Responsabilidades tras el naufragio

Capilla ardiente por los migrantes muertos en un naufragio frente a las costas de Calabria (Italia).ANTONINO D'URSO / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO (ANTONINO D'URSO / ZUMA PRESS / C)
Capilla ardiente por los migrantes muertos en un naufragio frente a las costas de Calabria (Italia).ANTONINO D'URSO / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO (ANTONINO D'URSO / ZUMA PRESS / C)

Las muertes de personas migrantes en el Mediterráneo siguen conmocionando Europa. Una vez más, llegan imágenes de cuerpos tendidos en la playa y decenas de féretros alineados y sin nombre. La primera vez fue en octubre de 2013, cuando 366 personas murieron ahogadas poco antes de llegar a Lampedusa. La más reciente el pasado 26 de febrero, con 67 muertos e incontables desaparecidos ante las costas de Calabria. Junto con las imágenes, siempre llegan las declaraciones oficiales. Además de lamentarse por las muertes, la mayoría señalan responsabilidades.

Si bien la sensación es de déjà vu, la narrativa ha cambiado. Hoy a nadie se le ocurre hacer un mea culpa, como hizo Cecilia Malmström en 2015 denunciando que “esta no es la Europa que queremos”. También está fuera de cuestión que la respuesta pase por aumentar las operaciones de “búsqueda y rescate”, como hizo Italia en 2013. Si en algo hay consenso en el discurso oficial es que la culpa es de los traficantes y que la mejor manera de “salvar vidas” es evitando que salgan. Cuanto más inhumanos y salvajes se presentan los traficantes, más humana e inocente pasa a ser vista la frontera europea.

Desde 2015 también ha cambiado el papel de Italia. Mientras que en 2015 Roma culpaba a la Unión Europea por no haber apoyado sus operaciones de rescate, ahora es el Gobierno italiano de Giorgia Meloni el que es culpado por la Unión Europea por su política de criminalización de las ONG de rescate. Y la culpa no es menor: el pasado mes de febrero, el Gobierno italiano aprobó un decreto que dificulta las labores de rescate de las ONG, obligándolas a desembarcar tras el primer rescate y en puertos alejados. La portavoz de la Comisión Europea en asuntos de Interior, Migración y Seguridad recordaba a Italia que el decreto “debe respetar las leyes internacionales y del mar”.

Atribuir la culpa a Italia es hoy una estrategia recurrente. Olvida, sin embargo, que fue Reino Unido quien en 2014 se opuso a una operación europea de rescate, alegando que tendría un efecto llamada y alentaría a los migrantes a jugarse la vida; que desde 2018 asistimos a una progresiva reducción de los equipos de salvamento marítimo tanto en Italia como en España, acompañada de mayores dotaciones a las guardias costeras del sur; y que Francia, que se presenta como la antítesis de las políticas de Meloni, también ha ignorado peticiones de socorro en el canal de la Mancha, la más sonada en noviembre de 2021 cuando 27 personas acabaron perdiendo la vida.

Pero la responsabilidad europea va más allá de la retirada de las operaciones de rescate. Europa ya no quiere refugiados y, para ello, si en algo se ha puesto de acuerdo, es en aumentar el control fronterizo. En los últimos ocho años, los Estados miembros han construido más de 1.700 kilómetros de vallas. También han ido militarizando su frontera exterior. Basta recordar el estado de emergencia en la frontera polaca con Bielorrusia o la actuación del ejército griego en el río Evros y la práctica ilegal pero ya normalizada de las devoluciones en caliente en el Egeo. Todo ello ignorando que la efectividad de las fronteras es menor cuanto mayor es la necesidad de migrar (pensemos en afganos, sirios, iraníes).

En este contexto, no es de extrañar que la UE y los Estados miembros hayan recurrido al apoyo de los países vecinos. Sin embargo, esta política de externalización del control migratorio adolece de dos grandes problemas. Primero, de nada sirve el control desde fuera (por más férreo que sea) si la situación en estos países es insostenible. Recordemos que esta última embarcación provenía de Turquía, donde para muchos refugiados la pura supervivencia es ya un desafío. Segundo, los gobiernos de los países vecinos no necesariamente cumplen su función de guardianes de la frontera y, si lo hacen, siempre es a cambio de algo.

A raíz del último naufragio de Calabria, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, ha hecho una llamada a “redoblar esfuerzos”. Es otro déjà vu. Parece como si las palabras y la realidad hubieran quedado definitivamente disociadas. Por un lado, las palabras lamentan las muertes, señalan culpables y apelan a la necesidad de nuevas políticas. Por otro lado, la realidad se impone cuando las situaciones extremas en países como Siria o Afganistán y regiones como el Sahel llegan a nuestras puertas; y cuando, ante ello, Europa no consigue salir de su parálisis, prefiriendo seguir con políticas que no funcionan y depender de terceros países antes que ponerse de acuerdo y abordar la cuestión.

Porque si algo ha quedado claro en todos estos años es que la solución pasa por los países de origen y tránsito y, cuando no hay más alternativa que la huida, por abrir vías legales y seguras para que la protección internacional sea realmente un derecho. De lo contrario, seguiremos con más llegadas irregulares, más muertos y reforzando la deriva iliberal de las políticas europeas de migración y asilo.

Blanca Garcés Mascareñas es investigadora sénior del CIDOB.

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