Revancha

Por José Antonio Zarzalejos. Director de ABC (ABC, 23/07/06):

LA denominada memoria histórica es un oportunismo propiciado por la conjunción de un socialismo radical que ya ha abjurado de la transición democrática y unos nacionalismos que nunca participaron sinceramente en ella. Forma parte de un listado de acciones, comportamientos y actitudes que tienen una misma finalidad: la deslegitimación, lenta pero progresiva, de la obra político-constitucional de 1978 y que se coordinan, además, con otras iniciativas de carácter político -los nuevos estatutos de autonomía y el inquietante sesgo de la negociación con la banda terrorista ETA- con el objetivo último de provocar a corto o medio plazo un nuevo modelo de Estado que establezca distintos equilibrios a los alcanzados en la vigente Constitución. Se trataría, así, de un ejercicio de revancha, es decir, de desquite, concepto que implica reintegrarse de una pérdida.

La manera en la que se ha recordado, por la izquierda y los nacionalismos, el alzamiento militar del 18 de julio de 1936 contra la II República, al cumplirse este mes los setenta años de aquel acontecimiento, revela que algunos de esos sectores ideológicos -los que no son liberales- reclaman un ajuste de cuentas que la inmensa mayoría creímos nadie exigiría -ni los unos ni los otros- después del proceso de transición.

La consideración del levantamiento en 1936 de buena parte del Ejército -inundado de republicanos decepcionados- como un mero y simple golpe de Estado constituye una simplificación en términos históricos. Más allá de juicios de valor, es pacífica la opinión de que la II República fracasó, no tanto por un enfrentamiento entre izquierdas y derechas -o no sólo por eso-, sino también por lo que ha escrito con gran precisión Felipe Fernández-Armesto (ABCD de las artes y las letras del sábado 15 de julio), según el cual «el único contexto» para descifrar la Guerra Civil «son las querellas tradicionales en España». Dice Fernández-Armesto que «los bandos no tuvieron posturas ideológicamente coherentes», lo cual es tan cierto como lo demostraría el cruce de republicanos en el bando franquista y de gentes conservadoras en el republicano. Dice el autor citado que «muchos liberales optaron por el bando nacional porque en España la tradición liberal predominante siempre ha sido centralista». Es tan cierto lo que sostiene Fernández-Armesto que sin el concurso de eminentes liberales-conservadores la República no hubiese sido viable. Ortega, Pérez de Ayala y Marañón serían un ejemplo acabado de ello; y otros muchos que durante el corto régimen republicano desempeñaron, como el propio Niceto Alcalá Zamora, las más altas responsabilidades.

Una guerra civil siempre la pierde la sociedad que se escinde y se enfrenta, y la padece la Nación porque quiebra el proyecto común que su existencia comporta. Desquitarse de la victoria franquista mediante hechos simbólicos pero de gran hondura emocional para sectores de la sociedad española -desenterramientos, retirada de placas y estatuas, rehabilitaciones formales, revisión de condenas- no es más que una herramienta de trabajo para desmontar un sistema que en 1978 intentó -y logró sin duda- una forma de empate histórico, en la que los vencedores extinguen su régimen y abren las puertas a otro, todos ellos arbitrados por la Corona en la persona del Rey. Esta fue una buena y eficaz manera de no provocar desgarramientos diferidos del conflicto bélico y un inteligente procedimiento para conservar la unidad territorial después de que fuese la tensión segregacionista una de las variables que sentenciaron la viabilidad de la República.

La solidez de esta fórmula de conciliación -precedida por una amnistía y el regreso triunfal de la oposición al franquismo desde distintos lugares del exilio- ha pasado ya a los manuales de la historia contemporánea; y la Constitución resultante, a los del derecho político continental. Sin embargo, en la espiral de una lógica política ininteligible, que se ha instalado en España desde que Rodríguez Zapatero accediese al poder tras las elecciones de 2004, la transición es un elemento tan relativo de nuestro pasado reciente como el esquema de valores cívicos que este Gobierno ha zarandeado, o tan frágil como el bloque de constitucionalidad que ha quedado destrozado con la aprobación del nuevo estatuto catalán y de proyectos que están en la cola para reivindicar su parte en la depredación de conceptos jurídico-constitucionales y políticos que el nuevo poder desprecia en sus contenidos más profundos.

Ni siquiera los errores que se cometieron en la transición y, después, en las dos décadas de su desarrollo justifican el revanchismo que, bajo el camuflaje semántico del buenismo de esta nueva izquierda radical, pretende colgar del perchero de la memoria colectiva lo que es su síndrome obsesivo de pérdida histórica. Por alguna razón -en todo caso anacrónica- la izquierda en España ha sido desafecta con la unidad nacional y se ha mostrado incómoda con la idiosincrasia de la sociedad española. El esfuerzo por transformar la urdimbre de valores sociales -que se han contemplado siempre como conservadores por su vinculación con una historiografía épica y una confesionalidad constante- ha sido parejo con el propósito de hacer otra España suponiendo que el carácter único de la nación española implicaba -y sigue haciéndolo- una forma secular de frenar su modernización. Los nacionalismos, tanto vasco como catalán, y en menor medida también el gallego, concurren a este designio rupturista con auténtico entusiasmo, de tal manera que el hallazgo de la memoria histórica se ha convertido en el gran elemento intelectual para la revancha.

La pelea política actual -y ya se sabe que la historia es circular- vuelve a situarse en torno a un concepto y su aplicación: la Nación. Es la clave de bóveda, no sólo de todo el edificio constitucional, sino también de un determinado entendimiento de los valores sociales en España. La Guerra Civil y el alzamiento que la precedió fueron un enfrentamiento en torno a la Nación, y su alcance político y moral y el fracaso de la República -significado en la revolución de 1934 con aquel irresponsable y suicida cortejo de separatismos- tuvieron en el distinto entendimiento de España y de su Estado una de sus circunstancias más fratricidas.

Es precisamente esta percepción de España -nación única, pero integrada por regiones y nacionalidades- la que sustenta la reconciliación de 1978 en la Constitución y en el posterior desarrollo estatutario de las autonomías. ¿Por qué romper el equilibrio emocional, jurídico y político de la transición? No hay otro motivo que el revanchismo, posible ahora en una coyuntura de aislamiento de la derecha democrática española -a la que se quiere estigmatizar con un supuesto carácter franquista y montaraz-, que se une a la máxima agresividad de los nacionalismos, al vaciamiento ideológico de la izquierda, al decaimiento intelectual general y a la pérdida de fibra -y aun de percepción de riesgos sobre su futuro- por parte de la sociedad española, que vive entre la molicie de un tiempo de abundancias y la sordera a cualquier exigencia.
Si a la sísmica constitucional que ha provocado este Gobierno se une la sentimental que conlleva el revanchismo de esa sedicente memoria histórica, los tiempos venideros no serán aleccionadores porque nos condenan -parece- a comenzar de nuevo ese camino que creímos ya recorrido: el camino del entendimiento. Ellos -la izquierda radical y los nacionalismos- lo han querido y quizá no quede más remedio que aceptar el reto. Porque memoria tenemos todos.