Retorno a Wittenberg

Con cierta impaciencia debe estar contando Lutero las horas que faltan para que termine el año de su V centenario. Hay que imaginárselo contento, pero también algo exhausto a causa de tanta conmemoración. Con no poco asombro habrá tomado nota de la visita de los papas Benedicto XVI y Francisco a lugares emblemáticos del protestantismo; especial satisfacción le habrá producido escuchar sus himnos, una de sus mejores herencias, cantados en tantas iglesias católicas; y, como su corazón nunca dejó de ser del todo agustino, le habrá encantado la carta, tan serena y justa, que el prior general de los agustinos ha dirigido a la orden; y él, que tan agrios debates mantuvo con el cardenal Cayetano, habrá leído con asombro y honda satisfacción la excelente monografía que otro cardenal, Walter Kasper, le ha dedicado: Martín Lutero. Una perspectiva ecuménica; especial alegría debe haber sentido al leer el Acuerdo sobre la justificación, un documento ratificado oficialmente por ambas iglesias en el año 1999 que pone de manifiesto que el polémico concepto de justificación no es ya motivo de división; y, cómo no, se habrá interesado por otro documento, este del año 2017, titulado Del conflicto a la comunión. Conmemoración conjunta luterano-católico-romana de la Reforma en 2017. Es la primera vez que luteranos y católicos conmemoran juntos lo que ocurrió hace 500 años.

Retorno a WittenbergCon no poco agrado habrá tomado nota de la paulatina desaparición de la leyenda de las 95 tesis clavadas por él en la puerta de la iglesia de Wittenberg. En realidad, las envió el 31 de octubre de 1517 a Alberto de Brandemburgo y a algunos obispos. Al no recibir respuesta, las envió a “hombres eruditos”. Fueron ellos quienes las difundieron. Lutero lo lamentó, ya que “no van destinadas al gran público”. Pidió disculpas al Papa, asegurándole que no las retiraba porque ya no estaba en su mano.

Pero tal vez la mayor sorpresa se la habrá dado quien le haya informado de que hace ya más de 60 años los católicos celebramos un concilio, el Vaticano II, en el que se aprobaron algunos temas por los que él tan denodadamente luchó: el sacerdocio general de todos los fieles; el uso de la lengua vernácula en la liturgia; la comunión bajo las dos especies; el protagonismo de los laicos en la Iglesia; la importancia de las comunidades locales; la Biblia como alma del cristianismo y de la teología. No sin cierta melancolía, Lutero habrá recordado su insistencia en la celebración de un concilio que Roma solo convocó en 1545, cuando ya no era posible la concordia. El concilio de Trento llegó demasiado tarde.

Y algo atónito se habrá quedado al leer los elogios que un dominico, Y. Congar, le ha dedicado: “Lutero es uno de los mayores genios religiosos de la historia”. Y sabiamente añade: “Lutero no es el Evangelio. Lo importante es ir hacia el Evangelio juntamente con él”. Por suerte, los insultos de ayer han hecho sitio a los elogios de hoy. Y bien que lo necesita el Reformador. En sus últimos años sufrió notables desengaños y decepciones. Tuvo que ver, por ejemplo, cómo algunos protestantes abusaban de la justificación por la fe para entregarse a la pereza.

Con todo, su principal fuente de preocupación fue la Reforma misma. En sus horas de reflexión y soledad debió recordar cómo en 1483, año de su nacimiento, toda Europa era católica; en 1546, fecha de su muerte, casi la mitad del continente se había separado de Roma. Algo que, como sabemos, no ocurrió sin feroces enfrentamientos y abundante derramamiento de sangre. A Lutero le preocupaba el futuro de Alemania y Europa. Él sabía que no era el único responsable de lo ocurrido: fue decisivo el apoyo de los príncipes alemanes, cansados de las injerencias de Roma y de sus exigencias financieras. Pero sin la fuerza religiosa y visionaria del Reformador nada de lo que ocurrió hace 500 años habría sido posible. Captó como nadie los apasionados anhelos religiosos de su tiempo. Lo que no supo fue encontrar un sucesor apropiado. Lutero, que se definía a sí mismo como “un sajón, un rústico y duro sajón”, terminó enfrentándose con muchos de los que habrían podido sucederle. Th. Mann dirá que el Reformador fue “un bárbaro de Dios con bovina cerviz”. De acuerdo, pero aquel bárbaro de Dios, hombre de pensamiento y oración, contemplaba con honda preocupación el resultado de su propia obra.

Y, probablemente, nada le atormentó tanto como su actuación en la rebelión de los campesinos. K. Marx la califica como “el hecho más radical de la historia alemana”. Los campesinos se sublevaron contra la opresión a la que les sometían la Iglesia y los nobles. En un primer momento contaron con el decisivo apoyo de Lutero, pero cuando este constató que también los campesinos se lanzaban al pillaje, al asesinato y a la destrucción de conventos e iglesias, cambió de bando y animó a los señores a sofocar la rebelión a sangre y fuego; sus arengas son de tenor irreproducible. Al frente de los campesinos iba Thomas Müntzer, llamado “místico con martillo” y “reformador sin iglesia”. A Müntzer no le bastaba la libertad interior que predicaba Lutero, quería libertades concretas, políticas y sociales. Fue ejecutado al fracasar la revuelta en la que perecieron unos 70.000 campesinos. Algunos historiadores afirman que el fracaso de esta revolución adormeció por un par de siglos la actitud del pueblo alemán ante los desmanes del poder. Y analistas políticos bienintencionados sostienen que, si Lutero se hubiese aliado con los campesinos, habría corrido su misma suerte y nos habríamos quedado sin Lutero, sin Müntzer, y sin la Reforma. Parece una hipótesis plausible.

A partir de 1525, fecha de la derrota de los campesinos, Lutero entró en una crisis de la que ya nunca se repuso. Su prestigio declinó rápidamente. También su boda, celebrada en el mismo año 1525, sirvió de mofa para sus enemigos y de disgusto para sus amigos. Se había iniciado el declive del Reformador. El hombre que entre 1500 y 1530 publicó el 20% de los textos editados en Alemania se fue quedando sin inspiración. “Culpable” fue también el cuidado de sus seis hijos.

El final le llegó en la noche del 17 de febrero de 1546. Ocurrió en su pueblo, en Eisleben. Fue la muerte serena de un gran creyente cristiano. En realidad, Lutero deseaba ya el final: “He vivido mi vida, ya es hora de que me reencuentre con mis mayores”. Durante sus últimos años no podía andar, lo trasladaban en un pequeño carro. Su cadáver fue trasladado de Eisleben a Wittenberg donde se le tributaron impresionantes honras fúnebres. Melanchthon, su discípulo más fiel e inteligente, pronunció una emocionada oración fúnebre. La concluyó con estas palabras: “Se ha ido el carro y el auriga de Israel”. Después de este agitado 2017, el “auriga” retornará a su silencio de Wittenberg en espera del próximo centenario.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la UNED.

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