El domingo pasado, Domingo de Pascua, dije textualmente en mi homilía de la catedral de Valencia: «La resurrección de Jesucristo es la revelación suprema, la manifestación decisiva, la respuesta a la pregunta sobre quién reina realmente, si el mal o el bien, el odio o el amor, la venganza o el perdón, la violencia o la paz, la libertad o la esclavitud, la vida o la muerte, Dios o la nada, Dios o el mal, Dios o las leyes de la naturaleza o el azar, o las fuerzas desatadas de la naturaleza o de la historia. El verdadero mensaje de la Pascua es: Dios existe y el que comienza a intuir qué significa esto, sabe qué significa ser salvado, sabe qué significa ser hombre en toda su densidad y verdad, en toda su hondura y belleza, y en el gozo de ser esa criatura maravillosa que Dios ha querido, y como Él la ha querido y la quiere: el hombre llamado a la vida, vida eterna, vida plena y dichosa, vida llena de amor, reconciliada, vida divina en él, vida en Dios. La resurrección de Jesucristo entre los muertos en cuerpo y alma es la señal última y plena de la verdad de Jesucristo, verdad de Dios y verdad del hombre, inseparable de Él».
Si Jesucristo no hubiese resucitado realmente, no habría tampoco esperanza grande y sin límites, verdadera y firme para el hombre: en el fondo querría decir, nada más y nada menos, que el amor es algo inútil y vano, una promesa vacía e irrelevante; que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los corruptos, o los que no tienen conciencia. Si Cristo no hubiese resucitado significaría que todo habría acabado con la pasión y el sufrimiento, o la muerte con el odio y la mentira, con la violencia cruel e injusta sufrida, con el vacío de la muerte y la soledad del sepulcro donde todo se corrompe. Pero de ahíno nacería la alegría de la salvación ni de la vida querida por Dios, sino la tristeza irremediable de que no puede triunfar el Amor y la Vida, Dios mismo, sobre el odio y la muerte.
La resurrección nos abre a la esperanza, nos alienta en ella, nos abre al futuro y señala caminos que nos conduzcan a él: los de la caridad que conlleva tantas formas y manifestaciones como Dios posibilita en la realidad compleja del hombre. El hombre no puede vivir resignado o satisfecho simplemente a lo que hay, a no ser que pague el precio de tanta muerte y miseria como nos envuelve y amenaza, es decir el riesgo de mutilarse en su humanidad más propia. Perdida la esperanza de la resurrección de la carne, de la que es primicia la resurrección de Jesucristo, el cristianismo, de suyo, perdería su fuerza salvadora y liberadora, se reduciría a una mera ética sin fuerza ni capacidad para aportar las grandes y verdaderas razones para vivir o para ofrecer algo consistente y con vigor para impulsar la renovación de nuestro mundo: en concreto, la caridad en todas sus formas, también su dimensión y forma política, fuerza renovadora.
Y, a propósito de la política, no olvidemos que la «sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia sino de la política». Esta expresión de Benedicto XVI, hoy, tal y como están las cosas en el panorama social y político, es necesario hacerla realidad viva, creerla, convencerse de ella, puesto que está cundiendo una opinión contraria de máximo riesgo: se está creando un clima, sin duda debido al comportamiento de algunos políticos infieles a su misión y a ciertos publicistas impulsados por poderes o empeñados, tal vez, suicidamente en magnificar y generalizar ese clima, en el se está dejando de reconocer el papel regenerador, renovador y transformador de la política. En alguna otra ocasión, aquí mismo en esta página de LA RAZÓN, he salido en favor del noble y necesario servicio y ejercicio de la política y de los políticos, así como de la caridad política. El mismo Benedicto XVI señaló en Londres, 2010, que «si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, o el relativismo, entonces ese proceso se presenta evidentemente frágil», incluso con el riesgo de sustituirse por otra cosa que la democracia.
Ante aquellos que piensan que la fe es una intromisión donde no le llaman o un problema que hay que superar, aquí, teniendo como trasfondo la resurrección, triunfo de la caridad sin límite ni barrera, conviene recordar en estos momentos que sin la fe, fe en Dios, estamos abocados a una sociedad que se sustente en los mitos de Sísifo, Prometeo o Narciso, como ahora ocurre, que no sólo ponen en peligro la democracia, sino que nos precipitan hacia un inhumanismo o a un posthumanismo, con los que se destruye todo pero no se construye nada, y que, además, desfiguran o niegan la actividad política. Estoy plenamente convencido, desde la verdad de la política, que a la verdadera actividad política lo que le da nobleza, grandeza y dignidad es responder justamente a los retos para mejorar las condiciones de vida de la gente, la creación de empleo, la producción de alimentos, el agua potable, la educación, la atención sanitaria, la atención a la dependencia, la paz, la redistribución justa de la riqueza, la atención a los pobres y excluidos, la libertad de conciencia y religiosa, la aceptación e integración de todos en la unidad y la convivencia sin exclusiones, el bien común, la protección de la vida en gestación y naciente, o terminal o débil, la paz y la superación de toda violencia o guerra y terrorismo, la protección del indefenso y necesitado, la solidaridad con los pueblos y países más desfavorecidos, la atención a los inmigrantes y refugiados y esa larga lista de deberes de la actividad política que la entroncan con lo más bello de todo lo que es la caridad y la apuesta por el hombre. Me sentiría muy satisfecho si los cristianos en la vida política se sometiesen apoyados y estimulados por estas palabras, y me atrevería, humildemente, a rogarles que continúen o se metan en la actividad política no a pesar de ser cristianos, sino precisamente en virtud de su fe; que no bajen la guardia en su quehacer en cuanto cristianos en la política porque su contribución es de grandísimo valor, necesaria para la regeneración de la vida pública y para la transformación de la sociedad, en una sociedad justa, pacífica, constructiva y con capacidad de futuro, verdaderamente libre, humana y humanizadora.
Antonio Cañizares Llovera, Cardenal Arzobispo de Valencia.
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