Retuit, please

La solidaridad como forma precipitada de adhesión a una causa (o como esfuerzo natural por televisar el auxilio) vive una época dorada como el mundo no ha conocido. Jamás ha sido tan fácil medir el caudal de nuestros corazones ni aquilatar la empatía, al fin evaluable en forma de tuits, citas a Mandela con fondo crepuscular o emoticonos de llantos. Atrás quedaron las hileras de números que cruzaban, como se cruza la calle, el televisor a la altura exacta a la que el presentador avisado se abrocha el botón de la americana; atrás los maratones con famosos preocupados al teléfono, que sustituyeron a los boy scouts como cantar el Imagine hizo al fin innecesaria la bondad.

Retuit, pleaseEn la era de las cavernas, que Google ubica antes de 1986, antes del descubrimiento y provecho de los metales, no había cómo pesar la solidaridad: entre huesos, madera y rocas, el hombre de la Prehistoria, recién desprecintado, apenas encontraba causas con las que indignarse. Una mano en el hombro del guerrero herido (justo sobre su muñón), una mirada cómplice y un asentimiento leve eran el único modo de indicarle que, una vez muerto, su mujer no tendría de qué preocuparse. La solidaridad era una noción volátil, como todo concepto carente aún de nombre, y a menudo se confundía con los gases. Se vivía, en cualquier caso, con prudencia, y, a falta de números con los que llevar la cuenta, nadie debía nada a nadie, que se supiera; el hombre de las cavernas apenas se hacía notar y sus virtudes superiores carecían de desarrollo, preocupado como estaba por llegar con vida a la segunda temporada.

Ahora el mundo es diferente: el hombre habla, el perro, en sus diferentes grosores, releva con formalidad al lobo, y las guerras y los tsunamis se retransmiten al fin en directo para mejor acreditar ante el semejante nuestra aflicción. Si la televisión dio reglas a la fraternidad y la acomodó a la sala de estar, sólo internet garantiza su vigencia, de Facebook a Twitter (más virtuoso, por inmediato) y de Twitter a Instagram (que hace, en un soplo, de un monumento un logo y de la empatía –el sentimiento más parecido a una sensación– una taza para el desayuno).

Con todo amanecer llega un compromiso nuevo. No es fácil acertar con la inquietud instantánea, ni admitir el mal que podría causar la falta de juicio. ¿A cuántos niños habremos matado por no hacer «fav» a tiempo? ¿Cuántas becas habremos malogrado, a cuántos perros habremos condenado al extravío? ¿Cuántas veces hemos jugado, ya, a ser Dios al negar la vida a un enfermo, o vaciado un festival benéfico por no pulsar donde debíamos, entre el «seguir» y el «me gusta»? Tantas vidas desperdiciadas por culpa de nuestro egoísmo, por nuestra astenia, por tontos, por nuestra soberbia flácida, por nuestra analógica falta de reflejos... Un niño de 5 años padece una enfermedad rara, los laboratorios se encogen de hombros y el Estado señala un Excel. ¿Qué necesita? Un retuit. Un gato siamés maúlla con desconcierto, sus dueños, que lo han perdido en las praderas de hormigón de un barrio nuevo y sin farmacias, se lanzan al smartphone, porque, ¿qué necesita su piel de angora? Un retuit. Despiden en Jaén a una mujer; injustamente, se entiende; han cerrado una planta de encurtidos y le han hecho comprarse un silbato y un megáfono; sus hijos ya no pueden tener caries. ¿Qué necesita? Un retuit. Un simple retuit. ¿Pide mucho? La vida de tanta gente en manos de un dedo. ¿De cuántas mascotas puede ocuparse un actor verificado, de cuántos pulgares célebres depende el bien del planeta? Un retuit para gobernarlos a todos, un retuit para encontrarlos, un retuit para atraerlos a todos y sacarlos de las tinieblas.

Y, mientras, nosotros, ciegos, imprudentes, entregados a nosotros mismos, sonriendo delante de una fuente o inmortalizando capuchinos o loros o playas o pies, mudos ante el #YaEstáBien, el #AsíNosVa, el #LuegoNosQuejamos, el #PrayForMyself, entregados (o entregadas: la furia homicida carece de sexo) al disgusto, y sordos, sin embargo, al remedio, tan cercano, tan al alcance de uno, donde la yema remata el índice, en la misma pantalla táctil que nos separa, estúpidos, del mundo, mientras los niños, los hamsters, los becarios, los enfermos, los poetas, los parados, los cortometrajistas, se mueren de tres en tres por nuestra afición a ser nosotros, por nuestro gusto por nuestras cosas que condena al mundo a una nueva era de oscuridad, una edad sin cobertura, porque hemos olvidado que un retuit, un simple retuit, es lo que nos separa de los animales, de la barbarie, del hambre, de la siesta. Es lo que nos hace humanos. Es lo que nos da una oportunidad y podría rescatarnos, haciéndonos eternos con un clic, del tiempo.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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