Revolución y reacción en la agricultura biofarmacéutica

La obtención de medicinas a partir de plantas no es algo nuevo. La aspirina se obtuvo por primera vez de la corteza del sauce en el siglo XVIII y muchas otras substancias farmacéuticas comunes, incluidas la morfina, la codeína y el suplemento de fibra Metamucil, son purificaciones procedentes de flora mundial.

Más recientemente, los científicos han creado técnicas que hacen avanzar aún más ese proceso recurriendo a la ingeniería genética para inducir a los cultivos agrícolas a sintetizar substancias farmacéuticas muy valiosas. La gran promesa de esa tecnología, conocida como “agricultura biofarmacéutica”, surgió hace unos quince años con ensayos clínicos de vacunas y medicamentos producidos en plátanos, tomates y tabaco. Lamentablemente, los avances se han estancado después por la vehemente aversión al riesgo de los reglamentadores.

Un temprano ejemplo de agricultura biofarmacéutica fue la producción por la empresa de biotecnología Ventria Bioscience de un arroz que contenía dos proteínas humanas: la lactoferrina y la lisozima. Una vez cultivado y recolectado, se manipula el grano de arroz para extraer y purificar las proteínas a fin de utilizarlas en la solución para la rehidratación oral con miras a tratar la diarrea, que sólo superan las enfermedades respiratorias como infección principal que causa la muerte de niños menores de cinco años de edad en países en desarrollo.

Las proteínas tienen las mismas propiedades funcionales y estructura que las que figuran en la leche materna natural y la operación para su extracción es análoga a la utilizada habitualmente para la producción de proteínas terapéuticas procedentes de organismos como bacterias y levaduras. Unas investigaciones hechas en el Perú mostraron que el enriquecimiento de una solución oral para la rehidratación con las proteínas extraídas del arroz de Ventria reduce en gran medida la duración de la diarrea y la tasa de recaída: un avance casi milagroso para las personas del mundo en desarrollo.

Pero los reglamentadores pueden deshacer los milagros y suelen hacerlo. Cuando Ventria se dirigió a la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos en 2010 para que declarara que dichas proteínas están “en general reconocidas como inocuas” (término técnico de la reglamentación), no recibió respuesta. Sin el respaldo de la AAM, la empresa no estaba dispuesta a comercializar el producto, por lo que no está disponible, con el trágico resultado de que se priva a los niños de los países en desarrollo de una terapia que salva vidas.

Incluso los experimentos de agricultura biofarmacéutica han resultado problemáticos. En 2003, el Departamento de Agricultura de los EE.UU. anunció nuevas normas onerosas para los ensayos de cultivos creados con miras a producir substancias farmacéuticas. El objetivo manifiesto de la reglamentación es el de evitar la contaminación con medicamentos de los suministros alimentarios, en particular cuando se utilizan cultivos comestibles para producirlos, pero las preocupaciones de las empresas del sector alimentario, en el sentido de que plantas resultantes de la agricultura biofarmacéutica contaminen sus productos, son exageradas y, en cualquier caso, se puede mitigar el riesgo de varias formas, la más evidente de las cuales es la utilización de plantas no comestibles como el tabaco.

En realidad, aun cuando las plantas producidas con agricultura biofarmacéutica contaminaran cultivos comestibles, la probabilidad de que los consumidores acabasen con cantidades dañinas de medicamentos de venta con receta en sus copos de maíz, pasta o tofu es muy pequeña. El de la corriente de genes es un proceso antiguo  perfectamente entendido por los agricultores, que practican centenares de cultivos, prácticamente todos mejorados genéticamente de algún modo con una diversidad de técnicas. A consecuencia de ello, han creado técnicas meticulosas para impedir la contaminación mixta del polen en el campo, cuando sea necesario por razones comerciales.

Aun cuando algunos cultivos resultaran contaminados, las probabilidades de que substancias medicamentosas activas estuvieran presentes en el producto comestible final en niveles suficientes para tener un efecto perjudicial en la salud humana seguirían siendo muy pequeñas. La planta producida con agricultura biofarmacéutica se mezclaría  en una gran recolección, en la que las substancias farmacéuticas estarían muy diluidas. Después el agente activo tendría que sobrevivir a la molienda y a otros procesos y luego al cocinado y tendría que estar oralmente activa, cosa que raras veces se da en los medicamentos con proteínas, porque se digieren en el estómago.

Naturalmente, la posibilidad de que todo eso ocurra no es nula, pero, con una combinación de factores –incluidas la selección natural, la búsqueda de su propio interés comercial por parte de los agricultores y las preocupaciones por la responsabilidad– contraria a dicha posibilidad, las probabilidades serían muy escasas y las consecuencias casi con toda certeza mínimas. Cuando se sopesa todo ello con la posibilidad de que se trate del próximo gran avance del sector o, como mínimo, un nuevo método de producir compuestos de gran valor con escaso costo, la preocupación de los reglamentadores por acontecimientos tan improbables parece fuera de lugar.

La agricultura biofarmacéutica tiene mucho que ofrecernos. Sin embargo, para que podamos cosechar lo que sembramos, necesitaremos políticas racionales con fundamento científico por parte de los reglamentadores de todo el mundo. Lamentablemente, eso es –por decirlo con una afirmación del difunto premio Nobel de Economía Milton Friedman– como desear que nuestros gatos ladren.

Henry I. Miller, a physician and molecular biologist, is the Robert Wesson Fellow in Scientific Philosophy and Public Policy at Stanford University’s Hoover Institution. He was the founding director of the Office of Biotechnology in the US Food and Drug Administration and is the author of The Frankenfood Myth. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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