Revisión de la diplomacia gaullista

Tras su trepidante toma de posesión y su precipitado viaje a Berlín, como corresponde a su temperamento impaciente y volcánico, los cambios comprometidos por Nicolas Sarkozy en la política exterior de Francia se polarizan en torno a dos temas esenciales: el abandono de la conflictiva relación con Estados Unidos y los cabildeos para sacar a la Unión Europea de la parálisis que la aqueja desde que hace dos años los franceses y los holandeses rechazaron en referendo el tratado constitucional. La ruptura de "una Francia en movimiento" entraña la desgarradora revisión de la anomalía diplomática del gaullismo.

Desde que el general De Gaulle retornó al poder en 1958, la diplomacia francesa estuvo al servicio de la grandeur, una concepción estrictamente nacionalista del Estado cuyos dos pilares eran la defensa puntillosa de la soberanía nacional, que chocaba frecuentemente con los dictados o los intereses de EEUU, y un neutralismo activo en medio de los maniqueísmos de la guerra fría. Entre sus momentos estelares figuran la retirada de Francia de la organización militar integrada de la OTAN, tras la negativa de Washington a un nuevo reparto de poder; el veto reiterado al ingreso de Gran Bretaña en la Comunidad Europea, el reconocimiento de China (1964) y la diatriba contra la guerra de Vietnam (discurso de Phnom Penh, 1966).

El consenso en torno a la diplomacia gaullista se impuso en las mejores cabezas de la clase dirigente y, aunque Giscard y Mitterrand mitigaron los aspectos más hirientes de la disidencia, en paralelo con la crisis terminal del bloque comunista, Chirac siguió el sendero trillado para mantener a Francia en la discrepancia y la excepción, o en "el hechizo planetario" que le reprocha Le Monde. Último guerrero anacrónico de la guerra fría y de la defensa a ultranza del neocolonialismo fran- cés en África y Oriente Próximo, administraba enojosas lecciones a sus interlocutores jóvenes y cometía graves errores en Europa, hasta desembocar en el fiasco del referendo sobre el tratado constitucional.

¿Acaso el nuevo presidente tomará a beneficio de inventario tan pretenciosa como arraigada herencia? ¿Será capaz de quebrar tan sutil cadena? Aunque sus detractores lo han presentado como un neoconservador, un remedo de los que rodearon a Bush y lo condujeron al desastre de Irak, la verdad es que Sarkozy tiene más de hombre de acción que de intelectual. Preconiza "una diplomacia de resultados", no de gestos o alharacas, y su confesada admiración por el dinamismo de la sociedad de EEUU probablemente no bastará para vencer la fuerte tradición nacional, y mucho menos para convertirle en el perrito faldero del presidente Bush, como auguraban sus más acérrimos adversarios.

No obstante, la revisión está en el ambiente, en el estilo y hasta en la biografía íntima. Sarkozy no es un gaullista, y su visión de Europa y de las relaciones transatlánticas resulta harto heterodoxa. Concibe la Unión Europea como parte o pilar de una potente asociación transatlántica, resucitando una idea de John Kennedy, y no como una tercera fuerza susceptible de contrapesar la hegemonía estadounidense. Por eso mismo, pese a la primacía otorgada a Berlín, cree que la alianza franco-germana es aún necesaria, pero "no lo suficientemente poderosa como para actuar como motor" de la empresa europea. Por eso el semanario alemán Der Spiegel anticipa que el nuevo presidente será "un socio difícil", poco sensible al espectáculo de la inquebrantable amistad, que mirará hacia Londres con mucha más simpatía que sus predecesores.

Tiempos difíciles se avecinan para el europeísmo de inspiración federal y espíritu compasivo. Los puentes con Washington dinamitan la idea de una Europa como fuerza autónoma. Sarkozy, ante todo, es un pragmático. No es el aliado de los federalistas, pero no es seguro que vaya a alinearse con los euroescépticos. Sus sugerencias sobre un directorio de seis países suscitan una profunda desconfianza y su propuesta de un tratado de mí- nimos para superar el marasmo institucional, aunque bien acogida, despierta recelos entre los que pretenden preservar lo más posible de la Constitución y los que, como el Reino Unido, no desean ningún cambio en los tratados vigentes.

Su tenaz oposición al ingreso de Turquía halla eco en otras capitales, pero sus contradicciones son clamorosas. Tan pronto aboga por el liberalismo más estricto, con acentos que recuerdan a los de Thatcher, como se presenta sin rubor como un apóstol del "patriotismo económico", un proteccionista sin complejos, más vehemente que reflexivo, que provoca una indignada repulsa con sus alusiones xenófobas al "fontanero polaco".

La llegada al Quai d'Orsay de Bernard Kouchner, procedente del socialismo y estandarte del derecho de injerencia universal, sugiere no solo la apertura, sino una menor condescendencia con Mos- cú y un mayor empeño en todas las crisis que conciernen a los derechos humanos, de Chechenia a Darfur pasando por el Kurdistán e incluso Cuba. Apunta igualmente a la convergencia con Washington, pues el fundador de Médicos sin Fronteras rompió con la diplomacia francesa por considerar que la ofensiva en Irak había servido para derrocar a un tirano sanguinario. También Sarkozy distingue entre la guerra relámpago, que aprueba, y la que considera una gestión catastrófica de la posguerra. Casi lo mismo que Blair.

Mateo Madridejos, periodista e historiador.