Decía Gregorio Marañón que los españoles contaban su vida al primero que tuvieran delante, pero les daba rubor escribirla. Exactamente al revés que los ingleses. Todo eso ha cambiado. Las memorias de españoles de la más variada especie han saturado las librerías, y la fecha que produce la ruptura con la tradición es la Guerra Civil y el exilio. Hay tal cantidad de autobiografías de personajes de lo más variopinto desde 1939, que a veces uno sugeriría que mejor las dedicaran a sus nietos, o biznietos, y así nos evitábamos los insufribles retratos de manifiestos impostores. Podría poner nombres pero hay tantos que llenarían el artículo. Es significativo que las mejores memorias que conozco de un militar durante la Guerra Civil las escribiera un físico madrileño, un tipo discreto que llegó a general, Manuel Tagüeña, muerto en el exilio mexicano (1971) con la misma discreción con que vivió.
Luego la posguerra y la lucha antifranquista. Evitemos los recuerdos falsarios de todos los grandes del franquismo –Serrano Súñer, Fraga, Rodó, Utrera...–, que, tras contratar a un amanuense o dictar a su secretaria, fabricaron textos de autojustificación. No les fueron a la zaga algunas grandes personalidades de la oposición: Gil Robles, Tierno Galván y sobre todo el gran Carrillo, autor tan prolífico que de no llegar a morirse ya hubiera puesto en circulación su quinta o sexta autobiografía; perdí la cuenta.
Por eso les voy a hablar de Jesús Felipe Martínez, conocido más en su casa que en cualquier parte; admirado por sus amigos, pocos; experto en literaturas tan poco seductoras hoy, y es pena, como la novela de los siglos llamados de Oro y que eran de Estaño. Harto de desasnar con escaso éxito a sus alumnos de secundaria, que se descojonaban de él, de la enseñanza, de la literatura y hasta de sus padres, decidió prejubilarse y dedicarse a actividades más beneficiosas para la sociedad y para su salud mental.
Pues bien, este caballero nacido en Segovia en 1948 ha escrito uno de los libros más sentidos –y mejor escritos– que he leído en mucho tiempo. Y además trata de algo nada frecuente, insólito hasta decir basta: la autobiografía de un estudiante de la Universidad de Madrid, sección Letras, que por esos azares del destino y de la voluntad después de ser detenido y apaleado, cárcel incluida, decide ingresar en el Partido Comunista. Era el año 1969. Es decir, cuando a nadie se le hubiera ocurrido ingresar en el PSOE, en el PSP, ni tener el morro de convocar a la dictadura del proletariado a la salida de misa de doce. El nacionalismo político, fuera de Euskadi, no existía.
Es un cofre este libro. De esos que deben abrirse para enseñar a los amigos como muestra de la ironía y el humor, que son como piedras preciosas, con la precaución de ponerlas lejos del alcance de los “antiguos combatientes”. Conozco a Jesús Felipe Martínez de antiguo –nos vemos cada tres o cuatro años– y nunca he conocido a nadie tan exento de ambición. Es un espécimen digno de estudio, porque en una España donde el trepa, el logrero, ya sea catedrático o albañil, vive en la obsesión de ser famoso, de conseguir que le valoren en todo lo que lleva dentro, un genio de la lingüística o un constructor de ciudades sin habitantes, Jesús Felipe admite perfectamente lo jodido que es asumir que uno no quiere más que escribir buen castellano y luchar por la verdad. El sueño de Max Aub, una de las cimas de la literatura castellana de la segunda mitad del siglo XX, que murió consciente de que tal ambición era una quimera.
Un relato directo de la infancia, breve, como corresponde a quien no pretende emular a Proust. (Esa obsesión de nuestros memorialistas de contar por lo menudo la historia de su familia, anodina y mediocre, como si se tratara de los Romanov de Reus, Badalona o Laviana). Y luego esos largos años del cólera en los que Retrato con fondo rojo logra páginas de una brillantez que echan al carro de la basura toda la farfolla de los “rebeldes independientes”, hoy académicos, que apuntaban maneras. La descripción de la mili en el campamento de Viator (Almería), donde nuestro autor se convierte en algo tan enraizado en la pasión y la ignorancia como es escribir cartas de amor a las novias de los analfabetos, alcanza la categoría de imborrable. No por conocido, menos valioso, porque está escrito con humor y distancia, sin superioridad alguna, con esa sencillez que convirtió nuestra vieja literatura en algo tan raro como la sabiduría compartida; la comprensión unida a la rebeldía contra esa canalla que logró ganar una guerra a costa de destrozar tantas vidas.
Tal como éramos. No hay grandeza ni heroísmo, y cualquier chiquilicuatre la hubiera metido a chorros en esos relatos carcelarios. Todo está narrado por un hombre que sabe que va a perder, pero que ya puesto a ello, considera una indignidad renunciar. Un “militante de base” y en clandestinidad resulta una aventura por sí sola; no exige excesos de escenografía. La literatura, aunque cuente historias estremecedoras es siempre un juego, ya se trate de Kafka o de Canetti, de la cárcel o del crimen. Hay en este libro momentos estelares que remedan la comedia, la vieja commedia dell’arte o del entremés. Lo del torero gañán y la cándida británica, en pleno 1969, aquel año atroz, que empezó con un asesinato –Enrique Ruano Casanova, estudiante, lanzado desde un séptimo piso por la policía– y terminó en salvas que anunciaban la transición aún sin fuelle, ese relato pertenece a ese género tan difícil de definir y que está entre la risa y el llanto.
¿Qué decir de aquella militancia proselitista que tanto copiaba de los cursillos de cristiandad? Para los amantes de la pequeña nota biográfica de los famosos, lo de Joaquín Sabina tiene su gracia, el descubrimiento de Tirant lo Blanc también. Hay tantas historias que me evocan a Stendhal en algunos de sus textos, considerados menores, en los que sencillamente dejaba correr la pluma, la memoria y la sensibilidad.
Si echara a faltar algo es culpa mía. Es verdad que está la miseria de las pensiones para estudiantes o provincianos en busca de trabajo, y luego el salto a los pisos de alquiler entre varios, cosa imposible de conseguir en los primeros años sesenta porque nadie osaba alquilar a chavales sin posibles. Falta, lo lamento yo pero no lo harán los lectores, aquel mundo de las cajas que mandaban las madres desde los pueblos a las capitales de España. Nunca olvidaré las de Recarte, posterior decano en la Universidad de Madrid, cuya madre nos quitaba hambre de semanas con sus chorizos y sus pimientos navarros que aún olían a la leña en que fueron asados. Y también el otro lado, lo cotidiano. Las latas de callos La Piara y las de fabada Campanal. Mi generación, al menos algunos, las comimos por centenares. Hagan un sencillo cálculo, 30 o 40 por curso. ¡Pero estábamos hablando de Stendhal y yo meto insensatamente a Camilo José Cela! Lo siento.
Retrato con fondo rojo lo publicó una editorial –Lengua de Trapo– que no creo yo que suscite una oleada de entusiasmo promocional, ni entrevistas a su autor, ni siquiera reseñas. Merece la pena, se lo aseguro. Nosotros no tuvimos magdalenas de Proust, ni siquiera llegamos a conocer los donuts; todo lo más los sobaos pasiegos. Crecimos asilvestrados con bocadillos de calamares, churros y porras de dos tipos: de pasta y de canalla policial, especialidades madrileñas. Y libros. Pero los libros no se comen.
Gregorio Morán