(Revolucionaria) nada

Garabatear, holgazanear, tumbarte en el suelo pensando que el techo es el cielo nocturno de agosto. Nada. Que hoy no tuvieras nada que hacer, que tu cabeza se despojara del cemento del trabajo para entregar mañana o antes de ayer, que desapareciera la percusión del goteo de mensajes recibidos reclamándote el plazo de entrega o el imprescindible trámite administrativo para llegar al siguiente, antesala de otros. Que solo te levantara la ligereza de que hoy nada presiona, que colaborar (o no) va sin miedo al rechazo, a que un “no ahora” no sentencie un “nunca”, que los días de vacaciones estuvieran realmente liberados de trabajo. Nada.

Sin embargo, muchas personas sienten que si no aprovechan ese tiempo llamado de vacaciones para avanzar en los trabajos con sentido que realmente les movilizan, o para retomar lo aplazado o amontonado durante el curso, difícilmente resistirían el resto del año haciendo lo mismo. Como si el tiempo limpio para la investigación, la lectura, el extrañamiento, el proyecto más profundo, el ordenamiento de mundo o la planificación sin distracciones se hubiera reducido a los tiempos algo más libres, fines de semana y vacaciones. Sin ellos no soportarían la monotonía del engranaje productivo. Pero contradictoriamente, para esto también necesitan desconectar, un descanso, algo de nada.

Hace tiempo que esos días se han ido desdibujando para muchos reduciéndose o disfrazándose de epígrafes que dicen pero no describen. Como relatoras de la productividad de sus días, en las aplicaciones informáticas reza “vacaciones” pero en su cotidianidad siguen conectados y trabajando.

No fue abrupta esta fusión entre vida y trabajo y una no se da por aludida cuando el mundo cambia despacio. En algo me recuerda a cuando perdí audición y progresivamente los pájaros desaparecieron de las calles. Yo atribuí la rareza a la ciudad hasta que un día un audífono te descubre que seguían estando pero que tú no los escuchabas. Entonces empiezas a preguntarte por todo lo que se invisibiliza cuando el cuerpo cambia. De igual manera, muchas cosas se van borrando en una vida saturada y puede que el contraste con nada, como si la nada fuera un audífono de lo que no se percibe a vuelapluma, te haga descubrirlo de pronto. Porque saciados de tragedias planetarias extrañarte ante una injusticia requiere un mirar distinto, como observar un cielo crepuscular exige un leve giro de cabeza, pero hay movimientos que ya cuesta hacer si no son productivos, hay que pillarlos desprevenidos desde un hacer nada. Por eso digo que nada.

De niños las vacaciones eran un periodo claro de nada, un tiempo en la pura deriva del juego, la lectura libre, el agua, las risas en la plaza y las noches al fresco. En el pueblo las vacaciones eran un seguir en el pueblo algo más felices y con más gente. En la tele veíamos a los que viajaban en familia, saliendo de Madrid para tostarse en la playa o viajando al extranjero. Salir era una forma de diferenciarse de quienes igualaban sus días sin moverse de la misma actividad y la misma casa porque por lo general eran pobres o ancianos.

Ahora salir no garantiza la nada. Allí donde una conexión permita enlazar tus dispositivos sigues enganchado, difuminando el sentido de los días del calendario laboral que se colorean distinto como mero formalismo, porque íntimamente igualan un sábado de agosto y un martes de marzo. Si sumas la expectativa de que las vacaciones den una oportunidad a ese trabajo no despojado de alma que siempre pospones, necesitas encontrar la puerta “nada”, desenredarla de ramaje y basura. No ayuda que los tiempos sean torpedeados por el aumento de formas de adicción y control tecnológicos, por la mayor exigencia competitiva, la violencia burocrática desplegada en aplicaciones de autogestión, el encadenamiento de colaboraciones de quien se sabe laboralmente vulnerable, pequeñas pero interminables tareas aceptadas porque lo que parece opcional se vive como algo inapelable. ¿Cómo negarte si lo que te piden es pequeño? Solo tú adviertes que sumado a “mil pequeños”, ya no queda tiempo para nada, y la nada importa.

Si ante la nueva crisis levantáramos la mano para proponer cuidar “las nadas” que son la vida sin trabajo que solo nos pertenece a cada uno, protegiendo el descanso y la desconexión, pero también reduciendo la jornada laboral como en otros países de Europa o como sin duda pasará en el futuro —menos estrés, más motivación, menos desplazamientos, más calidad de vida— algunos se escandalizarían por lo inoportuno de esa hipotética medida en un momento inflacionista. Pero es lo que tiene la nada, que a una le da por pensar en alternativas a las propuestas de austeridad de los poderes conservadores llamando al “sacrificio”, por lo general mayor cuanto más maltratados por precariedad y pobreza. Si nunca se dan las condiciones ideales, qué gran mérito las medidas que buscan cambiar modelos cuidando a la gente y al planeta. Y qué hartazgo dar por hecho un giro conservador ante el chantaje de las energéticas para gobernar con sus afines, reiterando que solo su forma de entender la economía vale.

Resulta familiar que en época de crisis los poderes de siempre alienten a resignar con un “es lo que hay” hasta normalizarlo, posponiendo vida y planeta a unas futuras vacaciones colectivas y tiempos mejores. Lo transformador que requiere inteligencia y tiempo tiende a ser infravalorado por esos poderes que defenderán medidas que garanticen su statu quo, zancadilleando a los gobiernos que anteponen a las personas.

Es difícil ilusionarse y soñar, crear lazos, cuando sigues en la rueda productiva y en tus días no cabe nada. Con seguridad preferirías una mejor que una mayor productividad. Quiero decir, hacer menos, pero bien, antes que un hacer mecánico y precario como operario de un sistema recalentado y competitivo que lleva a sentirte agotado y desapegado de tu oficio, deseando la huida o la jubilación. La pandemia trajo consigo muchos momentos de nada que incentivaron cambios en las personas cuando sus contextos no cambiaban. Porque, ¿en qué momento soñar un hacer menos pero mejor, un hacer digno y bien pagado, con vida, se convirtió en un lujo? ¿Qué vincula a los modelos productivos y energéticos actuales con las formas individualistas de vida-trabajo? A todas luces contrastan con un hacer cuidando a las personas y al planeta, con un comenzar dejando de desconfiar en los trabajadores, de controlarlos-entretenerlos con sistemas de presión que nunca han tenido los privilegiados que mayores ganancias reciben con estos modelos, esa estirpe de millonarios y comisionistas que inauditamente multiplican sus beneficios cuando la ciudadanía se empobrece. ¿Qué máquinas les controlan a ellos? ¿Qué trabajos andan adelantando y qué energía ahorrando en sus vacaciones en destinos exclusivos, frescos como un yang para el yin de esa habitación oscura y urbana donde trabajas en vacaciones? ¿Cómo no vas a notar que te salpica su chapuzón cuando te cueces intentando ahorrar alternando unas horas de aire acondicionado con el fuego estival de la ventana?

Tanto empeño por controlar tus tiempos de trabajo y nadie se ha parado a mirar si realmente en tus vacaciones descansas y llenas tu vida de explosiva nada. Y necesitas esas vacaciones para cambiar la inercia productiva y frenar, para no repetirte en bucle, resignada a una desigualdad esclerotizada como mal menor, dócil con agoreros pronósticos conservadores y menos sociales, para crear lazos con otros. Nada, solo reclamas un tiempo de revolucionaria ilusión, quise decir de revolucionaria nada.

Remedios Zafra es investigadora en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama).

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