Retorno al Paraíso

En setiembre de 1974 asistí a un Coloquio Islamo-Cristiano en la ciudad de Córdoba, con sus encendidos cantos al diálogo interconfesional y sus nulos efectos prácticos. Normal. Como número de clausura se consiguió, mediante la presión de embajadores árabes allí presentes, que el obispo —a la sazón monseñor Cirarda— autorizase, de manera excepcional, la oración de algunos de los asistentes en la Catedral-Mezquita. Gesto amistoso equivalente a la afectuosa concesión del Papa en su visita a la Mezquita Azul de Constantinopla, donde musitó una plegaria, más como fórmula de aproximación que como imposición de nada: todos sabemos —y Benedicto XVI el primero— que en ese lugar ningún cristiano volverá a rezar en cientos de años, so pena, si lo hace a las claras, de no salir vivo. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, los musulmanes residentes en España han arreciado en su campaña endémica de exigir rezar cuando les pete en la catedral cordobesa, a sabiendas —lo saben mejor que nadie— de que su objetivo no es que algunas personas murmuren una oración de higos a brevas y para su coleto, cosa que ya hacen, sino acudir en masa y ocupar físicamente el espacio: a cambio de unas pocas palabras del Papa, sin continuación posible, tropeles de moros ocupando el mihrab y sus aledaños per saecula saeculorum. Y con el proverbial respeto con que distinguen a las iglesias cristianas.

Cuando un musulmán —paquistaní, tunecino, egipcio o de León— afirma (y lo afirman todos a la menor ocasión) «la Mezquita de Córdoba es nuestra», no está hablando en broma y es perder el tiempo intentar explicarle que la pertenencia a una confesión religiosa, la que sea, no otorga derecho de propiedad y usufructo sobre nada, aparte de los generales, que valen para cualquier ser humano, de visita y deleite visual. Pero no es el arte lo que les interesa, sino el símbolo de establecerse en el —para ellos— corazón espiritual de al-Andalus, desde el cual irradiar e imponer su fe, su modo de entender el mundo y su —para nosotros— muy rechazable forma de vivir en capítulos esenciales de la existencia.

Estamos cansados de repetir, con algún eco entre el pueblo español y con ninguno de la parte de políticos y negociantes, que «reciprocidad» es palabra inexistente en el léxico musulmán: no podemos ni pisar el suelo de La Meca, en cuyo país los otros cultos religiosos se proscriben crudelísimamente; en Marruecos, país modélico en progresismo para pescadores en aguas burocráticas, persiste la persecución de pastores protestantes que osan hacer prosélitos marroquíes (el alemán, de origen egipcio, Sadek Noshi Yassa acaba de ser condenado a seis meses de cárcel, el 28-11-06, por distribuir libros y CDs cristianos. Ha tenido suerte: podían haber sido hasta tres años); la verdad de la exquisita convivencia con el islam cuando éste domina la reflejaba bien ABC (22-12-06) refiriendo las presiones, humillación y fuga final de los cristianos en… Belén. Son asuntos viejos y recurrentes, porque la historia del islam pasado y presente —como lo fue la del cristianismo de antaño— es la historia del aplastamiento de las minorías.

Los llamamientos retóricos al diálogo y el ecumenismo no pasan de simples subterfugios circunstanciales, amén de violentar muy malamente la Historia: los nombres de Torres Balbás, Creswell y Lammens deberían bastar —caso de que los conozcan— para moderar los parlamentos, tan inexactos como melifluos, de predicadores, imanes, jeques y demás compañía cuando evocan los gloriosos tiempos en que «cristianos y musulmanes rezaban juntos». Porque no está nada claro que en la iglesia de San Vicente (como en su antecedente, la de San Juan Bautista sobre la que se erigió la Mezquita de los Omeyas en Damasco) hubiera tales rezos fraternales. Lo palmario e indiscutible es que los edificios fueron expropiados y demolidos y allí no quedó otro culto sino el islámico: un arquetipo de ecumenismo y convivencia.

Paralelamente, la erección de una gran mezquita en las afueras de Córdoba busca —como en Sevilla— atraer copia de musulmanes a residir donde no los hay; es decir, conformar artificialmente una comunidad empezando la casa por el tejado y con la frazada de centro cultural, eterna tapadera cuando se procuran otros fines, políticos o religiosos: desde los etarras que comenzaron con asociaciones de amigos del chistu y las cocochas, hasta la mezquita de la M-30 madrileña, que asegura tener actividades culturales. Desconocemos qué proyecto se acabará llevando a cabo, porque hay varios, caso de que las autoridades municipales de la ciudad y políticas de Andalucía abdiquen de sus obligaciones una vez más y autoricen cualquier barrabasada urbanística y medioambiental, como pretendían en Granada —por fortuna, con éxito relativo— o en La Habana: a la cesión de un maravilloso palacio colonial del XVIII, en la calle Oficios, para establecer la Casa Árabe, respondieron con la pretensión de erigir en ella dos alminares descomunales de cincuenta metros que arruinarían la perspectiva de conjunto de toda La Habana Vieja. También por suerte en este caso, se frustró la megalomanía teocrática y Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad, no dio el permiso oportuno. Y es que, en ocasiones, la civilización occidental demuestra su existencia mediante el ejercicio de la razón y la lógica.

Puede sernos indiferente que, al estilo del Western Leone de Almería, quieran montar un «Al-Andalus Mansurone», parque temático para sacar dinero y así sufragar el resto del invento. Cada quien se divierte como puede y si van a implementar una gigantesca morería de Carnaval, con el emir que regresa victorioso de una aceifa por el norte, ahíto de despenar gallegos, con sus zocos odoríferos y sus chilabas opcionales para visitantes y afición en general, sugiero que no se olviden de: una reproducción de las tenerías de Fez (de ahora mismo); de la crucifixión de Abderrahmán Sanchol, hijo de Almanzor, en la Puerta de as-Sudda y bien flanqueado por un perro y un cerdo, no menos crucificados; de una buena colección de cabezas cortadas como elemento decorativo, de lo cual hubo profusión en el tiempo; de los restos de Ibn Hafsun y de su hijo, desenterrados tras la caída de su fortaleza de Bobastro e igualmente crucificados y expuestos al ludibrio público. Y los santiagueses que se apresten a cargar de nuevo sus campanas camino del Guadalquivir. Si atienden la sugerencia, los llenos están garantizados.

Qué duro es el papel de Paraíso Perdido. Córdoba, abandonada y empobrecida durante centurias (vean lo que cuentan de la ciudad los viajeros del XIX), de pronto se convirtió en carrusel de feria para tratantes de congresos y exposiciones, para campo de experimentación multiculturalista, con estrambóticas estatuas de Averroes y Maimónides (ambos concienzudamente perseguidos por los almohades), recuerdo probatorio del fecundo mestizaje de las Tres Culturas. Desde que el alcalde Julio Anguita, allá por el 85, donó a la casi inexistente comunidad musulmana dos antiguas iglesias, el problema no ha hecho sino crecer, al amparo de una Junta de Andalucía que ha convertido al moro de guardarropía en emblema de la región, como si todo lo sucedido antes del 711 o después de 1236 (fecha de la reconquista de la ciudad) no hubiera tenido lugar. Como si estuvieran obcecados en conseguir los objetivos expuestos en la revista infantil de Hamás (al-Fáteh): «me devolváis \[a Sevilla\], junto con el resto de las ciudades perdidas de al-Andalus (el Edén) a manos musulmanas para que la alegría y la felicidad colmen mi tierra», en definitiva, la puesta en práctica de la fetua de Yusef al-Qardawi —el egipcio miembro de los Hermanos Musulmanes escondido en Qatar— según el cual los musulmanes deben reconquistar «las antiguas colonias islámicas en al-Andalus, el sur de Italia, Sicilia, los Balcanes y las islas del Mediterráneo…», arbitrariedad mucho más atrevida y peligrosa que aquellos ensueños que, hasta hace veinte o treinta años, deslizaban los escritores árabes en sus poemas, entre sollozos tan fingidos como folklóricos por el Paraíso Perdido.

Serafín Fanjul