Responsabilidad de la Universidad en tiempos de pandemia

Seremos miles los docentes universitarios que en España hemos experimentado las dificultades de habernos visto privados, a causa de la covid-19, de la clase presencial, de laboratorios, bibliotecas y de la interacción humana en el campus, de esa vida especial en comunidad con los estudiantes, con nuestros colegas y con el personal de administración y servicios. Una vida que no querríamos cambiar por nada del mundo y a la que ansiamos volver cuanto antes.

Ahora bien, siendo la universidad pública una institución que persigue la excelencia en ciencia y pensamiento, le cumple hacer un ejercicio de reflexión sobre sus responsabilidades en tiempos de pandemia. Por el liderazgo social que le es inherente, la universidad debe plantearse con urgencia cómo contribuir a evitar lo que todos más tememos: una segunda oleada de covid-19, que en la Comunidad de Madrid podría tener efectos devastadores. El núcleo de la cuestión es puramente ético y el ejercicio de reflexión debe llevar a tomar decisiones valientes, con altura de miras, pensando no en el corto plazo, sino a medio y largo, y considerando cómo beneficiar a toda la sociedad, dado que la universidad pública está a su servicio.

Según todos los expertos, con un 5% de prevalencia en España y un 11,3% en Madrid, no hay inmunidad de grupo y existe una alta probabilidad de un segundo brote de coronavirus en otoño, lo que ocasionaría una gran mortandad y graves perjuicios económicos para toda la población. Las grandes universidades públicas madrileñas aglutinan una considerable masa estudiantil. Solo la Universidad Complutense tiene más de 70.000 alumnos. Algunos expertos, como el virólogo italiano Andrea Crisanti, señalan que los jóvenes son los mayores difusores de la enfermedad, siendo los que más la contraen, aunque muchos de ellos sean totalmente asintomáticos. En consecuencia, las aulas de titulaciones masificadas en universidades públicas son, necesariamente, potenciales focos de contagio. Y no solo las aulas. Se producen aglomeraciones constantes en los pasillos, escaleras, cafeterías, ascensores, bibliotecas, entradas de los edificios y, cómo no, en los autobuses, trenes de cercanías y vagones de metro que llegan a los recintos universitarios. No parece, pues, que pueda ser viable optar ahora por una enseñanza tradicional simplemente usando mascarillas, dado que guardar la distancia de seguridad es, en la práctica, imposible.

Empieza a proponerse que la llamada “modalidad semipresencial bimodal” podría ser una alternativa. Aparte de otros detalles, el problema de esta solución es que pasa por alto la central cuestión de la responsabilidad ética, vinculada a la urgencia de actuar de la manera más eficaz posible. Sin obviar lo difícil que ha sido para profesores y estudiantes empezar a trabajar repentinamente de forma virtual, no podemos negar que muchos han hecho de la necesidad virtud. Ahí está la clave. El mundo vive una situación de excepcionalidad que exige también medidas excepcionales. Esas medidas excepcionales, en lo que nos atañe como profesores, implican salir de nuestra zona de confort, de hábitos docentes fraguados en la presencialidad y cuidar a nuestros alumnos, preparándonos desde ya para ofrecerles una enseñanza online de calidad durante unos próximos meses que habrían de comprender, al menos, el primer cuatrimestre. Para las asignaturas que no precisan de laboratorio o prácticas presenciales carece de sentido —por los riesgos innecesarios que implica— la semipresencialidad, exceptuando, si acaso, la evaluación final. Optar por la enseñanza online tendría, para el resto de la sociedad, un mínimo impacto en el sector económico y un máximo beneficio sanitario.

Pero adoptar esta medida debe llevar aparejados unos compromisos. En primer lugar, las universidades deben volcarse con los estudiantes sin recursos y garantizarles los dispositivos electrónicos y la conexión a internet necesarios. Cuando no dispongan de espacios adecuados para estudiar en sus casas, se les debería facilitar un puesto de estudio en las bibliotecas o salas de ordenadores de las facultades. En segundo lugar, una buena docencia online no se improvisa. Es el resultado de un trabajo previo considerable. Exige que el profesor se forme en la nueva modalidad y disponga de cierta tranquilidad para replantear sus asignaturas y seleccionar los mejores materiales docentes. Por todo esto, urge tomar una decisión como la que han adoptado ya la Universidad de Cambridge y otras universidades británicas con sus clases magistrales. Así, se podrían invertir los meses de junio y julio en ayudar a los estudiantes sin los suficientes medios y en formar a los profesores que lo precisen. De la misma manera, es necesario organizar con antelación la presencialidad básica en aquellas disciplinas experimentales que así lo exijan, de forma que sea segura para todos y de máximo aprovechamiento para los alumnos.

Insistamos en ello: a la universidad pública le corresponde un liderazgo intelectual, científico y social. No solo somos investigadores o instructores de unas determinadas materias o disciplinas. Como profesores universitarios, tenemos una responsabilidad personal hacia nuestros alumnos y hacia la sociedad y, en estos momentos, esa responsabilidad implica prepararnos de la mejor manera posible, y desde ahora, para ofrecer una enseñanza virtual de calidad. Planificar todo esto exige tiempo, sin olvidar que también los estudiantes precisan conocer con antelación cómo será la docencia en el próximo curso académico. Empecemos cuanto antes.

Carmen Segura Peraita (Facultad de Filosofía), Amparo Carrasco (Facultad de Comercio y Turismo), Riansares Muñoz Olivas (Facultad de Ciencias Químicas), Santiago López-Ríos (Facultad de Filología), Ana Fernández-Pampillón Cesteros (Facultad de Filología), María Teresa González Jaén (Facultad de Ciencias Biológicas), Diego Rodríguez Rodríguez (Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales) y Fidel González Rouco (Facultad de Ciencias Físicas) son profesores de la Universidad Complutense de Madrid.

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