Retirar la venda

Como si se tratara de un paciente que se ha sometido a una operación de cirugía plástica, llega el momento de ir retirando las vendas para comprobar el resultado de la cirugía territorial a la que ha sido sometido el modelo de Estado autonómico durante la pasada legislatura por prescripción de José Luis Rodríguez Zapatero y sus socios nacionalistas. El tratamiento prometió efectos rejuvenecedores y vigorizantes, eliminar arrugas y trazar nuevos contornos para que todos nos sintiéramos cómodos y recuperásemos la autoestima perdida en el lejano recuerdo de una Transición a la que se acusaba de timorata e inauténtica. Pues bien, va llegando la hora de comprobar la verdad de las promesas alentadas, ese momento en que enfrentados al espejo hay que juzgar el acierto de la decisión y de quienes la han ejecutado.

De momento hay indicios que deberían generar cierta preocupación. El chusco episodio de la tubería que se pone y se quita para abastecer de agua a Barcelona según haya sequía o caigan chuzos de punta -magnífico ejemplo de planificación, por cierto- y la polémica que lo ha acompañado parecen un primer testimonio del ruido de baronías y de cómo éste se va a convertir en el sonido que identifique la política española. A este respecto, un destacado medio de comunicación nada hostil al Gobierno se lamentaba hace pocos días en su editorial afirmando que lo peor de esta historia de aguas de Barcelona ha sido el «espectáculo de solidaridad quebrada basada en particularismos que resultan indefendibles».

Significativo también es que el ex presidente Felipe González, más que recomendar, haya instado al Gobierno y a los dirigentes autonómicos de su partido a aplazar la negociación del nuevo modelo de financiación -condicionado por los compromisos de ingresos, inversiones y bilateralidad con Cataluña- teniendo en cuenta el coste de la crisis económica sobre las finanzas públicas y el nuevo marco de relaciones -o más bien de confrontaciones- derivado de las revisiones estatutarias. En esta posición de González, explicada extensamente en un artículo, parece haber tanto una recomendación de prudencia -ya que desconocemos la profundidad y duración de la crisis económica- como una expresión de desconfianza hacia la capacidad de generar consensos del nuevo modelo territorial que más bien incentiva la confrontación del todos contra todos, con el Gobierno de espectador calculando la factura en votos de cada uno de sus movimientos y un Estado que debe fiarlo casi todo a la improbable voluntad de cooperación de las comunidades autónomas.

Abogar por que se aplace la discusión de un nuevo modelo de financiación autonómica significa pedir que no se retire el vendaje para que no quede en evidencia una configuración del Estado que, lejos de la armonía que se predicaba como resultado de las reformas estatutarias, ha agudizado las distorsiones, las asimetrías y las distancias que separan a sus componentes. El ex presidente no debe de encontrar muy convincente ese lenguaje de autocomplacencia que habla de un país más unido y más solidario. Seguro que a González no se le ha pasado por alto que si no hay nuevo modelo de financiación seguirá vigente el del Gobierno del PP aprobado unánimemente por las comunidades autónomas hace más de dos legislaturas, así que hay que pensar que tiene buenas razones para obsequiar a Aznar y a Rato con semejante homenaje.

Muchos años de prosperidad económica han llevado a creer que la política era poco más que un divertimento sin incidencia en la realidad que discurría por vías propias. Ahora ya no. Los poderes públicos son interpelados por sectores sociales que en épocas de escasez y dificultad piden soluciones. La solidez del marco institucional que parecía accesoria adquiere una importancia desconocida desde hace tiempo a la hora de afrontar las exigencias de la crisis. Y es en este contexto, cuando la política vuelve a importar, en el que hay que ver si flota el artefacto creado en la legislatura anterior a partir de la deconstrucción del Estado autonómico.

No se trata sólo de que sea constitucional. Hace falta que sea eficaz. A cualquiera se le ocurren muchas cosas que pueden hacerse sin infringir ley alguna y que sin embargo son disparatadas, estúpidas o insanas. De modo que la futura sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán podrá validar el texto como una de las opciones constitucionalmente posibles, pero dejará intacto el problema de su acierto político. La doctrina que el Tribunal ha venido preparando -la sentencia del 12 de diciembre a propósito del Estatuto valenciano- parece anticipar una consideración en conjunto favorable de la norma catalana.

La mayoría -mínima pero mayoría al fin y al cabo- de los magistrados ha acogido la tesis de que la Constitución deja el modelo de Estado en manos de los estatutos e insufla nuevos aires a la interpretación del Estado de las Autonomías como un modelo indefinidamente abierto a lo que resulte del poder 'estatuyente' de las comunidades autónomas que éstas pueden ejercer mediante sucesivas revisiones de sus estatutos. Éstos, según el Tribunal, no tienen prácticamente restricciones en cuanto a las materias que pueden regular -ahí están los cientos de artículos generados por la facundia del legislador estatutario autonómico- y pueden incidir en competencias reservadas al Estado sin que por ello esas disposiciones sean necesariamente inconstitucionales; al decir del Tribunal, serán válidas pero ineficaces, ya que la norma estatal, en materia de su competencia, desplaza a la autonómica que invade la nebulosa esfera de poder del Estado aunque no por invadir terrenos ajenos la disposición autonómica sea nula. No puede sorprender que los cánones del federalismo se queden pequeños para entender la evolución de nuestro Estado y que sea cada vez más frecuente -por necesaria- la utilización de categorías confederales para describir el curso que ha tomado la organización estatal.

El Tribunal Constitucional, en la situación lamentable en la que se encuentra, ha armado una doctrina que consagra la provisionalidad como un elemento definitorio de la Constitución y el Estado. Esta suprema contradicción se sitúa en las antípodas de las recomendaciones que el Consejo de Estado hizo en su informe sobre una posible reforma constitucional, olímpicamente ignorado por el Gobierno que lo encargó. Volviendo a nuestro paciente, el intérprete supremo de la Constitución -el Tribunal Constitucional-, cuando dicte su sentencia sobre el Estatuto catalán será el que le retire definitivamente los vendajes y dejará expuesto el resultado hoy incierto y preocupante de una cirugía de dudosa destreza que puede tener en el País Vasco su extravagante continuidad.

Javier Zarzalejo