Restituir la memoria de Pardo Bazán en Meirás

Medio siglo después de su muerte, a principios de los años setenta del siglo XX, la escritora catalana Maria Aurèlia Capmany escribió en sus Cartes Impertinents sobre lo mucho que le sorprendía la lectura de Emilia Pardo Bazán (1851-1921) a una joven iconoclasta como ella. El paso de los años y del franquismo la había convertido en una figura acartonada, conservadora, relegada al papel de novelista regional, domesticada. Ahora, al conocer su obra, a Capmany, le impresionó el buen sentido, la inteligencia, la creatividad y la vasta cultura. Se temía, sin embargo, que su influencia hubiese sido nula: “Nadie se acuerda de sus ideas, de sus denuncias, de sus esperanzas, que fueron, de hecho, todo un programa”. Un programa intelectual, literario y también político, en el sentido amplio de la palabra, que era sorprendentemente moderno. O al menos resonaba así al final de la larga noche de la dictadura.

Los historiadores que trabajamos sobre el siglo XIX y primeras décadas del XX, sabemos lo que significa tener sobre las espaldas y los ojos un futuro inevitable y casi ciego. Todo lo pensado o lo dicho parecía que debía ir destinado a comprender y explicar la guerra civil y el franquismo. Ha costado mucho sacudirse esa visión lineal y teleológica de la historia de España que no puede mantenerse, ni siquiera a contrario, utilizando de manera roma la llamada memoria democrática. ¿Qué hacer con las Torres de Meirás, ahora que, por fin, han vuelto al patrimonio público gallego y español?

Restituir la memoria de Pardo Bazán en MeirásRestituir la memoria de Emilia Pardo Bazán, una de las grandes escritoras europeas de su generación, parece que puede ser la mejor manera, no de olvidar, sino de echar al olvido (como escribió en su momento Santos Juliá) aquellos años violentos, que no agotan nuestra historia contemporánea, que no pueden constituirse en su referente primordial. Una manera de abrir paso al futuro recuperando un pasado abierto, lleno de posibilidades mejores o peores, como ahora lo es nuestro presente. Una excelente manera, también, de conmemorar el centenario de su muerte en 1921.

La historiadora norteamericana Susan Kirkpatrick se preguntaba hace unos años, con cierto asombro: ¿Cómo fue posible Pardo Bazán en la España de la época? Una pregunta pertinente, pero que corre el riesgo de perpetuar una lectura del siglo XIX español como incapaz de superar las brumas del atraso y de la incultura; una sociedad tradicional, atenazada por una religiosidad intransigente, cerradamente patriarcal, plagada de convulsiones innecesarias e inútiles. Pues bien, la autora de La Quimera fue posible, precisamente, porque la España del siglo XIX no fue sólo eso y, sobre todo, no fundamentalmente.

Pardo Bazán puso la primera piedra de las Torres de Meirás, su quimera particular, un 23 de julio de 1894. Lo hizo en el terreno de la antigua granja que había diseñado su padre, un hidalgo liberal y progresista, ilusionado con planes más o menos acertados de modernización de la agricultura gallega y, también, con una educación para su única hija acorde con la idea reguladora que ella siguió siempre: “Si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos”.

Aquella hija fue una católica declarada y una feminista radical que no vio incompatibilidad entre ambas posibilidades, sino todo lo contrario. Algo que, por cierto, les ocurrió también a otras mujeres de su tiempo. Carlista en su juventud, mantuvo una visión crítica con el liberalismo de su época y, al tiempo, estuvo siempre fascinada por la ciencia y por el progreso. Fue capaz de “ver doble” y esa mirada transversal y militantemente ecléctica la acompañó siempre. Con esa mirada, formó parte sustancial de la renovación de la literatura española del siglo XIX (como Pérez Galdós o Clarín) y escribió obras hoy canónicas como Los pazos de Ulloa (1886) y La madre naturaleza (1887). Fue una cuentista excepcional, original y arriesgada formal y temáticamente, como pocos autores en la Europa de su época. Una parte importante de lo que escribió se tradujo en vida a diversas lenguas, incluidas algunas tan exóticas como el estonio o el japonés. Fue además pionera en el periodismo cultural; crítica e historiadora de la literatura; empresaria con una revista y una editorial (Nuevo Teatro Crítico y La Biblioteca de la Mujer), que fundó con el dinero de la herencia de su padre al mismo tiempo que empezaba a construir Meirás. Alentó la difusión en España de la literatura rusa (Dostoievski, Tolstoi o Turguénev) y de los debates franceses y británicos sobre la llamada “cuestión femenina”, con la traducción y comentario de las obras de John Stuart Mill y August Bebel. Fueron célebres su ensayo sobre La mujer española publicado inicialmente en inglés y una sonora intervención en el Congreso Internacional Pedagógico de 1892 con una conferencia sobre “La educación del hombre y de la mujer”.

De hecho, uno de los aspectos más originales de su trayectoria fue, precisamente, la inserción del feminismo en el debate cultural y político de su época, utilizando abiertamente el término y contribuyendo a su respetabilidad, con una repercusión pública muy intensa y eficaz. En este terreno —que amplió sustancialmente lo decible y lo escuchable en la España de la Restauración, incluidos los círculos conservadores— merecen destacarse novelas tan interesantes y polémicas en su momento como Insolación y Morriña (1889) o Memorias de un solterón (1896). Volcó también su concepción del amor entre los hombres y las mujeres, un amor entre diferentes pero iguales, en un epistolario sin igual en la literatura española con su amante de unos años, Benito Pérez Galdós. Hasta ahora sólo teníamos las cartas de ella, hoy parece que por fin se han recuperado las de él.

Moderna y antimoderna —como Balzac, Baudelaire, Flaubert o los hermanos Goncourt—, en su trayectoria vital y en su obra se cruzan, de forma conflictiva y al tiempo extraordinariamente creativa, formas de ser y de estar, tradiciones intelectuales, literarias y políticas muy diversas. Algo que señala, como sólo lograron unos pocos escritores de su tiempo, hacia las ambivalencias profundas de los retos que planteaba entonces eso tan elusivo, y al tiempo tan hondamente experimentado, que llamamos “modernidad”.

A esa modernidad y a ese eclecticismo responde el mismo estilo arquitectónico de Meirás que ella misma diseñó, siguiendo modelos historicistas entonces en boga. La narración en piedra del cruce entre las aspiraciones de una vida y de una obra. Una fantasía literaria y también de proyección social, de creación, de estabilidad y reposo en un mundo que cambiaba aceleradamente. Algo parecido a lo que buscaron otros escritores célebres del siglo XIX: desde Walter Scott en Abbostford hasta George Sand en Nohant, pasando por Alexandre Dumas en el Château de Monte-Cristo de Le Port-Marly.

Un complejo juego de símbolos y metáforas que la familia de Francisco Franco nunca debió ser capaz de entender. Entre los muros violentados de Meirás queda todavía una parte sustancial de una de las mejores y más diversas bibliotecas de su época. Su inventario, y su declaración de bien de interés cultural protegido, han sido impulsados por la Real Academia Galega. En su conjunto constituye un monumento a la inteligencia y a la diversidad, a la curiosidad y a la tolerancia, a la libertad de creación y de pensamiento. Un elogio del goce y la importancia de todo ello en un país que tanto lo necesitaba entonces y tanto lo necesita ahora. Ojalá el destino de Meirás como lugar de la memoria gallego, español y europeo se atenga al mejor espíritu con el que fueron construidas aquellas Torres.

Isabel Burdiel es historiadora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *