¿Reunirse es delictivo?

Por Edmundo Rodríguez Achútegui, magistrado (EL PAÍS, 09/11/06):

Las sucesivas decisiones de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco en las que admite dos querellas, una contra el lehendakari, Juan José Ibarretxe, y otra contra los diputados autonómicos Patxi López y Rodolfo Ares, a los que se imputa un delito de desobediencia por reunirse con los antiguos responsables de un partido ilegalizado, Batasuna, plantean algunos interrogantes estrictamente jurídicos que a cualquiera causan, cuando menos, perplejidad.

Si el delito de desobediencia pretende evitar que la autoridad del Estado, en este caso la de una sentencia del Tribunal Supremo, se vea menoscaba, habrá que hacer un juicio de indicios para admitir la imputación que hacen los querellantes. Porque se ven afectados derechos fundamentales, objeto de una estricta protección por la Constitución, cuyo máximo intérprete, el Tribunal Constitucional, ha exigido siempre se vean salvaguardados para permitir que nuestro sistema político sea reconocible como democrático. Nuestra Constitución garantiza la libertad política, instrumentado el pluralismo a través de los partidos políticos. Asegura la libertad de expresión, de reunión, de manifestación. E incluso proclama que la finalidad de las penas es la resocialización del delincuente, al que no se le priva de derechos políticos, salvo que la sentencia lo proclame expresamente. Esos derechos fundamentales pueden entran en conflicto en este caso con el principio de autoridad, que se vulneraría si se cometiera un delito de desobediencia.

El presupuesto imputado por los denunciantes, el Foro de Ermua y el Partido Popular del País Vasco es que la sentencia del Tribunal Supremo que ilegalizaba Batasuna ha sido vulnerada por celebrar una reunión con los antiguos representantes de tal partido ilegalizado. Ello exige un esfuerzo interpretativo, porque la resolución no afecta a las personas físicas que componían ese partido, cuyos derechos civiles y políticos permanecen intactos. Primer interrogante: ¿cómo puede representarse a una persona jurídica inexistente, en cuanto ilegalizada?

Situada frente a tal conflicto, la Sala ha hecho una lectura arriesgada. Entiende que puede haber indicios de criminalidad en el hecho de que destacados representantes de la comunidad política -el presidente del Gobierno vasco y el líder de la oposición en el Parlamento de Vitoria- se reúnan personas que no pueden representar a un partido inexistente. La presunta vulneración la deduce del texto de la sentencia del Tribunal Supremo, que no contiene limitación o privación de los derechos políticos de ninguna persona física. Para asegurar el principio de legalidad, que impide perseguir conductas no previstas en el Código Penal, se tendrá que constatar que reunirse con personas cuyos derechos políticos permanecen incólumes satisface los exigentes requisitos de tipicidad que dispone la ley.

Si al ponderar los derechos en conflicto se hace prevalecer el principio de autoridad a los otros valores constitucionales que están en juego, entraremos en una cuestionable dinámica. Cualquiera podrá, de prosperar esa línea interpretativa, querellarse frente a quien decida reunirse con un delincuente. Aparecen entonces nuevos interrogantes: si un ciudadano se reúne públicamente con una persona condenada por una sentencia firme, ¿a partir de ahora será perseguido por los tribunales? Quienes se reúnan con ETA con el fin de que deje de delinquir, ¿sufrirán persecución penal? Los diputados que en el Congreso aprobaron esa posibilidad, ¿serán procesados como cooperadores necesarios de un delito?

Es llamativo, además, que en este caso hubiera una petición a la Audiencia Nacional, previa a la reunión, con el fin de que se impidiera. El juez Baltasas Garzón decidió, en aquel momento, que la reunión anunciada no era constitutiva de ningún delito y no vulneraba las resoluciones judiciales dictadas hasta la fecha. ¿Puede entonces desobedecerse una prohibición que no consta expresamente en la sentencia del Tribunal Supremo cuando un juez de la Audiencia Nacional, antes de que se celebre la reunión, no aprecia razón para impedirla? ¿El juez que la permite también será responsable del delito?

Estas preguntas nos acercan a una reflexión que, pese a lo recurrente, no puede obviarse. Este tipo de denuncias y pretensiones punitivas tratan de judicializar el debate político. Un debate político central, en la actualidad, en la sociedad española, pues el modo en que haya de afrontarse la definitiva desaparición del terrorismo se ha convertido en tema de notable interés y permanente discusión. Sin embargo, frente a quienes pretenden trasladar a los tribunales lo que sólo pueden decidir los representantes de la soberanía popular, debería encontrarse una respuesta judicial que, destacando que precisamente ése es el móvil perseguido, conjurara semejante tentación, circunscribiendo al foro público lo que no cabe en el judicial.

Si la racionalidad ha de impregnar toda ley y el sentido común su interpretación, la prudencia, virtud judicial por excelencia, debería triunfar frente a quienes pretenden judicializar un debate estrictamente político. Las garantías propias del proceso penal y el rigor jurídico al aplicar la ley, que en el campo penal es estricta en cuanto a los requisitos precisos para considerar una conducta delictiva, deberían triunfar en estos singulares casos que ahora se enjuician, evitando el laberinto jurídico que, por todo lo dicho hasta aquí, cualquiera puede barruntar.