Responsabilidades sociales

1. La indignación puede ser provocada por muy diversas causas. Personalmente, me la produce una opinión muy extendida y hasta muy popular: que los males que padecemos, que son muchos, proceden casi en su totalidad de la clase política. Ya este sustantivo, clase, referido a nuestros políticos tiende a discriminar a estos, como si se tratase de un sector de la sociedad al que debe darse de comer aparte.

Que nuestros políticos sean el reflejo fidedigno de nuestra sociedad es, quizás, la mayor objeción que puede hacérseles. Desearíamos que fuesen algo superiores. O que tuvieran mayor nivel para así guiarnos con más solvencia en las difíciles travesías de esta terrible e interminable crisis que afecta a tantos países, y al nuestro en particular. El reproche tan generalizado sobre la insolvencia de nuestros políticos tiene naturaleza de bumerán. Sabemos que no todos son corruptos, ni todos son escasos de luces, ni viven todos ellos de espaldas a los problemas de nuestra sociedad. Pero llevamos demasiados años de mala gobernanza a causa de erradas decisiones fundadas muchas veces en pronósticos irresponsables.

Olvidamos que esos políticos han sido elegidos por nosotros. Proceden de la sociedad a la que pertenecemos. La responsabilidad es, pues, de la sociedad; es nuestra. Si no cumplen sus obligaciones, tenemos la dichosa posibilidad, propia de las democracias, de sustituirlos por otros que, quizás, podemos suponer que sean mejores, o que se rodeen de profesionales más aptos. Ocho años de gobierno es, por lo que se ve, la cifra a la que la sociedad española parece haberse acomodado.

No vale, de ningún modo, la afirmación —tan extendida— de que todos los políticos son iguales, o que la clase política que padecemos es inservible. Con esas afirmaciones se está, en realidad, repudiando a nuestra propia sociedad. Es cierto que hay democracias mejores, con grandes partidos mucho más descentralizados. Sociedades como la que ya empezó a describir y a explicar, en pleno siglo XIX, el gran analista Alexis de Tocqueville en su libro La democracia en América. En Norteamérica los partidos dependen de elecciones individualizadas. La gente vota a personas concretas. Los representantes responden ante esas gentes que les han votado. Para que una ley sea efectiva debe el Ejecutivo convencer, a veces de manera individual, uno por uno en ocasiones, a aquellos representantes del pueblo del propio partido.

En nuestros sistemas europeos, y en España en concreto, rigen esa disciplina partidista y esa militancia sin fisuras que lleva consigo el deterioro del sistema. La nuestra es una democracia imperfecta. Pero es el justo reflejo de la sociedad a la que pertenecemos, herencia de siglos de caciquismo salvaje, hoy más o menos ilustrado.

2. Es legítimo y necesario achacar a los partidos su insensibilidad en temas tan importantes como la educación, la investigación, las humanidades. Pero esas deficiencias no hacen sino reflejar, como en un espejo, la carencia de motivaciones en esas materias que se descubren en la mayoría de los estamentos y clases de nuestra sociedad. Entre los principales valores de esta no se hallan ideales educativos, culturales o científicos.

Se vivió la bonanza económica y social como un golpe de fortuna que, de pronto, dio paso a la ruina, al cierre sistemático de empresas y negocios, a la penuria, al paro, a la estrechez. La historia bíblica de José el proveedor no parece haber regido en nuestra sociedad como prevención necesaria para los años de vacas flacas.

Se inicia ahora un período de elecciones en el que las responsabilidades sociales se pondrán a prueba. Dependerá de ellas encontrar a aquellos representantes que mejor puedan acometer las iniciativas que en esta difícil coyuntura económica y social sean precisas. Serán elecciones presionadas por las urgencias de una situación internacional, europea y española particularmente vulnerable.

Siempre he abogado por la renovación, sobre todo cuando el ideario de quienes regentan el poder presenta síntomas de claro agotamiento. Desearía un equipo de gobierno con clara voluntad de asumir esa crisis sistémica con los recortes que hagan falta. Pero que no sea esa la coartada para empezar el capítulo de restricciones en aquellos ámbitos en los que más necesitada se encuentra nuestra sociedad.

Los programas de los partidos deberían primar, de una vez, la educación en todos sus estratos, desde la primera a la segunda enseñanza; y de esta, a la formación profesional y a las carreras universitarias. Y la investigación, sobre todo en el terreno de la tecnología y de las ciencias, pero también en las humanidades.

Pero reconozcámoslo: no existe la suficiente presión para que nuestros políticos pongan estas materias en la cabeza de sus programas. No, no hay tal presión social. Las responsabilidades sociales no parecen tener vigencia en esos ámbitos que debieran estar, en varias legislaturas, en la unidad de cuidados intensivos.

En Alemania, si la evaluación en esos campos presenta síntomas de deterioro y decadencia, el Gobierno de la nación o el del estado federal se tambalean; deben atender a esas materias consideradas siempre prioritarias. Aquí, a lo máximo, las calificaciones raquíticas a las que los baremos europeos o internacionales nos tienen acostumbrados pueden suscitar, como máximo, un par de indignados artículos de opinión, quizás dos o tres editoriales de algunos periódicos.

Es muy fácil despotricar contra nuestros políticos. Es tanto como dar puñetazos contra un espejo. Desearíamos vernos reflejados en un conjunto dirigente que nos inspirase respeto, y a cuyas iniciativas atendiéramos con verdadero interés. No vale situarse en posición de minoría de edad y responder al disgusto que esos dirigentes nos producen con una revuelta que sea estéril.

3. Es comprensible que en zonas que padecen profunda depresión social prenda la llama que provoca un temible incendio (aunque casi siempre tiene por causa algún evento luctuoso). En tiempos de penuria hay que estar preparado para que un imprevisto sumerja a la sociedad en un caos de revueltas espontáneas.

Nunca será válida la consigna de situar el orden por encima de la libertad. Pero tampoco es posible olvidar, tras los terribles atentados de este comienzo de milenio tan inquietante, que la seguridad es un valor, y no únicamente una coartada —estilo Thomas Hobbes— de regímenes políticos ultraconservadores.

La crisis sistémica engulle a veces los mejores personajes de la política; las esperanzas que estos podían despertar son defraudadas, como está sucediendo en Norteamérica.

Queremos que estos últimos años de mala gobernanza en nuestro país den paso a opciones mejores. Se ha tocado fondo en la cuantía de errores provocados por la incompetencia y/o la frivolidad.

Sería deseable que la sociedad civil se evitase la comodidad de echar todas las culpas a los políticos como descargo de las propias responsabilidades. La sociedad debe hacer examen de conciencia; no solo sus representantes. Si bien demasiadas veces se prefiere achacar a otro los fracasos derivados de las propias faltas. Algunos de nuestros políticos practican con asiduidad este falso eximente. De este modo, sus propias decisiones erróneas terminan intensificando los desajustes sistémicos que un capitalismo desbocado está generando.

Eugenio Trías Sagnier, filósofo.

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