargo, en estos días de la pandemia, desde nuestro retiro o encierro, hemos vuelto a recordar ese silencio que acaso -desde la negativa situación, desde la gravedad sanitaria y social que vivimos- pudiera tener un sentido positivo. Porque esta situación nos ha llevado a unas semanas de más profunda vida interior, de humanismo admirable en los sanitarios y en todos cuantos están directamente en lucha con la enfermedad; situación en la que no solo aumenta nuestro sentir y pensar desde el vacío del encierro sino a ensoñar cuanto de positivo pudiera haber en él. En esos comportamientos ejemplares renace la España de la energía, no la anestesiada.

Así es si reparamos en que ese silencio hogareño también se da, de una manera tan sorprendente como rotunda, fuera de nuestras casas, en la naturaleza. De ello supone una prueba contundente la inesperada presencia de los animales salvajes en los núcleos urbanos (ciervos, corzos, jabalíes, zorros, lobos). En algunas zonas, estos desplazamientos ya se habían dado antes a causa de los incendios de los pinares. Con ellos no fueron pocos los animales que murieron, pero otros lograron huir del cenizal hacia espacios más abiertos, en busca de aguas y de los tiernos brotes de viñedos y huertos.

Respirar el silencioLo sorprendente es que este silencio de las últimas semanas también ha atraído a las aves a las ciudades. Sorprende una foto del río Moldava en Praga lleno de patos y cisnes. Sólo nos falta escuchar el entusiasmo de la música de Smetana para que la fotografía sea una realidad ideal. En el mismo sentido, y también nos lo revelan las fotografías, es sorprendente la claridad que ha regresado a las aguas de los canales de Venecia y a las islas de sus alrededores, y además con el retorno a ellas de los peces.

Nada diremos de la ausencia de la contaminación atmosférica y de esas imágenes de los cielos nocturnos de los que han desaparecido miríadas de aviones. Así que la pandemia y el retiro de los humanos ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

Pensaba en los desplazamientos de los animales salvajes días antes de estallar la pandemia, regresando de la visita a una villa romana de los siglos II-IV, excavada muy cerca del sereno río Tera, en Camarzana. (Ese río en el que de madrugada o al anochecer -en los momentos más silenciosos- podemos ver a los animales que descienden a beber en sus aguas). De esa villa solo se ha descubierto una parte, pues el edificio de 15 habitaciones en torno a un peristilo se pierde enterrado debajo de la carretera general que desde tierras zamoranas sigue a las de Orense.

Sin embargo, lo hallado hasta ahora ha sido muy importante, pues entre los varios mosaicos -los de los tritones con «El rapto de Europa», el de Zeus o el de una cabeza de Ariadna- ha aparecido otro que, en el triclinio o comedor de verano, representa a Orfeo apaciguando a las fieras, entre ellas dos tigres, y con cuatro caballos en las esquinas ¡con sus nombres en la teselas!: Galadius, Finix, Aerisaros y Germinator. ¿Los preferidos del propietario de la villa? El dato es curioso, pues sin duda se trataba no solo de un personaje muy culto sino a la vez muy ligado a la caza y a la agricultura.

Cuando ese día regresé a casa y abrí al azar otra vez las «Cartas a Lucilio», de Séneca, que estaba releyendo, lo hice por aquella carta, la LXXXVI, titulada «La villa de Escipión». Curiosa sincronicidad entre las dos villas: la que acababa de ver en ruinas con mis ojos y la del libro, llena de vida, pues la descripción de la de Séneca es de una claridad y de una frescura preciosas.

Muy pocos días después, un profesor de Clásicas me regala un libro que había comprado para él. Para mí supuso un don doblemente especial y de nuevo se daba otra sincronicidad jungiana en un tiempo muy breve. Se trataba de «La voz de Orfeo. Religión y Poesía», de Alberto Bernabé. En este libro no solo es el mito sino el símbolo de Orfeo el que se nos ofrece en su amplia riqueza, lleno de citas que alcanza a toda la tradición literaria. Hoy el mito de Orfeo está como adormecido, o enterrado, pero los arqueólogos lo han sacado a la luz. ¿Está hoy la idea de Armonía adormecida, enterrada, ausente de nuestro mundo? En la excavación de que hablamos, la eterna lección de las ruinas fértiles.

Como en un círculo que se cierra, pienso de nuevo en el Orfeo que aparece en el mosaico hallado no lejos del río Tera. Una rareza, pues al parecer son muy escasos los mosaicos con la representación de Orfeo. Y no pienso en esa música que él derramaba y que amansaba a fieras, sino también en esa música órfica -callada, o extremada dirían nuestros poetas- que no se oye, pero que sentimos en nuestro interior. Una música que nace del silencio más profundo, desde ese silencio que permanece como enterrado bajo ruinas en el mundo de nuestros días, ruidoso, inarmónico, agitado, belicoso.

Despertar, pues, en la reclusión al silencio que sana en nuestro interior y, gracias a él, a la naturaleza que desea hablar, que se manifiesta con una gran libertad y sin miedos en los campos. También gracias a esta primavera que sigue su curso, ajena a la amenaza que padecen los seres humanos. (El gran árbol que veo desde mi ventana ya tiene todas sus hojas e imagino las cunetas de aquellas calzadas romanizadas del noroeste, del color de la sangre, llenas de flores silvestres). El silencio es, en estas horas tristes, el hermano del respirar y de la luz. «Soledad, serenidad, silencio […] Respirar en el silencio de la luz…», decía yo en uno de los aforismos de mis «Tratados de armonía». A la espera quedamos de respirar en el silencio de esa luz todavía limpia de amenazas sociales, de intereses espurios, de contagios.

Antonio Colinas es poeta.

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