Retratos incómodos

Cuando Oliver Cromwell estaba siendo retratado para la posteridad y su pintor le propuso limar algunas asperezas de su rostro, éste exigió rigor y dicen que le espetó: «Píntame como soy, con verrugas y todo». Hace unos días, el nacionalista Anasagasti -'bloguero alegre y combativo' en su última fase política como senador- y una diputada valenciana de Izquierda Unida han demandado al presidente del Congreso la retirada de los retratos de los presidentes de las Cortes franquistas. En concreto, de dos tradicionalistas vascos, Esteban Bilbao y Antonio Iturmendi, y de Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Además, los dos primeros alternaron el cargo con el de ministros de Justicia -entre 1939-1945, y 1951-1965, respectivamente-, en años en los que la citada justicia no era lo que más se dispensaba por el país.

La aportación de Anasagasti y de Isaura Navarro -que así se llama la diputada izquierdista valenciana- es a un tiempo inoportuna y sugerente. Inoportuna por ese viejo tic que tienen las minorías políticas irresponsables de añadir dos huevos duros a la suma final cuando las cosas parece que se enderezan. Ahora que parece que sale adelante la complicada ley que se acabará conociendo como 'de memoria histórica', lo más improcedente es plantear supuestos reales y escurridizos que permitan a los opositores del proyecto legislativo pertrecharse aún más en argumentos sobre eso, sobre la inoportunidad e inviabilidad del mismo. Pero a la vez suscitan una cuestión relevante acerca del reconocimiento de la propia historia y de las políticas de la memoria.

El acuerdo al que se ha llegado, cierta y afortunadamente, compromete todavía más a los futuros gobiernos a algo que era imperativo ineludible de esta ley: hacer una política de memoria que acabara con la política de olvido que acordamos aplicar y arrastramos desde la Transición. Los gobiernos no deben escribir ninguna historia oficial -vade retro-, y así lo dice el preámbulo de esta futura ley, pero sí que tienen un compromiso con el reconocimiento social de hechos y de personajes en razón de su contribución u oposición a valores universales. Es decir, que un gobierno democrático tiene que tener políticas de memoria para que su ciudadanía reconozca, recuerde y honre a cuantos en el pasado actuaron en defensa de la libertad y de las libertades democráticas (y también los hitos históricos de la misma: fechas, acontecimientos ), y no lo haga así (y lo impida) con respecto a quienes las pusieron en peligro, las combatieron o las hicieron imposibles. Luego, la aplicación concreta de esa voluntad y de los renglones de la ley no es siempre diáfana y palmaria.

Retirar escudos, placas e insignias y otros símbolos que exalten el golpe militar del 18 de julio de 1936, la Guerra Civil o la dictadura, o impedir que el Valle de los Caídos siga siendo el monumento a esa 'gesta', es sencillo. Pero distinguir si Onésimo Redondo o Agapito García Atadell pueden tener una calle en su pueblo en su condición de personajes históricos o en la otra de sostenedores de una guerrilla fascista o de una checa cruel, respectivamente, no lo es tanto. La ley que va a salir adelante, en su aplicación, puede contribuir a restituir adecuadamente la dignidad de que se privó a tanta víctima olvidada de la guerra y de la dictadura, o puede hacerlo a una suerte de trágala retrospectivo e inútil que no repare sino que aliente fantasmas de otros tiempos. Era el riesgo de partida y sigue siendo el del momento posterior a su aparición en el BOE. Todo depende de la voluntad, no tanto del legislador, en este caso, como de sus futuros ejecutores, desde el Consejo de Ministros al último concejal de aldea.

Por la calle circulan ciudadanos; por el pasillo o salón del Congreso donde cuelgan los retratos de sus presidentes, mayormente lo hacen sus señorías de turno. A las calles se les puso nombre de personas hace sólo un par de siglos. Antes tenían nombre de lugares o de santos o de cosas que había allí. Desde la 'invención' de la soberanía popular y de la diferente relación entre ciudadano y gobernante, las placas se han utilizado para popularizar la referencia y los valores adheridos a héroes o personajes de la patria, de la grande o de la más chica e inmediata. Memoria e historia están presentes así en el nombre de las calles y en ese noble pasillo de los retratos. Pero no funcionan igual. En este segundo caso, todas las señorías que ven cada día esas pinturas saben -o deberían saber- que la historia de su país resulta de un inevitable juego de claroscuros donde alternaron, en este caso, gobernantes o legisladores justos y canallas, legítimos y legales con sediciosos y a la fuerza. Además, también deberían saber que esas tan adversas condiciones caracterizaron a los del siglo XX y también a los anteriores. Esto es, que el XIX y el XVIII y antes también tuvieron sus personajes de renombre absolutamente malvados, atroces e impíos, aunque la distancia en el tiempo ahora les haya lavado la sangre y nos haya dejado sólo el nombre (o el renombre). La distancia es el olvido, ciertamente, y el siglo XX incorporó a la perversidad de algunos humanos con mucho poder las posibilidades de la técnica, e inventó el 'asesinato industrial, burocrático y masivo'. El Holocausto es su monumento cumbre, pero cada país guarda el suyo. El nuestro es la Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura que la siguieron.

El ciudadano y su señoría son igual de adultos y de cultos. Hay que partir de ahí. Pero no tiene el mismo efecto una calle al oportunista Esteban Bilbao, firmante de docenas de penas de muerte, que su retrato en un pasillo de las Cortes. En el primer caso reiteraría una memoria positiva del sujeto; algo que hay que evitar. En el segundo recuerda a los legisladores que entre los suyos los hubo con rostros tersos y con verrugas, y que son mejores y más bellos aquéllos que éstos. Pero no se puede borrar la Historia, hacer como si no hubiera sido. No tanto o no sólo porque es una ingenuidad absurda, sino sobre todo porque no entenderíamos nuestro presente sin todo nuestro pasado, 'con verrugas y todo' (o sobre todo con ellas). ¿De qué transición a qué democracia hablaríamos si obviamos, hasta para el recuerdo de sus señorías, la existencia de una interminable dictadura que se superó precisamente con aquel proceso político? Y esa dictadura tuvo nombres y hechos, y personajes que no se rememoran ni dignifican con un retrato en Las Cortes: solamente se enumeran, se listan, se recuerdan sin objeto alguno.

De lo contrario, vean ustedes lo que pasa en mi pueblo, en Vitoria. Hace todavía poco se colocó dignamente un retrato de Teodoro Olarte, diputado general en la República, asesinado al comenzar la guerra por los sediciosos alzados. Poco tiempo antes se colocó o repuso, no lo sé, otro de alguien que ocupó ese cargo en el siglo XIX, durante la 'década ominosa' de aquel infame Fernando VII. Me refiero a Valentín María de Verástegui -'Valentín I'-, sujeto cruel, reaccionario hasta las cachas, conspirativo, culpable en gran medida de la guerra carlista en Álava, de quien Tomás Alfaro Fournier dejó una ajustada y precisa definición: «Hombre torvo e irritable, austero a fuerza de ser mezquino, metido siempre en intrigas de convento y rodeado de hipócritas y chismosos de la peor especie». 'Valentín I' llenó la cárcel de liberales, desterró a cuantos pudo e incluso prestó oídos a 'fray Demonio' cuando le pedía restituir el Tribunal del Santo Oficio (la Inquisición) y ubicar su sede en el edificio del Teatro. Poca nobleza hay en el personaje, pero le han devuelto a la pared y sólo yo me he dado cuenta (y echado cuentas).

Vaya ahora la oración por pasiva. Vitoria dicen que es la ciudad europea que tuvo más desarrollo durante los años sesenta. Puede que sea así. La razón de ese desarrollo radica en la industrialización vivida a partir de finales de los años cincuenta. Se produjo por causas diversas y aprovechando coyunturas favorables. Pero se produjo también y sobre todo porque determinadas personas, además de los empresarios y trabajadores, desde los despachos oficiales de aquel régimen de dictadura, actuaron con acierto. Dos alcaldes de Vitoria, Lacalle Leloup e Ibarra Landete, tomaron esas sabias decisiones para hacer posible el punto de partida al desarrollo que todavía hoy disfrutamos. Poco o nada sabemos de sus ideas, de su opinión del régimen de que formaban parte o si cometieron tropelías o desmanes económicos. Lo único que nos consta es que son protagonistas centrales de nuestra historia más reciente. No tienen ni retrato en el Ayuntamiento, ni calle, ni recuerdo. Ni historia (algo empieza a haber), ni memoria. Suponemos que vivimos en el desarrollo de la industrialización por alguna suerte de conjunción astral o, simplemente, por nuestro natural trabajador.

La derecha social y política que se ha negado a esta ley que, por fin y con buena letra, ya camina, ha manifestado su profunda incapacidad para encararse con su historia y también con la de sus mayores. Dice poco de su espíritu democrático y liberal (en el sentido noble del término). Pero tenía (y tiene) razón su crítica a esta iniciativa legislativa en dos cosas. Una, que ésta se quedara en un repertorio de reconocimientos económicos que se podía haber sustanciado con más decretos. Afortunadamente, la ley ha cobrado la dimensión y contenidos políticos adecuados para que ya no sea 'sólo' eso: indemnizaciones, pensiones y permisos de nacionalidad. La otra, más profunda, era que esta ley contribuía a dividir más que a unir y a distorsionar más que a aclarar la relación entre nuestra historia y nuestra memoria. Tal como ha quedado el redactado casi definitivo, no tiene por qué ser así. Sólo depende de que los ejecutores futuros de la ley distingan adecuada y generosamente entre una cosa y otra, entre memoria e historia, entre un nombre en una calle o un retrato en el pasillo de un edificio oficial.

Antonio Rivera