Reverberaciones americanas

En América, sobre todo en Estados Unidos, el funcionamiento del Parlamento Europeo es recibido con una mezcla de estupefacción, incomprensión, fascinación y desconfianza. Por una parte, no se reconoce que sea el parlamento supranacional mayor del planeta (785 miembros, reducibles a 736 en la presente elección), solamente comparable al de India, que es de jurisdicción de un solo país. No se tiene conciencia de que representa a 375 millones de posibles electores, de una población que roza los 500 millones, de 27 países.

Los estadounidenses con memoria histórica recuerdan que tuvieron que acudir a Europa en dos ocasiones el anterior siglo para rescatar a los propios europeos de su inminente suicido. Insólitamente, el continente ha disfrutado desde el final de la Segunda Guerra Mundial del periodo de paz europeo de más larga duración en gran parte gracias al funcionamiento de la UE y sus instituciones, aunque no se debe despreciar el papel del paraguas nuclear proporcionado por la OTAN. Los dirigentes que firmaron el Tratado de Utrecht en 1713 no se lo podrían creer, dispuestos a violarlo sistemáticamente. Tampoco es fácil de digerir para los norteamericanos, la mayoría de los cuales proceden de olas inmigratorias que huían de la intolerancia europea.

En contraste con el Congreso de Estados Unidos, el ente que se ha sometido a votación ayer es mucho más variado sociológica y generacionalmente. Abogados, economistas, arquitectos, millonarios, ex primeros ministros y miembros de la realeza se toman café con poderosos líderes de industrias y sindicatos, modelos atractivas y estrellas mediáticas. Dominan un puñado de las 23 lenguas oficiales y son conocedores de las costumbres de media Europa. La mitad de los congresistas norteamericanos no tiene pasaporte.

Desde Washington se observa con curiosidad que el Parlamento Europeo representa todas las corrientes ideológicas, con el predominio de un sector conservador/democristiano y una izquierda liderada por los socialdemócratas. Un tándem poco parecido a la dualidad republicana/demócrata. Lo más llamativo es que también hay ecologistas, independentistas, comunistas reciclados e incómodos fascistas que toleran la compañía los euroescépticos, que están allí presentes para dinamitar la propia Cámara desde dentro. Este abanico resulta insólito en Washington.

Pero se toma nota de que los miembros de este club de élite parece que han ido perdiendo paulatinamente el favor de sus conciudadanos. Desde el notable 63% cuando en 1979 comenzaron a ser elegidos directamente el nivel de participación descendió hasta el 45% en 2004. Este año el promedio ha bajado al alarmante 43%, con algunos países en cifras muy por debajo de ese umbral. Esto, que puede resultar chocante, no lo es tanto si se tiene en cuenta que en la elección bianual que no coincide con la presidencial, en EE UU el nivel de participación es tan bajo como el europeo. En los comicios locales, los alcaldes son elegidos por apenas un 10% de los electores.

En Estados Unidos, los congresistas sonríen ante la comparativa falta de poder de sus colegas europeos. Pero al mismo tiempo les envidian su dependencia de la maquinaria de sus propios partidos. Los europeos no tienen que contentar a sus electores de la jurisdicción local. Están protegidos por las listas y todo depende del escalafón. Mientras en Estados Unidos el que logra la mayoría de los votos se lleva todo el pastel, en Europa se reparte.

El sector norteamericano más celoso de la soberanía nacional se alegra 'soto voce' del aparente poco nivel de potencia global de la Unión Europea, competidora en la lucha hegemónica. Ilusamente, se interpreta que una UE débil es beneficiosa para el interés nacional de Estados Unidos.

Si en EE UU la referencia al Parlamento Europeo y las demás instituciones es una curiosidad que no trasciende los círculos académicos, en América Latina la situación es diferente. Allí los parlamentos supranacionales (formados sobre el papel siguiendo el esquema europeo) apenas se hallan en la infancia. Todavía solamente algunos se forman por la elección directa, no meramente como una delegación proporcional de los congresos nacionales. Sin embargo, las declaraciones frecuentes apuntan que ésa debe ser la meta, en la senda del Parlamento Europeo.

Por lo tanto, las dificultades de la Unión Europea son a su vez una derrota de los intereses últimos del continente. La integración regional (según el espíritu y la práctica de la UE) puede ser el remedio más efectivo para luchar contra los males endémicos latinoamericanos. Las amenazas no son exteriores, sino que proceden de factores endógenos: falta de cohesión social, la pobreza y la desigualdad, el nacionalismo dependiente de la dictadura de la figura presidencial y la criminalidad procedente del tráfico de drogas y de personas.

De ahí que la potencialidad de un parlamento de estilo europeo se vea como una fruta prohibida, lastrada por la secundariedad de los propios congresos nacionales. La precaria instalación latinoamericana del modelo de integración de la UE no llena el vacío de la ausencia de soluciones propias. Las dificultades de la UE y sus instituciones, como es el caso del Parlamento, representan la difuminación del único punto de referencia válido en Latinoamérica. No es una buena noticia.

Joaquín Roy, catedrático Jean Monet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.