Revalorizar la acción política en el mundo post-pandemia

El 15 de abril de 2019, el fuego arrasó casi por completo la catedral de Notre-Dame de París. Al poco, se instauró en el seno de la sociedad francesa el debate sobre su reconstrucción. Algunos optaban por su modernización, al mismo tiempo que se reinterpretaba la catedral en ruinas. Otros, en cambio, proponían restablecer su imagen original y restaurar su estatus ex ante. El Gobierno francés, por tradición, simbolismo o grandeur, se decantó por esta última opción. Fue, al fin y al cabo, una decisión política ante una disyuntiva que trazaba dos caminos muy distintos.

La pandemia de covid está siendo nuestro Notre-Dame global. Las consecuencias sanitarias, económicas, políticas, sobre el modo de vida y la alerta ante futuros fenómenos parecidos nos remiten a una crisis de alcance mundial. La covid-19 está acelerando dinámicas de conflicto muy presentes en el mundo pre-pandemia, desde la rivalidad entre grandes potencias y las lógicas de repliegue nacional, a la centralidad política del populismo, el ataque al multilateralismo y a las instituciones internacionales.

Sin embargo, también está aumentando la sensación de pertenencia a una comunidad de riesgo global y, con ello, se refuerzan las voces que reclaman repensar nuestra interacción con el planeta y actuar de inmediato contra el cambio climático, fortalecer las dinámicas transnacionales (que, en el ámbito de la ciencia, han permitido disponer de una vacuna en tiempo récord) o, en general, repensar los mecanismos de cooperación global.

Nada está decidido en el mundo post-covid. Este puede caracterizarse por la restauración y el refuerzo de viejas dinámicas o por la generación de nuevas oportunidades de cooperación global. Es fundamental entender que esta disyuntiva se resolverá mediante las decisiones políticas que se tomen hoy. En el mundo occidental, la elección de Biden, el Fondo de Recuperación de la UE o el acuerdo del Brexit son desarrollos positivos. Pero en el plano global, la creciente desigualdad entre países y en el seno de muchas sociedades, la desigual distribución de la vacuna o la persistencia de conflictos y de crisis humanitarias apuntan en la dirección opuesta.

Con el tiempo, leeremos el asalto al Capitolio como el clímax de un proceso de reiterado debilitamiento de las instituciones y de radicalización de la estrategia de la polarización. Y la toma de posesión de Biden como un momento de reencuentro con una política más sosegada, que deberá hacer frente a los factores estructurales del populismo. Celebraremos que el ala más radicalizada del trumpismo no consiguiese revertir el proceso de cambio presidencial, pero seguiremos sujetos a la necesidad de profundas reformas que eviten la atracción magnética de un nuevo candidato “antisistema”. Con suerte, una menor intensidad de la política de la identidad (o de lo absoluto), dará lugar a la revalorización de la acción política y de las políticas públicas.

En el plano internacional, la era Biden coincide con una pérdida del poder relativo de Occidente, unas dinámicas de rivalidad creciente, juegos de suma cero entre grandes potencias y una mayor incidencia de lo transnacional en la vida de los ciudadanos. Para Trump, la rivalidad era la opción política preferente. Para Biden, en cambio, ante la creciente competición internacional que se asume como inevitable, la cooperación será la opción por defecto.

Su discurso inaugural dio pocas pistas sobre política exterior, más allá de lo dicho en campaña: restaurar las alianzas tradicionales, retornar al Acuerdo de París contra el cambio climático o permanecer en la Organización Mundial de la Salud. Prometió también que Estados Unidos liderará con “el poder del ejemplo” y no con el “ejemplo del poder”. ¿Qué lugar ocupará la anunciada cumbre de las democracias?

Hay motivos para dudar de su conveniencia. Desde un punto de vista ideacional, el concierto en exclusiva de regímenes políticos democráticos puede ser tachado de hipócrita dadas las disfuncionalidades internas que resultan de los hechos del Capitolio o de la deriva autoritaria de muchos liderazgos en países democráticos y la erosión de sus Estados de derecho, desde la India a Hungría, pasando por Brasil o Filipinas. La cumbre de las democracias remite también a una reinterpretación del “fin de la historia”, cuando tras el fin de la Guerra Fría se sobreestimó el consenso alrededor de un orden global internacional regido por el liberalismo político y económico.

Desde una óptica material, Estados Unidos y Europa deberán cooperar a veces con regímenes no democráticos sobre los bienes públicos globales, revalorizados tras la crisis de salud global que es el coronavirus. También se necesitarán alianzas más amplias para la reordenación del comercio internacional, la reforma de las instituciones globales, la fiscalidad, o la lucha contra el cambio climático.

Como ocurre con otros niveles de gobernanza, el global y, por consiguiente, el multilateralismo, está contestado. Sus instituciones no pueden aspirar a constituirse en una suerte de gobierno global ―si es que alguna vez lo pretendieron― pero sí fomentar un multilateralismo más efectivo ante los nuevos retos transnacionales. El multilateralismo se ha vuelto más tangible y menos ideal. También en el plano de la cooperación internacional, la acción política deberá tomar la delantera.

Pol Morillas es director de CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs) y codirector, junto con David Fontseca, del documental Bouncing back. World Politics after the pandemic.

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