Rey y privilegio

Querámoslo o no, la cuestión de la monarquía se encuentra sobre la mesa. Por una infeliz conjunción de circunstancias, se entrelazan la conducta del Rey honorífico y la presión de la izquierda antisistema, con Podemos al frente, para desestabilizar a la Corona. Ello lleva inevitablemente a poner en tela de juicio la propia Constitución de 1978. Y la situación se complica aún más ante la presunción razonable de que aquí y ahora la propia Corona no está reaccionando con las suficientes eficacia y claridad ante un reto de tal importancia para el prestigio y la supervivencia de la institución. La pasividad no basta.

Cierto que el jaque al Rey planteado por Pablo Iglesias, vicepresidente de un Gobierno constitucional, entra de lleno en lo esperpéntico. Para quien intente enterarse de su táctica política, basta con leer su libro sobre la disputa de la democracia. El ajedrez sirve de adorno y de recurso último al fundamento de sus actuaciones en el objetivo de ganar poder: la lucha tailandesa. Por eso nuestro politólogo se despacha al resolver el tema de la Monarquía con la misma frescura que caracterizó a su elogio implícito a Donoso Cortés como conservador, ignorando que fue un prenazi. Carl Schmitt dixit. República es democracia, basta con ver a Maduro, y Monarquía lo opuesto. Toda referencia al marco constitucional, está de más; en su enfoque, tampoco hace falta preguntarse por lo que significaría la implantación de una República en un escenario político tan crispado como el nuestro. El círculo aquí se cierra con la neutralidad con que Pedro Sánchez asumió el conflicto hasta el último viraje postpresupuestos, desde el veto a la presencia en el acto judicial de Barcelona. Las palabras no cuentan en este caso, a veces sobran, pero de nuevo resulta esperpéntico que el Gobierno califique de libertad de expresión lo que es una fractura —tolerada o compartida— del consenso constitucional en su interior.

También cuenta la segunda parte contratante. La sensación es que a partir del descubrimiento del amor bien pagado a Corina, Juan Carlos I ha adoptado una estrategia de juego, rigurosamente unipersonal, que encaja a la perfección con los propósitos de Pablo Iglesias: provocar una cuesta abajo del prestigio de la Corona (cuya centralidad me resultó admirable en su discurso, la única vez que hablé con él). Con tristeza hay que decir que el entonces Rey mintió en su mea culpa después de su aventura con el elefante, al incumplir la promesa que enmienda que entonces hizo, y dejar bien tapada la caja de Pandora de sus tinglados delictivos de enriquecimiento, suyo y de su amante. Los va reconociendo tarde y mal a través de sus asesores cuando ya no sirve negar la evidencia. Ni siquiera tuvo el coraje, al salir de España, de anunciar en persona que respondería de las posibles imputaciones. Solo faltaba el juego del escondite sobre su destino árabe. Y precisamente porque ha definido esa estrategia de atrincherarse como Juan Carlos I (infractor) frente a Juan Carlos I (Rey demócrata), crea un espacio de ambigüedad que favorece su inculpación como personaje histórico. Lo de menos es que una interpretación generosa de su inviolabilidad constitucional le permita escapar a la justicia, en contra del espíritu de la propia Constitución. La Corona paga la factura.

Entra en escena ahora una dimensión que ya afloró en el caso Urdangarin-Cristina de Borbón: la supervivencia del privilegio, entonces ostensible tanto en el comportamiento de Juan Carlos I como en el de la reina Sofía, siempre magnífica “profesional” en palabras de aquel, que entonces se dejó llevar por su concepción de la Monarquía. Sigue vigente el juicio de Siéyès en 1789: “Otorgar un privilegio exclusivo a alguien sobre aquello que pertenece a todos, sería perjudicar a todos por favorecer a uno”. En la medida que la historia se repite ampliada ahora con la presunta delictividad del emérito, resulta más necesario que nunca recordarlo. En la democracia no cabe un Rey que se crea o se comporte con cabeza de un orden privilegiado, por reducido que sea este en apariencia. Las tarjetas mexicanas son una cara de la moneda, ascensos imparables, incluso con efectos administrativos y económicos, son la otra. Desde Carlos IV, la historia de los Borbones es todo menos ejemplar. Corresponde al actual titular tenerlo en cuenta y actuar en consecuencia, sin excepción alguna. Necesitamos en todo un Rey con conciencia de ciudadano, que actúe según la fórmula presente en las Cortes de Cádiz, como primer magistrado de la nación.

En las formas, e incluso en cuestiones de apariencia secundaria. La ejemplaridad y el cumplimiento de la ley, son inseparables de una Monarquía constitucional. No cabe refugiarse en la libertad propia de la esfera privada, una norma despunta a partir del momento en que entra en juego la opinión pública bajo el absolutismo. Así sabemos que en 1800 María Luisa estaba enamorada de Manuel Godoy, y el amor es en principio recinto privado. Solo que ella era Reina y su pasión afectaba directamente a la Monarquía, a la gestión el Estado y a su imagen pública. Razón de más para verse confirmada desde 1791.

Y para destacar la importancia de las infracciones. Tenemos un ejemplo, bien cercano, en un episodio intrascendente: la celebración del cumpleaños de hijo de la infanta Cristina, el día 6, en La Zarzuela. Todo el país semiconfinado, las autonomías perimetradas, y los asistentes se desplazan al acto desde Barcelona como si tal cosa, lo cual para otros ciudadanos debiera ser objeto de grave sanción. Y tal vez asimismo de reconvención por el jefe del Estado. La Casa del Rey afirma que es asunto privado. Solo que tal privacidad no es sino manifestación encubierta del privilegio, incompatible con una concepción democrática de la ciudadanía.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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