La Constitución dibujó un Poder Judicial integrado por jueces y magistrados independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley. Piedra angular del sistema es el Consejo General del Poder Judicial, al que se atribuyó el gobierno de la Justicia. Para garantizar a su vez la independencia de dicho órgano, la Constitución previó que, de sus veinte miembros, doce serían nombrados por el Rey «entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales», siendo los otros ocho designados a partes iguales, a propuesta del Congreso y el Senado, «entre abogados y juristas de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión».
Quienes tuvimos el honor de participar en el proceso constituyente salimos con la firme convicción de que los doce jueces y magistrados deberían ser elegidos por ellos mismos y que el Congreso y el Senado sólo intervendrían en el nombramiento de los ocho abogados y juristas de reconocida competencia.
Gregorio Peces-Barba dejó clara constancia de ello al defender en el pleno del Congreso una enmienda socialista en la que se especificara que los miembros del Consejo elegidos «por» los jueces y magistrados deberían pertenecer a todas las categorías judiciales. De esta forma «va a abrirse el Colegio Electoral a todos los miembros, jueces y magistrados» y «también serán elegibles todos los jueces y magistrados». La enmienda fue aprobada por unanimidad.
El 10 de enero de 1980 se promulgó la ley orgánica del Poder Judicial. Todavía estaba en la mente de todos el consenso constitucional, por lo que el primer Consejo General se constituyó tras la elección directa de los doce jueces y magistrados, mediante voto personal, igual, directo y secreto de todos ellos.
Todo cambió en 1985. El Gobierno de Felipe González se dio cuenta de la importancia de controlar el nombramiento de los puestos clave de la judicatura, entre otros los de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Para ello no dudó en pervertir el espíritu de la Constitución: es así que no dice que la designación deba hacerse «por» sino «entre» jueces y magistrados, sino «entre» ellos, luego nada impide atribuir a las Cortes el nombramiento de todos ellos y hacer así efectivo el principio constitucional de que «la Justicia emana del pueblo». Alfonso Guerra fue el encargado de anunciar urbietorbi la muerte de Montesquieu.
El Partido Popular recurrió al Constitucional. Pero el Tribunal lo tumbó con otro argumento falaz: la enmienda Peces-Barba sólo pretendía que los designados pertenecieran a todas las categorías de la carrera judicial. No obstante, los magistrados quisieron lavar su mala conciencia al formular en la sentencia de 29 de julio de 1986 algunas precisiones. La Constitución quiso que el Consejo reflejara el pluralismo existente en el seno del Poder Judicial: «Que esta finalidad se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios jueces y magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros del CGPJ es cosa que ofrece poca duda… Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en este, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial».
El Tribunal pecó de ingenuo, pues se impuso la lógica del Estado de partidos. Desde la entrada en vigor de la reforma de 1985, el Consejo se ha renovado mediante el sistema de cuotas, causante de la extrema politización de la Justicia. Todos los Consejos habidos desde entonces han sido designados mediante un procedimiento contrario, cuando menos, al espíritu de la Constitución. El máximo ejemplo de esta perversión constitucional se produjo cuando en la pasada legislatura el presidente Zapatero anunció el nombre del futuro presidente del Tribunal Supremo, antes de que se constituyera el nuevo Consejo.
En el programa electoral del PP de las últimas elecciones se contiene un pronunciamiento inequívoco: «Promoveremos la reforma del sistema de elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, para que, conforme a la Constitución, doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías».
Sin embargo, la reforma impulsada por el ministro Gallardón camina en la dirección contraria. Si en política económica el estado de necesidad puede justificar el incumplimiento de las promesas electorales, pastelear con el PSOE para quebrantar el programa político en materia de Justicia es una gravísima deslealtad con el electorado. Sería muy triste que la mayoría absoluta del PP, pudiendo resucitar a Montesquieu, acabe por sellar aún más su tumba.
Jaime Ignacio del Burgo, Doctor en Derecho