Restos de un naufragio mediático

En estos días se cumple un año del naufragio que acabó el 2 de septiembre pasado con la vida de doce refugiados sirios en las playas turcas de Bodrum. El suceso, habitual desde la intensificación de la guerra siria, hubiera pasado desapercibido si no fuera por la imagen del pequeño Aylan Kurdi, muerto en la orilla, captada por la fotógrafa Nilufer Demir. Inmediatamente, la foto (junto con su versión en vídeo) fue difundida, y destacada en portada, por los principales medios de comunicación y replicada en innumerables versiones críticas (dibujos, fotomontajes, viñetas…) hasta quedar elevada a la categoría de icono mediático. Lo sorprendente, y revelador del funcionamiento actual de la información, es el consenso alcanzado en torno a su interpretación como alegoría del sino de los refugiados de guerra. Sin embargo, la escena no condujo a lo alegorizado, sino que derivó en un relato tremebundo y cariacontecido de las peripecias de una familia, enfatizando sus aspectos más emotivos.

Por descontado que no se trata de denostar un sentimiento tan humano como necesario, sino de desvelar los mecanismos retóricos que lo impulsaron ocluyendo lecturas más proactivas. De hecho, la guerra de Siria y sus devastadores efectos sobre la población civil, verdaderos motores del caso Aylan, han aparecido en los medios con cuentagotas y fuera de la crónica precisa de los corresponsales. De manera que un acontecimiento complejo, que requeriría contextualizar y actualizar su desarrollo, ha terminado por transformarse en una suma de pequeños sucesos cuya visibilidad ocasional en los medios depende de su atractivo visual.

Paradójicamente, en un mundo globalizado y sacudido por conflictos transnacionales, el interés por la información internacional parece haber decaído. La crisis económica que afecta a los medios de comunicación desde la emergencia de Internet ha hecho cada vez más inviable la cobertura permanente de los grandes conflictos. Pero hay una razón más poderosa con idéntico origen: el modo en que se ha redefinido el concepto de actualidad. Lo noticiable es hoy un conglomerado de asuntos tan dispares que, entronizando el fait divers, permite congeniar sin aparente jerarquía lo trivial con lo relevante, el poder de atracción de imágenes insólitas y estrambóticas con los grandes acontecimientos.

Desde esta perspectiva, las imágenes de Aylan cumplían todos los requisitos, pues ocupaban un vacío informativo ofreciendo una pequeña dosis de horror en lugar de la guerra en toda su crudeza. Es más, la noticia fue editorializada para entonar un coro de lamentaciones (“Europa dividida”, titulaba a toda página The Times junto a la foto del niño) dirigido a la vergonzante actitud europea ante el éxodo desesperado de millones de personas. En aquellos días resonaron una y otra vez expresiones como “crisis humanitaria” o “drama de los refugiados” revelando su opacidad semántica, su incapacidad para designar lo sucedido. Los principales líderes europeos se sumaron a la ola de mala conciencia, prestos a asegurar que este caso sería un punto de inflexión en la política migratoria comunitaria.

Las fotos del pequeño se convirtieron también en una buena prueba de los mecanismos de autocensura y los límites de lo visible vigentes. En muchas mesas de redacción se planteó un falso dilema en torno a su publicación, más por temor a herir la sensibilidad de los lectores que por vulnerar la intimidad de un ser con la exposición pública de su muerte. Pero, soslayando esta controversia, la imagen apelaba a una reacción emocional de la audiencia con dos poderosos ingredientes: el aspecto y la vestimenta de Aylan recordaban demasiado a los de un niño occidental y en la foto más reproducida el cuerpo, tendido en decúbito prono, parecía dormido en vez de sin vida.David Cameron llegó a afirmar: “Como padre me he sentido profundamente conmovido”. La coartada de la fotógrafa para justificar su registro abundaba en esta dirección: “La única cosa que podía hacer era hacer oír su protesta”, atribuyendo una intención propia en su muerte. Por tanto, fue la imagen y no el hecho en sí lo que encumbró el caso; de lo contrario se habrían incorporado al relato las muertes de su hermano, Galip, y de su madre, de los que también había fotos sobrecogedoras.

En su último libro, Susan Sontag, y más recientemente Judith Butler, llamaban la atención sobre el peligro de imágenes que, como esta, tienden a “estetizar el sufrimiento con objeto de satisfacer una demanda consumista”. De hecho, rápidamente desencadenaron otras encaminadas a moldear una suerte de iconografía trágica de Aylan: imágenes del álbum familiar (para las que no existió ningún reparo en publicarlas); del padre, único superviviente, reconociendo su cadáver en la morgue (con una nube de cámaras ávidas por registrar su dolor); de su tía residente en Canadá que había intentado traerlos con ella; del entierro... A esta exhibición no fue ajeno el padre, que ofreció entrevistas, aprobó la publicación de las fotos y mostró otras de su hijo en su teléfono móvil. Frente a esta proliferación de situaciones conmovedoras, la noticia fue desustanciada de ingredientes verdaderamente informativos, lo que revela una desconexión con las fuentes (recuérdese que las fotos no fueron obtenidas por un corresponsal o un reportero de guerra).

En una última vuelta de tuerca, las imágenes de Aylan se convirtieron en virales, promoviendo todo tipo de homenajes y reacciones elegíacas que universalizaban la culpa con el hashtag “La humanidad ha naufragado”. Con ello se completaba un relato en el que la aflicción colectiva transmutaba al niño en mártir y su disposición corporal en la arena, reproducida en numerosos dibujos, cristalizaba como un nuevo pathos del dolor humano.

Mas, siguiendo la estela de Sontag-Butler, la pregunta se torna inevitable: ¿qué función cumplen las imágenes que recogen el sufrimiento de los demás? Tanto la saturación de este tipo de imágenes como la empatía con la que tienden a ser conducidas por los medios y las redes sociales predisponen a una conmoción efervescente que enturbia lo esencial: una interpretación política de los hechos de los que parten y una respuesta ética activa. Si con la Guerra del Golfo (1990-1991) Baudrillard nos apercibía de su inconsistencia real ante la sofisticación tecnológica que la había convertido en un videojuego, en los conflictos actuales el acceso a una información veraz parece haber sido sustituido por una estólida resignación sobre sus causas y una indignación pasajera ante sus irremediables efectos.

Un año después de esta imagen, la guerra siria continúa su curso sin visos de concluir, la Unión Europea ha firmado con Turquía uno de los acuerdos más bochornosos de su historia para evitar que los refugiados lleguen a nuestras fronteras y los partidos xenófobos crecen con su discurso del odio.

Rafael R. Tranche es profesor Titular de la Universidad Complutense de Madrid.

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