¿Resurgirá Líbano de los escombros?

¿Resurgirá Líbano de los escombros?

Haram Lubnan, pobre Líbano. Como si dar albergue a más de un millón de refugiados de la guerra en la vecina Siria, una economía en caída libre y la COVID‑19 no fueran suficiente, ahora la catastrófica destrucción del puerto de Beirut dejó más de 150 muertos, más de 6000 heridos y unas 300 000 personas (el 5% de la población) sin hogar. ¿Qué pondrá fin a este historial de sufrimiento, para un país cuya capital se vio otrora como la París de Medio Oriente?

Lamentablemente, ya no queda nada de esa imagen, destruida por la guerra civil de 1975‑90, la corrupción y la agitación regional. Tras el estallido del puerto, un torpe gobierno dictó el estado de emergencia, y le respondieron manifestaciones al son de la consigna que hace casi una década encendió la Primavera Árabe: al-sha’b yurid isqat al-nizam: «el pueblo quiere que caiga el régimen».

El gobierno renunció, pero la furia popular no se calmará: el 18 de agosto, el Tribunal Especial para el Líbano en La Haya emitirá su veredicto en relación con el asesinato en 2005 del primer ministro Rafic Hariri, tras juzgar en ausencia a cuatro miembros de Hezbollah (milicia shiita y partido político con respaldo de Irán y Siria) por el atentado con bomba contra la caravana en la que viajaba. El veredicto debía darse el 7 de agosto, pero se pospuso «por respeto a las incontables víctimas de la devastadora explosión» sucedida en Beirut tres días antes.

Cualquiera sea el fallo del Tribunal Especial, aumentarán las tensiones políticas. Hezbollah, al que Estados Unidos y la Unión Europea clasifican como organización terrorista, tiene amplio apoyo entre los shiitas. Su milicia es más fuerte que el ejército libanés, y cuenta con un poderoso bloque en el parlamento.

Así como la presencia de guerrillas palestinas, con su «Estado dentro del Estado», fue un factor de la guerra civil, mientras exista el «Estado por sobre el Estado» de Hezbollah habrá pedidos (dentro y fuera del Líbano) de que se ponga fin a un sistema en el que la distribución del poder político y económico no depende del mérito sino de la pertenencia a una secta religiosa.

Pero ¿es eso lo que realmente quiere «el pueblo», con sus pancartas que piden thawra (revolución)? Líbano, un país creado hace un siglo de la nada en Medio Oriente por el acuerdo Sykes‑Picot entre Gran Bretaña y Francia, es un mosaico formado por cristianos, musulmanes, drusos y otras minorías (hay unas 18 sectas con reconocimiento oficial). En 1943, al concluir el mandato asignado por la Liga de las Naciones a Francia, la dirigencia política del Líbano independiente formuló un «Pacto Nacional» no escrito, que reservaba la presidencia a un cristiano maronita, el cargo de primer ministro a un musulmán sunita y la presidencia del parlamento a un musulmán shiita.

Como expresó Riad al‑Solh, primer gobernante del país, el objetivo era «libanizar a los musulmanes libaneses y arabizar a los cristianos del Líbano».Se esperaba que los cristianos se distanciaran de Occidente, y que los musulmanes abandonaran la idea del Líbano como parte de una nación árabe más grande.

La premisa original del pacto era que había más o menos la misma cantidad de cristianos y musulmanes. Pero el último censo en el Líbano data de 1932, y es evidente que en las décadas transcurridas desde entonces, los cristianos se han vuelto minoría: su menor tasa de natalidad y su mayor propensión a emigrar (miles huyeron durante la guerra civil) han llevado a que hoy sólo sean la tercera parte de la población del país.

Pero ¿por qué ajustar el sistema a la realidad demográfica, si el resultado será otro estallido de violencia sectaria? El acuerdo de Taif, que puso fin a quince años de guerra civil, sólo hizo retoques marginales: dio paridad a los musulmanes con los cristianos en el parlamento y más poder al primer ministro.

En Líbano siempre hubo protestas para exigir que se ponga fin al reparto confesional del poder y a la interferencia de una multitud de potencias extranjeras, de Estados Unidos e Israel a Siria e Irán. Sólo tuvieron éxito en una cosa: la indignación local e internacional ante el asesinato de Hariri forzó la retirada de las tropas sirias en 2005, tras 29 años de «proteger» al Líbano.

La paradoja es que el sistema que los manifestantes denuncian les ha dado un grado de libertad personal y de expresión muy infrecuente en el mundo árabe. Además, en un contexto de asignación clientelista del trabajo, el final de ese sistema puede traer perjuicios personales. En un experimento de un centro de estudios libanés, el 70% de los encuestados aceptó firmar una petición de que se ponga fin al sistema, pero la cifra se redujo a 50% cuando se les dijo que sus nombres saldrían publicados.

Líbano siempre ha sido una construcción frágil. Cuando en los años setenta viví en Beirut, era realmente la cosmopolita «París de Medio Oriente»; pero la guerra civil, alentada por potencias extranjeras, la fragmentó en vecindarios fuertemente armados, en los que vivir o morir podía depender de la religión que uno tuviera en el documento de identidad.

Aunque la cultura y la energía emprendedora de los libaneses permiten pensar que el fin del sistema confesional pueda convertir la fragilidad en fuerza, yo tengo mis dudas.

En otros países árabes, las minorías religiosas han dependido de la protección de dictadores, y como ocurrió en Irak y Siria, sufren cuando la unidad nacional queda en riesgo. ¿Aceptarán de buen grado los maronitas (que afirman una identidad fenicia antes que árabe) un gobierno de la mayoría musulmana? ¿Aceptarán los shiitas el dominio de los sunitas, a los que ahora refuerza la presencia de refugiados sirios de su misma confesión?

El problema real es cómo imponer la rendición de cuentas. Es una vergüenza que los caudillos militares de los setenta y ochenta no se hayan convertido en estadistas sino en mafiosos a cargo de negocios extorsivos (los cortes de energía, por ejemplo, son dinero fácil para quienes proveen generadores diésel). Es una vergüenza que banqueros egoístas y la renuencia oficial a garantizar una urgente reforma económica y financiera hayan paralizado las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional.

Los libaneses se merecen algo mejor. Pero después del desastre en Beirut, la pregunta de cómo lograrlo se ha vuelto todavía más difícil de responder.

John Andrews, a former editor and foreign correspondent for The Economist, is the author of The World in Conflict: Understanding the World’s Troublespots. Traducción: Esteban Flamini.

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