Revancha del parlamento británico

El Parlamento Británico ha rechazado (por tercera vez) el acuerdo negociado por la primera ministra, Theresa May, con Bruselas para una salida ordenada del Reino Unido de la Unión Europea, dejando el futuro de las relaciones entre ambos lados del Canal a punto de despeñarse por los acantilados de Dover. La mayoría de rechazo se ha formado con diputados de origen variopinto: desde los euroescépticos más recalcitrantes del Partido Conservador del Gobierno, o sus aliados norirlandeses, a la oposición laborista de Corbin, tibiamente proeuropea. Mientras tanto, fuera del Parlamento miles de personas se manifestaban en la calle, más dividida que nunca entre los partidarios de abandonar o de permanecer en la UE.

Con todo, el conflicto tiene aún mayor complejidad de fondo, y viene de muy atrás. Lo ocurrido estas semanas no es sino el reflejo institucional de una profunda quiebra en la política británica, propiciada por la irresponsabilidad de una parte de la clase dirigente -política y periodística- incapaces de defender el europeísmo de un Churchill, o la aportación a la cultura europea de las Universidades de Oxford y Cambridge, por poner solo algún ejemplo, porque quizás han encontrado en la UE un chivo expiatorio al que culpar de la decadencia de su sueño imperial. Paradójicamente, parte de la nación que con más firmeza y unidad derramó su «sangre, sudor y lagrimas» para liberar a Europa del yugo totalitario nazi, se ha ido deslizando de manera recurrente, desde hace cuarenta años, hacia la deriva del populismo más burdo para alejarse de la Europa unida. Populismo de fondo -con argumentos demagógicos y falsos-, y de procedimiento, con apelación al referéndum como expresión de democracia directa, precisamente en la cuna de la democracia representativa parlamentaria.

El primero en recurrir al referéndum fue el laborista Harold Wilson en 1975, para acallar en su partido las críticas por su apoyo a la adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea, que había conseguido su antecesor, el primer ministro conservador Edward Heat. A pesar del momento de crisis económica y de fuertes divisiones en ambos partidos, el resultado fue ampliamente favorable a la permanencia en la CEE: 64’5% a favor, 33’5 en contra. Pero se había iniciado el camino que ha culminado ahora en sentido opuesto -51’9 contra la permanencia, 48,1 a favor-. Muchas voces señalaron que el referéndum era una vía extraña a la Constitución británica, especialmente inadecuada para resolver cuestiones complejas no reducibles al dilema binario entre el sí y el no, más sensible a las reacciones emocionales que al análisis y debate parlamentario. Sin embargo, en 1979 se convocó, también por un Gobierno laborista, otro referéndum, nada menos que para dilucidar la estructura territorial del Reino Unido («devolution process»). La admirada Constitución británica y la centralidad del Parlamento quedaron así desplazados para las decisiones más trascendentales.

El populismo hunde siempre su raíz más profunda en la idiosincrasia de la comunidad a la que se dirige, en algún rasgo colectivo esencial a lo largo de su historia. En Inglaterra, su insularidad ha forjado históricamente un carácter nacional prototípicamente independiente, refractario a cualquier intromisión, tanto en la vida privada -«mi casa, mi castillo»- como en la vida pública. Sobre todo si se percibe una injerencia desde el otro lado del Canal, sea del poder religioso de Roma -que llevó en el siglo XVI al cisma anglicano-, sea ahora desde Bruselas, como sede de la Europa unida. Nada que ver con nuestra idea europea, unida básicamente al ideal democrático. Allí, aprovechándose de ese sentimiento nacionalista, se han lanzado en estos años una serie de eslóganes falsos o manipulados contra la Unión Europea, especialmente en la campaña del último referéndum, llegando a pervertir el también tradicional fair play de la política británica.

Cuando Cámeron anunció el referéndum en 2013, pretendía ahuyentar a UKIP, partido ultranacionalista, y a los propios euroescépticos del Partido Conservador, ofreciendo la permanencia en una Europa reformada. Perdió las europeas ante Ukip en 2014, pero ganó las generales por mayoría absoluta en 2015. Creyó entonces que con su victoria y su euroescepticismo moderado ganaría también el referéndum, pero casi la mitad de su Gabinete hizo la campaña en contra, y Corbin y sus laboristas desaparecieron prácticamente.

El más decisivo tema de campaña fue la «masiva inmigración de trabajadores europeos» que supuestamente ponía en peligro los puestos de trabajo para los británicos, con riesgo de quebrar su welfare state, particularmente del venerado Servicio Nacional de Salud. Sin embargo, las cifras desmentían ese mensaje: los trabajadores europeos no suponen ni la mitad de los procedentes de la Commonwealth, y ni unos ni otros parecen afectar al desempleo, que no supera en los últimos años la cifra del paro técnico: 4%. Apenas un 25% de los trabajadores europeos están utilizando los servicios sociales ingleses, a diferencia de los ingleses residentes en el continente, de lo cual tenemos sobradas muestras en España… El gran debate sobre la recuperación de las competencias cedidas a Europa, se centró en la jurisprudencia del Tribunal de Derechos Humanos, basado en el Convenio del Consejo de Europa ¡no alcanzado por el Brexit! Prometían «volver a ser una potencia comercial global», cuando el 45% de sus exportaciones dependen del mercado europeo. Y todo ello en un clima de tensión inusitado, en el que se produjo incluso el asesinato de una parlamentaria pro europea. Ya Aristóteles advirtió que la demagogia es la degeneración de la democracia.

Al conocerse el resultado, Cameron dimitió, y el Ministerio de Exteriores convocó a los embajadores de la UE: «No tenemos plan B» -dijeron-. Era cierto, como se ha comprobado. La ministra del Interior, señora May, fue elegida primera ministra: «Brexit significa Brexit» anunció, solemnizando una obviedad que, al no decir nada, tranquilizó a todos. Pero se negó a llevar al Parlamento sus propuestas para desarrollar el resultado del referéndum, demostrando que, cuando en un sistema se introduce un elemento extraño, se distorsiona el sistema entero. Los Tribunales restablecieron el rule of law, y el Parlamento recobró sus competencias. Ahora, se está cobrando la revancha.

Federico Trillo-Figueroa ha sido embajador de España en el Reino Unido.

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