Retorno a Brideshead

Hacía apenas una hora que había salido del cine. Al llegar a casa miré una pintura de Venecia que hay en mi biblioteca y, junto a ella, dos libros ilustrados sobre el escritor inglés Evelyn Waugh. Uno lo compré en Londres hace veinte años y se titula Evelyn Waugh y su mundo. El otro es La Generación Brideshead: Evelyn Waugh y sus amigos. En el primero participan distintas personas que conocieron a Waugh de cerca: desde el conde de Birkenhead o Lady Dorothy Lygon, al crítico y escritor David Lodge o el padre D´Arcy, jesuita que contribuyó a su formación católica cuando Waugh -de origen protestante- decidió convertirse al catolicismo. El segundo -con fotos extraordinarias- lo escribió Humphrey Carpenter, autor del conocido Genios reunidos en París, sobre los escritores norteamericanos -y algún que otro británico- que vivieron en los 20-30 en la capital francesa.

Pensé que Waugh -lo mismo que Cyril Connolly- venía siendo una compañía habitual desde hacía más de un cuarto de siglo. Fui repasando sus huellas esparcidas por distintos estantes: novelas, autobiografía, diarios, relatos y viajes. Miré después su correspondencia con su amiga Nancy Mitford, la autobiografía de su hijo Auberon -hombre poseedor de un gran sentido del humor y demoledor en lo que respecta a su padre- y un curioso ensayo de un estudioso de Dryden y Milton, titulado Evelyn Waughy el problema del mal. Con todos ellos disfruté en su momento y aprendí. No podía decir lo mismo de la película que acababa de ver, pues siendo la versión cinematográfica de Retorno a Brideshead una película correcta -al estilo, eso sí, de cualquier James Ivory de tono menor-, también es una película que traiciona el espíritu no sólo de la novela, sino de la propia personalidad de Evelyn Waugh, su autor.

Que los actores parezcan maniquíes pasados por el photoshop, o con el rostro y las maneras lacados como un pato chino casi es lo de menos. Realizar una película a la que le precede lo que precede a ésta -el éxito y la buena factura de la serie homónima- es un reto difícil y caprichoso. Aunque a veces en la forma esté la salida triunfante a esta clase de retos. El fondo, y más si nos atenemos a una misma novela, suele ser inamovible. Pero el director lo intenta: mover ese fondo, quiero decir. Dos son los ejes principales donde este Retorno a Brideshead no es Retorno a Brideshead: la figura de Charles Ryder -en cierto modo, alter ego del mismo Waugh en su juventud- y la visión del catolicismo, que es caricaturesca. El catolicismo de la familia Marchmain es contemplado por este nuevo Ryder desde los tics del más añejo protestantismo: los católicos son oscuros papistas rodeados de fetiches a los que rinden culto extraño, rituales misteriosos y hábitos supersticiosos. Lady Marchmain parece una versión femenina de Felipe II, siempre según la interpretación del poder anglicano de su época. Me temo que los huesos de Waugh aún deben estar furiosos, aullando el Rascayú.

Evelyn Waugh llegó a farfullar más de un improperio a lo capitán Haddock cuando le preguntaban por Brideshead revisited, harto de la fama de ese libro. Era un tipo difícil. Ante el abandono de Oxford y el porvenir que le esperaba, una vez licenciado -dar clases-, intentó suicidarse nadando hasta el agotamiento. Cuando llevaba un rato en el agua, las medusas y sus urticantes filamentos le fustigaron el cuerpo y decidió abandonar tan letal decisión. Durante la guerra civil española fue invitado por Franco a visitar el frente -Waugh era conservador y apoyaba la rebelión militar-, para que escribiera un par de crónicas favorables a su bando, que nunca llegó a escribir. Waugh bajó borracho del avión y al cabo de unos días volvió a subirse al mismo avión sin haber abandonado su estado etílico ni un solo momento. Y en la II Guerra Mundial, destinado en Yugoslavia para combatir a los nazis junto a los partisanos de Tito, lucía una ostentosa capa blanca que tuvieron que obligarle a que se quitara, pues era un blanco perfecto para los bombardeos nocturnos. Waugh fue, ya digo, un caballero muy raro.

Considerado un parvenu por esa aristocracia cuyo modus vivendi admiraba la clase media-alta británica a la que pertenecía (aristocracia con la que esa misma clase se codeaba en Oxford o Cambridge), protestante convertido al catolicismo y mirado como enojoso y sarcástico conservador por la izquierda intelectual, Evelyn Waugh fue un hombre, en cierto modo, desplazado. Desplazado incluso por su propia inteligencia, que era mucha. Su primera mujer le hizo infeliz -demasiada tensión entre dos rostros del mismo nombre (también ella se llamaba Evelyn) y parecidos rasgos físicos-. La segunda le proporcionó cierto sosiego interior -interrumpido por sus crisis de néurotico recalcitrante con afición al alcohol y a dar rienda suelta a los propios fantasmas-, un buen número de hijos, dos mansiones -Pixton y Piers Court- y algunas costumbres de la nobleza que siempre gustaron a Waugh. No fue un hombre muy leal con sus amigos de letras -los celos profesionales: en eso fue vulgar-, ni atento o cuidadoso con sus hijos. Le gustó cultivar lo odioso de su personaje y cosechó éxitos pertinentes por esa afición. Pero en Retorno a Brideshead -la novela- hallamos su gran capacidad elegíaca, su ternura oculta, la celebración de la vida, el dolor de la pérdida de la juventud y la meditación -de altura, por cierto- sobre el sentido del pecado o el hecho religioso.

La película es otra cosa: la figura de su protagonista, Charles Ryder -tan bien representado años atrás por Jeremy Irons- está hecha desde el punto de vista simplificador que nace de una mirada aristocrática; no desde su propio punto de vista, de complejo narrador de la historia. Acaba siendo -solamente- un vulgar trepa de clase media, una especie de Barry Lindon algo estreñido. Ryder -en esta versión- quiere ser un Brideshead consorte para poseer Brideshead. Esto resulta bastante raro porque la mirada narradora es, como sabemos, la del propio Ryder y esa mirada es la novela, un patrimonio de la clase burguesa, no de la aristocracia. La aristocracia no pasaba, en literatura, de largos poemas mitológicos al modo de... La novela sería el género burgués por excelencia y Ryder es un hombre burgués, no un aristócrata. Por eso es imposible que se vea a sí mismo -por eso y por una cuestión de personalidad- como pueden verlo los distintos miembros de la familia Marchmain y lo ve el director de la película: un recién llegado, un competidor o un observador benéfico o beneficioso para el clasismo aristocrático. Por lo demás, el realizador convierte la historia en un relato gay, cuando Brideshead no es una novela gay, sino una novela en la que uno de sus protagonistas, Sebastian, es homosexual -sin olvidar al maravilloso Anthony Blanche, tomado del esteta tartamudo Harold Acton y destrozado en el film por un actor untado de betún en todos los sentidos-. La película puede verse, pero además de las imposturas comentadas hay algo postizo que flota en el ambiente y le hace pensar a uno que detrás de esta adaptación hay una sutil -o inconsciente- y fracasada venganza. Contra Waugh o contra la serie, eso ya no sé decirlo.

José Carlos Llop