Respuesta a Blanca Llum Vidal: oscurecerlo todo

Me ha hecho mucha gracia el artículo que una señora que se llama Blanca Llum Vidal ha tenido a bien dedicarme en estas páginas. Arranca de una entrevista mía publicada en eldiario.es el pasado 29 de abril, en la que yo hablaba de las personas trans y la autoidentificación de género.

Empecemos por el preámbulo. La señora Blanca Llum considera conveniente poner el foco sobre mi biografía, suministrando detalles como mi condición de madre o los títulos de mis libros. ¿Qué tiene que ver eso con el tema en discusión?, nos podríamos preguntar. Les ofreceré después mi hipótesis; por ahora, quiero entrar en el artículo propiamente dicho.

Confieso que no es fácil. Porque, ¿qué estamos discutiendo? Una cosa muy concreta: el anteproyecto de “ley trans” española que está en trámite, cuyo artículo fundamental dice:”Toda persona de nacionalidad española mayor de dieciséis años podrá solicitar ante el Registro Civil la rectificación de la mención registral del sexo. (...) . El ejercicio del derecho a la rectificación registral de la mención relativa al sexo en ningún caso podrá estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico relativo a la disconformidad con el sexo mencionado en la inscripción de nacimiento, ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimientos médicos, quirúrgicos o de otra índole” (artículo 37). Es la traducción jurídica del mismo principio que la señora Vidal enuncia con un lenguaje más de estar por casa: “La libertad individual de considerarse cada uno lo que le dé la santísima gana”.

Las consecuencias de semejante disposición son, obviamente, gigantescas. Todas las sociedades han reconocido al sexo (la división de la especie humana en dos grupos, machos y hembras) una inmensa relevancia en ámbitos fundamentales: social, jurídico, político… además, claro, del biológico. Para empezar, considerar el sexo como elegible tiene efectos prácticos tan problemáticos como, por ejemplo, que declarándose mujeres (recordemos: sin requisito alguno), los varones deportistas puedan competir en equipos femeninos, los políticos ocupar los lugares que corresponden a mujeres para garantizar la paridad, los presos ir a cárceles de mujeres y cualquier hombre (con el DNI cambiado o no, porque nadie pide el DNI a la puerta) hacer uso de lavabos o vestuarios femeninos. Todo eso ya ocurre en países que han aprobado leyes similares.

A otro nivel, la llamada “ley trans” convierte en papel mojado las estadísticas que hasta ahora nos han permitido conocer la situación de hombres y mujeres. Y eso, a su vez, hace imposibles las políticas de igualdad. ¿Cómo saber si las mujeres ganan más o menos que los hombres, si “mujer” y “hombre” se convierten en conceptos vacíos, sin significado? ¿Cómo luchar contra la violencia machista, si no sabemos a quién hay que proteger? ¿Cómo corregir la penalización laboral que sufren las mujeres por el hecho de tener hijos, si “mujer” ya no significa “la que es (o es vista como) potencialmente madre”?

Por nuestras experiencias corporales, por el significado que la sociedad les atribuye, por nuestra historia compartida… las mujeres formamos un sujeto político. El denominador común que nos une es un cuerpo (sexo) que el patriarcado usa como criterio para destinarnos, lo queramos o no, a un determinado lugar en la sociedad (género): ganar menos que los hombres, ser sexualizadas, ser víctimas potenciales de violencia, asumir gratuitamente las tareas domésticas y responsabilidades familiares… Ese sujeto político, la “ley trans” lo hace trizas, lo vacía, lo hace imposible (pongo “ley trans” entre comillas porque no es una ley para los trans, sea eso lo que sea, sino para toda la población). De paso, niega una evidencia científica como es el sexo biológico, y ya puestos, niega la realidad objetiva, sustituida por percepciones subjetivas con fuerza de ley (el problema no es que cada uno se considere lo que le dé la gana, sino que nos obliguen al resto a fingir que nos lo creemos y actuar en consecuencia).

Y de todo esto, ¿qué dice la señora Vidal?

Nada. Como mucha gente que comparte su posición, no entra en ello. Y hace bien, porque es complicado defender —por dar un ejemplo, el del deporte— que un nadador que ocupa el puesto 462 en el ranking gane la medalla de oro declarándose nadadora, o que en el rugby femenino participen “mujeres”, biológicamente hombres, que, además de ganar más fácilmente, pueden causar lesiones —sin intención— a las jugadoras. También le costaría, ya lo entiendo, convencernos de que es estupendo eso que está pasando: que para hacer más convincente el “cambio de sexo” (un imposible), chicas y chicos sanos se amputen miembros, se hormonen y se conviertan en adultos estériles, con una sexualidad limitada y dependientes de medicación de por vida.

Para no debatir eso, para no rebajarse a hablar de cosas tan prosaicas como los efectos de los bloqueadores de pubertad o de las estadísticas que demuestran que hay muchas más agresiones en vestuarios mixtos que en los que son solo de mujeres (biológicas), es mejor echar balones fuera. Es lo que hace la señora Vidal y lo hace por dos vías, muy usadas por los de su cuerda.

Primera: apelar a las emociones y a los juicios (sumarísimos) morales. En la entrevista, yo declaraba: “Acogí la existencia de personas trans con simpatía”. Con una lógica aplastante, ella califica la frase de “innoble” (sic). Y para explicar mi vileza, me atribuye una…

Veamos: ¿qué palabra echábamos de menos? ¿Cuál nos extrañaba muchísimo que aún no hubiera salido?

¡Exacto: “fobia”! ¡Bingo!

No tengo ideas, no tengo argumentos, no pienso: sufro de “fobias”. Ahora entiendo esta manía de sumergirse en mi vida: en las turbias aguas de mi inconsciente, busca, dice “un deseo mal digerido o un trauma”. ¡Ay, qué nervios! ¡Qué impaciencia de que la Blanca Llum (Luz) de la Verdad me ilumine!

Segunda vía: oscurecerlo todo, empleando un enrevesado lenguaje filosófico que deje KO a los oponentes. Para eso va muy bien Judith Butler, autora con bien ganada fama de ilegible. Pero, como está muy vista, la señora Vidal ha buscado otro referente, Heidegger. Me acusa de “esencialización de raíz heideggeriana”, de “ontología, volteretas semánticas, desvelamientos” —Dios nos coja confesados—, “auxiliar determinante, autenticidades grecolatinas” —¿quién da más?—, de “teología de la palabra poética” —mira, eso es bonito… ay, no, que “…acabaría abasteciendo de herramientas filosóficas al nazismo”— y como guinda, de “magia autoritaria”.

Debe suponer que en ese terreno no le puedo contestar. Y tiene toda la razón: soy licenciada en Derecho, de filosofía no entiendo nada. Pero me hace muchísima gracia que una persona que cree, como ella, que un señor cualquiera, solo con pronunciar (con fe, eso sí) la fórmula mágica “soy mujer” se convierte ipso facto en mujer, me acuse, a mí, de “magia”.

Laura Freixas es escritora. Su último libro es ¿Qué hacemos con Lolita? Argumentos y batallas en torno a las mujeres y la cultura (Huso).  La versión original de este artículo se publicó en Quadern, el suplemento cultural en catalán de EL PAÍS. La traducción es de la propia Freixas.

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