Revueltas regionales europeas

Tanto en Cataluña como en Escocia, los llamamientos a la independencia, que últimamente cobran fuerza, son síntoma de la situación que atraviesan no sólo España y Reino Unido, sino la Unión Europea en su conjunto. En efecto, la debilidad que la UE ha evidenciado en su confrontar la crisis financiera refleja -y refuerza al tiempo- la erosión de su razón de ser, que no es otra que la integración política. Sin perjuicio de las raíces de los viejos agravios esgrimidos, el secesionismo aparece así como un penoso síntoma del proceso degenerativo de la unión.

Resulta, en efecto, perversamente irónico que los más astutos partidos secesionistas revistan sus programas en ropaje europeo y prometan que los nuevos estados que propugnan entrarían automáticamente a formar parte de la UE. Así, tanto el Partido Nacionalista Escocés (SNP) cuanto Convergencia i Unió (CiU) en Cataluña, explotan con oportunismo el concepto de cosmopolitismo europeo para reavivar romos fines nacionalistas y, en última instancia, el rompimiento de los países de los que son parte integrante.

El derecho de la UE no contempla la desintegración de un Estado miembro, pues la secesión contradice el principio fundacional de “unión cada vez más estrecha”. Por ello, aumentan los llamamientos a que se envíe, a los electorados de las regiones amenazadas por el secesionismo, el mensaje de que, en caso de independencia, la accesión a la UE no estaría asegurada. Alex Salmond, primer ministro de Escocia y líder del SNP, proclamó que el ordenamiento jurídico garantizaba la pertenencia a la UE. Pero no es así y, en consecuencia, tanto él como su partido se enfrentan a la mayor crisis desde que llegaron al poder en 2007.

Este vacío legal explica por qué los líderes de CiU, en la campaña de las elecciones del 25 de noviembre, están tan ansiosos por convertir la convocatoria del referéndum informal de independencia de Cataluña en un plebiscito sobre el deseo de los catalanes de formar parte de la Unión Europea, aunque ni ésta sea la cuestión ni competa al electorado catalán decidirla. En efecto, en pura coherencia racional que no jurídica, la única pregunta que el gobierno de CiU podría plantear es si los catalanes desean ser parte de España o no.

El marco de Naciones Unidas en materia de secesión establece una clara diferencia entre “autodeterminación interna” y “autodeterminación externa”. La primera sanciona la aspiración de todo pueblo al desarrollo político, económico, social y cultural dentro del marco de un Estado existente; la segunda contempla potencialmente la secesión unilateral, pero únicamente bajo un conjunto de circunstancias extremas. Ninguna de estas figuras resulta de aplicación en el caso de Cataluña o de Escocia.

Nadie, en Cataluña o Escocia, puede legítimamente argumentar la supresión de estas identidades culturales, las cuales gozan de una extensa protección tanto en España (uno de los principales objetivos de la Constitución Española, tras la muerte de Franco, fue precisamente potenciar el florecimiento y la protección de la lengua y culturas catalana y vasca) cuanto en el Reino Unido. Quizás esto ayude a explicar por qué la argumentación formal de independencia escocesa no se apoya en una herencia diferencial, sino en el concepto indeterminado de valores políticos y sociales propios, argumento cuya vaguedad se dirigía para justificar el desmantelamiento de cualquier país europeo.

Como a menudo ocurre con los nacionalismos -independientemente de su presentación- el discurso emocional que rodea los llamamientos a la independencia no es sino que una máscara que oculta intereses económicos partidistas y desnuda ambición política. En Cataluña, la victimización se ha convertido en una estrategia electoral, y los líderes de CiU profieren referencias abiertas a amenazas imaginarias del gobierno de Madrid, con menciones a tanques “españoles” y “hostiles” sobrevuelos del “espacio aéreo catalán”.

Sin perjuicio de la retórica, la cuestión del referéndum catalán surge como resultado de la negociación política en torno al debate entre las autonomías y el gobierno central sobre el rescate de aquéllas. La crisis ha jugado un papel clave en las reivindicaciones independentistas, al sumarse a la cólera de muchos catalanes por razón de las transferencias financieras a las regiones más pobres de España del denostado Fondo Territorial de Solidaridad.

El argumento independentista se ha convertido en poderosa arma de negociación con el gobierno central, al tiempo que esconde bajo la alfombra problemas existentes como la deuda -la de Cataluña supone cerca del 30% de la deuda autonómica total- y desvía la atención de la pobre gestión económica de CiU.

La independencia traería un empeoramiento de esta situación. Estimaciones conservadoras sugieren que la salida de España, del Euro y de la propia UE, supondría una caída de entre el 20-25% del PIB de Cataluña, ya que (según datos oficiales de 2010) el 68% de las exportaciones catalanas internacionales va a la Unión Europea, mientras que el 50% de sus ventas extra autonómicas totales tiene como destino el resto de España.

Sin embargo, criticar a los oportunistas que avivan el fuego secesionista en Barcelona y Edimburgo no es suficiente. La manifestación del 11 de septiembre de 2012, que reunió a cerca de un 8% de los 7,5 millones de habitantes de la autonomía, evidencia la existencia de problemas reales que deben abordarse, tanto en el ámbito español, cuanto de la Unión.

El principio esencial de la democracia radica en la capacidad de los ciudadanos de guiar la dirección de las políticas públicas. Hoy, a lo ancho de Europa, los ciudadanos se sienten impotentes. Con la crisis económica, este fenómeno resulta particularmente acusado en el sur de Europa, anegada en la desazón de sus votantes que perciben carecer de influencia en Berlín, que es donde se toman las verdaderas decisiones.

En Cataluña, CiU ha canalizado esta frustración en rechazo al gobierno central. En Escocia, son las las políticas de austeridad del gobierno de David Cameron las que han impulsado de forma similar la apuesta independentista del SNP.

España es sin duda uno de los mayores éxitos de finales del siglo 20, por la gestión de su adhesión a la UE y su transición democrática, mientras superaba su condición de país subdesarrollado para convertirse en la cuarta mayor economía de la zona euro y la decimotercera del mundo. Sin embargo, hoy debemos enfrentarnos abiertamente a las consecuencias de las transacciones que formaron parte de este proceso -en particular la distribución territorial del poder.

Sin perjuicio de su razón de ser, el malestar catalán debe servir de acicate para una revisión de la Constitución de 1978 y la adopción de una estructura acabada federal. El éxito de los federalistas españoles en este proceso podría inspirar a otros, a comenzar por los líderes de Reino Unido.

Ana Palacio, a former Spanish foreign minister and former Senior Vice President of the World Bank, is a member of the Spanish Council of State.

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