Retrato adanista de la juventud española

El adanismo —la costumbre de hacer cosas como si nadie las hubiera hecho antes— puede ser un ejercicio productivo si sirve para traer a colación asuntos públicos que reclaman una solución que no acaba de encontrarse.

En una catarata de interesantes artículos en EL PAÍS, la periodista Estefanía Molina recupera un relato de denuncia necesario sobre la situación de desventaja y falta de perspectivas de la juventud en España. El relato no es nuevo. Hace años, en tiempos de la Gran Recesión, el tema convocaba a jóvenes sociólogos y politólogos en redes sociales y en sus primeras columnas periodísticas. El Muro Invisible, libro del colectivo Politikon, se convirtió en un pequeño superventas sobre el tema.

Si nos remontamos más atrás, los estudios de juventud son uno de los campos más prolíficos de las Ciencias Sociales en España. Desde los años noventa, los investigadores radiografiaban con rigor la segmentación del mercado laboral (que abocaba a los jóvenes a la precariedad), la prolongación de vidas heterónomas en el hogar parental hasta edades inusuales en Europa, el aplazamiento de proyectos familiares y de la fecundidad, etc. Muchos analistas se preguntaban si estábamos ante un cambio de época, que empujaba a las nuevas generaciones a itinerarios en que la precariedad laboral y vital podía llegar a ser permanente. Algunos estudiosos del tema analizábamos procesos políticos que configuraban, en nuestro país y otros, modelos de bienestar extremadamente rácanos con un colectivo con muchísimas necesidades insatisfechas en su transición a la vida adulta.

Estefanía Molina (y otros columnistas) recogen el testigo elevando la voz. Sus artículos tienen la contundencia de un puñetazo en la mandíbula de los negacionistas. Molina sazona sus artículos con dos ingredientes que convierten su relato en especialmente corrosivo: 1) la idea de que estamos en una competición intergeneracional, en que las personas mayores están acaparando recursos de los que se priva a los jóvenes (abuelos “devorando” a sus hijos, llega a decir), y 2) que el Gobierno es impermeable a necesidades y demandas de la juventud.

El primer recurso argumental es de sobra conocido. La literatura académica evidencia que la posición económica de las personas mayores ha mejorado sensiblemente en las últimas décadas. Cierto es que la expansión de políticas de transferencia para mayores ha propiciado el mantenimiento de rentas tras la jubilación y proporciona una garantía de ingresos a mayores con trayectorias laborales precarias. Es una indudable conquista social indudable que tiene un coste económico elevado, pero ni mucho menos desmedido. España gasta el 10,9% de su PIB en pensiones públicas, según los datos recientes de la OCDE. Es una cifra equivalente a la de Alemania, Polonia o Bélgica, pero inferior a la de Finlandia, Austria, Portugal, Francia, Grecia e Italia. En países que gastan menos, como Estados Unidos o el Reino Unido, sus ciudadanos dedican cantidades ingentes (más del 5% del PIB) a pensiones privadas. Obviamente, solo disfrutan de esta protección las capas más pudientes que pueden suscribirlas. Las personas vulnerables reciben una pensión mínima y generalmente insuficiente.

Es correcto decir que España otorga prioridad a sus mayores, y lo hace de manera inclusiva, extendiendo la red de protección a colectivos con historiales de cotización limitados. Por ejemplo, un grupo especialmente protegido son las mujeres que abandonaron prematuramente el mercado laboral para cuidar, o desarrollaron parte de su trayectoria laboral en la economía informal.

Es difícil argumentar que se esté descuidando, con ello, necesarios equilibrios financieros para ofrecer pensiones que procuran una vida de comodidad y holgura. En realidad, el bienestar material de las personas mayores es fruto no solo de decisiones políticas que les benefician. Es, en buena medida, el efecto colateral, no buscado, de desarrollos sociales que poco tienen que ver con políticas adoptadas de forma deliberada. En primer lugar, ese bienestar tiene que ver con el acceso masivo a vivienda en propiedad a partir de los años setenta. La mayoría de las cohortes que llegan a edades avanzadas disponen hoy de un patrimonio que deviene clave cuando los ingresos se contraen tras la jubilación. Cuentan con vivienda propia, que adquirieron hace mucho tiempo. En el caso de haberse hipotecado han logrado satisfacer ya todos los pagos, y disponen íntegramente de la pensión para otros gastos.

En segundo lugar, muchos de estos jubilados tienen historiales de contribución largos y continuos, que dan derecho a una pensión adecuada. Una proporción considerable vieron reforzadas sus carreras de cotización durante la expansión económica que España vivió entre 1995 y 2009. La cuantía de la pensión que les correspondió refleja la coyuntura favorable de sus últimos años de cotización, durante los cuales generalmente pudieron contar con empleo y salarios elevados. En tercer lugar, la mejora de la situación económica de los hogares de los pensionistas es resultado de la incorporación masiva al mercado de trabajo formal de mujeres en la década de los ochenta y noventa. Gracias a su emancipación laboral y los derechos vinculados a sus carreras laborales, una proporción considerable de hogares donde viven parejas de edad avanzada se ganaron el derecho a dos prestaciones contributivas. Al acumularse, procuran seguridad económica.

El segundo gran recurso argumental de Molina que merece comentario es su denuncia de una supuesta desatención del Gobierno a la juventud. Aquí Molina suele invocar compromisos presupuestarios que el Gobierno asume para garantizar el poder adquisitivo de los pensionistas, como si de este compromiso se derivara de forma automática una falta de implicación con las necesidades de colectivos más jóvenes.

Hace años, los sociólogos Gosta Esping-Andersen y Sebastián Sarasa mostraron que existía una correlación positiva entre el nivel de gasto en programas para mayores y en programas orientados hacia la juventud. Los países que dedicaban más recursos a pensiones eran también países con políticas más generosas en ámbitos en que los jóvenes podían salir más beneficiados: políticas activas de empleo, educación, vivienda, familia e infancia o lucha contra la pobreza y exclusión social.

Y esas políticas —tradicionalmente muy rudimentarias en España— pasan por su mejor momento. La reforma laboral reduce la temporalidad juvenil. La subida del Salario Mínimo Interprofesional mejora las remuneraciones de cientos de miles de jóvenes en sus primeros empleos. El Ingreso Mínimo Vital va destinado principalmente a familias con niños, incrementando la cobertura y generosidad de las prestaciones que recibían hasta ahora. En el ámbito de la educación, en los últimos dos años ha tenido lugar un notable aumento presupuestario, auspiciado por la aprobación de dos leyes —la Lomloe y la Ley de Formación Profesional—. El volumen de recursos destinados a becas ha crecido a un ritmo que no tiene precedentes.

Quizás el mayor reto para el Gobierno en el apoyo a la juventud es la política de vivienda. El Gobierno ha dado muestras de querer acometerlo impulsando un bono joven de acceso a la vivienda de 250 euros mensuales para jóvenes menores de 35 años, incrementando partidas destinadas a vivienda social e impulsando un nuevo anteproyecto de Ley que tiene como objetivo principal favorecer la asequibilidad.

Queda bastante por hacer para dar a estas políticas el impulso que necesitan. Molina tiene toda la razón. Pero no hay que restar importancia a los avances. Contribuyamos a cultivar las condiciones que los propician. Para ello también conviene prestar atención a los recurrentes mensajes de alerta que lanzan los analistas más clarividentes, como la propia Molina, aun cuando “pequen” de adanistas.

Pau Marí-Klose es profesor de Sociología en la Universidad de Zaragoza, diputado por el PSOE en el Congreso y colaborador de Agenda Pública.

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