Retirarse de la Unión Europea

Entre los muchos asombros que ha provocado el Brexit acaso no sea el mayor la comprobación de que un país culto y civilizado tiene un primer ministro completamente insensato, capaz de subordinar a sus conveniencias de partido los deberes de gobernante. Al fin y al cabo esta clase de especímenes políticos proliferan por doquier, en un ambiente populista y referendario pletórico de extravagancias. Tampoco es pequeña la estupefacción que produce la falta de oportunidad que refleja el planteamiento de la consulta. Ni es desdeñable la irresponsabilidad de poner en solfa un mercado y un proyecto de unión política que lleva 60 años fraguándose y que está en la etapa final de realización. Pero, por encima de todo ello, quizá haya que situar la cuestión más simple: ¿de verdad se han creído que se puede abandonar la Unión Europea?

Un analista avisado contestaría de inmediato que desde luego que se puede. Para confirmarlo basta con consultar el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea que prevé la posibilidad de que cualquier Estado, de conformidad con sus normas constitucionales, decida retirarse de la Unión. Pero es recomendable leer ese artículo despacio y, para valorar como puede llegar aplicarse, tener en cuenta el probable punto de vista de un Prime Minister doliente y fracasado, y la actitud de una oposición lastimada y contraria a la retirada. Y a todo ello sumar las amenazas de secesión que llegan de Escocia.

Retirarse de la Unión EuropeaEl artículo 50 indica que la "intención" de retirada tiene que notificarse al Consejo Europeo. Sería lógico pensar que cuando el propósito ha sido declarado por el pueblo en un referéndum celebrado con la mayor notoriedad, los facta concludentia podrían hacer innecesaria la notificación formal. Pero no es así, de modo que jurídicamente nada habrá ocurrido en Gran Bretaña hasta que su Gobierno comunique que ya existe "intención". Mientras tanto hay que disimular; como si nadie supiera nada.

La notificación tendrá lugar cuando el Estado interesado lo tenga a bien y, cuando ocurra, se abrirá un proceso de negociación que debe concluir en "un acuerdo que establecerá la forma de su retirada". Hasta entonces se siguen aplicando los tratados y el resto del derecho de la Unión. Si después de notificada la intención no se negocia, la continuidad de la aplicación de los tratados concluye a los dos años contados desde que se comunicó la "intención" de retirada. Pero si la negociación se inicia, como es lo seguro, empieza un procedimiento complejo, el mismo previsto para la celebración de acuerdos internacionales, que no tiene plazos para la terminación (artículo 218 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea). Durará lo que sea preciso hasta alcanzar el "acuerdo de retirada". El desenganche ocurrirá, en el mejor de los casos, sin premuras.

Cuando se alcance este final, el Estado saliente dejará de participar en las instituciones y órganos de gobierno de la Unión. Pero el derecho de la Unión seguirá siendo aplicable en su territorio. Precisamente la negociación del acuerdo o tratado de salida ha de versar sobre la legislación que se mantiene y los matices, si los hay, con que será aplicada. Puede augurarse que serán muchas las normas que serán reconocidas como comunes. La parte saliente sólo tiene interés en zafarse de algunos compromisos pesados (las políticas de inmigración y acogida, por ejemplo), pero no de las regulaciones que favorecen los intercambios y el mercado, que son casi todas las demás.

La continuidad de las regulaciones comunes no sólo es consecuencia de que el acuerdo de salida se ocupará de establecerlo así para amplios sectores de la economía, sino también de las enormes dificultades jurídicas que plantea la separación. Esto último no es difícil de comprender: el Reino Unido ingresó en la antigua Comunidad Europea en 1973. Desde entonces ha llovido sobre las islas legislación comunitaria a raudales hasta abarcar infinidad de materias. El Parlamento británico y los Gobiernos de Su Majestad se han sometido, al principio a regañadientes pero desde hace tiempo sin objeciones de principio, a toda esa legislación. Las regulaciones europeas presentan la peculiaridad de que, ordinariamente, se hacen efectivas a través de la legislación de los Estados miembros y son ejecutadas por sus administraciones públicas. De forma que, cuando se consume la retirada, todo el ordenamiento jurídico británico seguirá inundado de principios y reglas europeas que no hay razón alguna para cambiar. Incluso si se pretendiera depurar el sistema de estas adherencias europeas se tardarán muchos años en conseguirlo. El Parlamento británico ha sido siempre un legislador mucho menos compulsivo que los continentales, de modo que es probable que se derrumbe de pereza sólo con pensar en la tarea. La cultura jurídica de la Unión ha ocupado el espacio isleño y la situación no es ya reversible.

Los nostálgicos de las viejas particularidades inglesas son, en su mayoría, personas mayores, sin fuerzas ni posición adecuada para poder recuperarlas. Tendrían que asumir el reto los jóvenes, que son precisamente los que se sienten decepcionados por los resultados del referéndum que consideran retrógrados, faltos de generosidad y miopes respecto de la necesidad de una Europa políticamente unida.

Aunque quisieran, pese a tantos obstáculos, desembarazarse de la cultura desarrollada en Europa en los últimos sesenta años, tampoco podrían. Hay decisiones que han escapado en nuestro tiempo a la soberanía de los Estados porque se sitúan en la órbita de un constitucionalismo cosmopolita que los abarca y condiciona. El Reino Unido, si quiere mantener relaciones intensas con la Unión Europea, no sólo ha de aceptar las regulaciones forjadas a lo largo de varias décadas sino también principios y normas atinentes a derechos fundamentales que están por encima de su poder de disposición y que no puede desconocer si quiere seguir perteneciendo al club de las naciones que cuentan con un Estado de Derecho desarrollado.

Recordaré que la primera vez que el Parlamento británico, donde reside toda la soberanía, sin límite alguno, fue sometido a un sistema de derechos ajeno a su tradición y a su legislación, fue cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó varias sentencias seguidas condenando al Reino Unido porque su legislación vulneraba derechos como la libertad de expresión (a partir de las Sentencias Handyside de 7 de diciembre de 1976 y Sunday Times de 26 de abril de 1979). No se aplicaba entonces el derecho de la Comunidad Europea, sino el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, y el conflicto hizo ver al Parlamento, por primera vez en la historia, que su soberanía quedaba debajo de otras reglas constitucionales externas y cosmopolitas de obligada observancia. Terminaron aceptándolo e incorporando todos los principios del Convenio a su derecho interno.

Esta situación de indisponibilidad, de restricción de la soberanía por razones de orden supranacional o internacional abarca actualmente un número creciente de decisiones en la medida que afecten a regulaciones globalizadas, como los derechos fundamentales, el comercio, el medio ambiente, los datos personales, y no pocas cuestiones relacionadas con las políticas de seguridad.

Hay, pues, un sinfín de condicionamientos para la ejecución sin matices de la decisión adoptada en referéndum en el Reino Unido.

Pero son también relevantes los obstáculos que restringen la decisión de abandonar la Unión Europea cuando, como ocurre en el Reino Unido, la estructura territorial del Estado incluye unidades dotadas de fuertes poderes autonómicos. En este caso, la posición política de Escocia es tan relevante que hasta ha celebrado un referéndum de independencia hace menos de dos años. ¿Puede el Estado abandonar la UE contra la voluntad de una comunidad infraestatal dotada de un estatuto de autonomía política? Las dificultades son enormes, por las razones que resumo a continuación.

Vaya por delante un motivo de orden práctico: Escocia, aunque el Reino Unido salga de la Unión Europea, puede seguir tomando como modelo el derecho de la Unión, y no el inglés, en todas las materias que sean de su competencia exclusiva.

La salida forzosa de Escocia, junto con el Estado a que pertenece, de la UE, supone un cambio radical del estatuto jurídico de aquel territorio. Suele sostenerse que la estructura federal de un estado no merma el treaty making power de la federación. Pero aunque ello sea así con carácter general, no puede aplicarse la misma prerrogativa para generar, mediante un nuevo tratado, un cambio constitucional radical, que afecte a la organización, a las competencias y al derecho de Escocia. El poder de hacer tratados implica la posibilidad de establecer nuevos compromisos o cambiar los existentes en el área internacional, pero no puede llevar a un cambio radical del pacto constitucional existente en el seno de la federación, de modo que produzca un efecto de demolición de aspectos esenciales de la Constitución y, en un caso hipotético y extremo, incluso la sustitución de un régimen federal por otro centralista.

El artículo 72 de la Ley Fundamental de Bonn ofrece un buen ejemplo de lo que quiero explicar: restringe el poder de reforma constitucional declarando irreformable la organización de la federación alemana en länder. La federación carece de soberanía para decidir un cambio que contradiga esa regla, sea directa o indirectamente. Trasladada esta consideración al caso que examino, permitiría sostener que una decisión de abandonar la Unión Europea, adoptada por un Estado compuesto, sería contraria al principio de perpetuidad de la organización política territorial de ese Estado.

Esta regla es aplicable, en mi criterio, en todos los Estados de estructura federal o asimilable, como es el caso británico o el nuestro. No es preciso que esté explicitada en la Constitución. Los límites a la reforma constitucional resultan a veces de convenciones o se construyen al margen de los preceptos concretos que la regulan. Por ejemplo, no está previsto que en el procedimiento de reforma constitucional regulado en los artículos 167 y 168 de la Constitución española tengan que intervenir las comunidades autónomas. Pero, ¿es concebible que una reforma constitucional que implique cambios decisivos en los estatutos de autonomía pueda llevarse a cabo sin la participación de aquéllas?

Como el poder de reforma constitucional no abarca un cambio de esa naturaleza sin consentimiento de los territorios dotados de autonomía política, la resistencia de Escocia, en el caso británico, será un fortísimo obstáculo a la retirada. Escocia, mientras no sea un Estado independiente, no puede pertenecer a la Unión Europea, por lo que en el acuerdo de retirada que negocie el Gobierno británico tendría que conseguir que se mantuviera la situación escocesa, lo que es jurídicamente imposible. Esta dificultad estimulará las reivindicaciones de que vuelva a someterse a referéndum su independencia. O, como alternativa, que se trabaje para rectificar los resultados del referéndum, celebrando otro o disimulando sus consecuencias mediante una regulación acomodaticia y continuista en el acuerdo de retirada.

La conclusión es que no cambiarán en muchos años las relaciones entre el Reino Unido y sus socios europeos, salvo el abandono a medio plazo de las instituciones por los representantes de aquel. Mientras tanto los Estados que se mantengan fieles a la Unión deberían acelerar su federalización. Será lamentable que el pueblo y el Gobierno británico se queden al margen de este proceso. Se hace difícil creerlo.

Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo y miembro de número de la Real Academia de la Lengua y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, acaba de publicar Vieja y Nueva Constitución (Crítica, 2016), donde aborda, entre otras cuestiones, los cambios constitucionales y del constitucionalismo de última generación.

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