Reyes en el exilio

Salvo dos breves periodos republicanos y otro asaz más prolongado dictatorial, la historia de España está ahormada en la forja monárquica desde los comienzos mismos de su identidad. Con excepción del británico, no hay en los anales de Clío en su proyección en el Viejo Continente un ejemplo semejante de continuidad y permanencia de la institución real.

Tampoco lo hay, sin embargo, respecto a la notable presencia del exilio en el devenir de las diferentes dinastías que encarnaron el régimen monárquico en los de los pueblos europeos cuyo pasado discurrió por sus roderas. En un país de, en otros tiempos, arraigadas convicciones monárquicas como Francia, solo dos soberanos, Carlos X (1824-30) y Luis Felipe (1830-48) vieron extinguirse sus vidas en el destierro. El primero, en un territorio privilegiado -el veneciano- del Imperio de su antiguo y enconado rival -la Austria de los Habsburgos (deslumbradoras páginas de la mejor literatura memoriográfica) son las consagradas a su encuentro con el Borbón destronado en los diamantinos recuerdos de Chateaubriand (1768-1848)-; y el segundo, en Gran Bretaña en 1850. En el relato cronológico de esta solo nos saldrá al paso el exilio de Jacobo II (1685-88) en Francia, una vez triunfante la célebre revolución de 1688. En puridad, la muy larga estancia en el Hexágono del no menos famoso duque de Windsor -Eduardo VIII- no cabe considerarse como tal, ya que, según se recordará, no llegó a ser coronado. Otra nación, siempre muy dependiente de la todopoderosa Inglaterra a lo largo de la edad moderna, el Portugal de los Alvis y los Braganza, de dilatada andadura asimismo monárquica, únicamente ofrece un episodio como el glosado. Tras su corto y azaroso mandato, Manuel II (1908-10) abandonó su patria para siempre, no obstante los tozudos esfuerzos de sus partidarios para restablecerlo en el trono antes de su muerte en Inglaterra, en 1932. En Italia, país de muy escasa tradición monárquica, si se olvidan -parcialmente- los ejemplos de las Casas de Borbón Dos Sicilias y de Aosta, el último de los Saboyas, Humberto II (muy corto reinado: 33 días de 1946) vio pasar gran parte de su destierro en el Portugal de Oliveira Salazar antes de morir en Ginebra en 1983. De su lado, en las grandes monarquías centroeuropeas, serían Guillermo II de Alemania (1888-1918) y su coetáneo el emperador Carlos I de Austria y IV de Hungría (1916-8) los únicos soberanos de las dinastías Hohenzollern y Habsburgo que experimentaron excruciante pena del destierro. El del soberano alemán, en suelo holandés (moriría en 1941), mientras que el austriaco fallecería en Madeira en 1922. Este mismo año, a consecuencia igualmente del resultado de la Gran Guerra, se inició en tierras francesas el exilio del último sultán turco: Mohamet II (1918-22).

El solar de las monarquías danubianas y Europa oriental descubre un paisaje más monótono en consonancia con lo tardío de su implantación en dichos territorios, feudos del Imperio otomano en toda la Edad Moderna. En Bulgaria, asimismo como secuela del desenlace de la primera contienda mundial, Fernando I abdicaría en su hijo Boris III y, después de una estadía vienesa, fallecería en 1948 en sus posesiones alemanas de Coburgo. En cuanto a su comentado hijo Boris III, su primogénito y heredero Simeón II, proclamado rey en 1943 con apenas 6 años, no tardó en conocer el dolor del exilio en 1946 en Egipto y luego en España, donde se granjearía grandes afectos antes y después de la experiencia de su retorno a Sofía como primer ministro de una república democrática. Algunos visos de semejanza con su sorprendente peripecia presenta la de Miguel I de Rumanía, expulsado de Bucarest en 1947 por el recién implantado régimen comunista y muerto en Aubonne (Suiza) en 2017, no sin haber visto reparada su memoria con viajes apoteósicos y esporádicos a su patria, una vez abolido aquel. Sumamente más accidentada es la historia griega del exilio monárquico. Abre su narración Constantino I (1913-17; 1920-22), quien experimentó en dos ocasiones las inclemencias del destierro, en el que moriría en Palermo en 1923. Por lo que hace a su hijo y heredero Jorge II, no tardó en sufrir sus amarguras en Rumanía (1924); repuesto en 1935, durante la segunda conflagración mundial se refugió en Inglaterra hasta 1946. En 1964 ascendió al trono de los helenos Constantino II (1964-73), quien en un mandato muy tensionado por sus relaciones con los militares, sería finalmente depuesto por estos y desterrado a Inglaterra, donde residió hasta 2013, en que volvió a avecindarse en su patria natal, con numerosas estancias en Londres. Hermano de la ejemplar y muy respetada Doña Sofía, sus lazos con la Casa Real española han sido en toda época muy estrechos.

Cara al descrito, el escenario hispano se halla casi en los antípodas. Desde Carlos IV (1788-1808) hasta Alfonso XIII (1902-31), con la salvedad de Fernando VII (1808-33) y Alfonso XII (1874-85) y su esposa la Reina Regente Mª Cristina (1885-1902), todos los titulares de la Corona de San Fernando fallecieron en el exilio. Mª Luisa de Parma y su esposo Carlos IV, en Roma, en 1819. El tránsito de su desdichada nieta Isabel II (1843-68) se registró en París en 1904. Y, finalmente, cerca de medio siglo más tarde, acaeció en Roma en l941 el óbito de Alfonso XIII.

De su nieto Juan Carlos I (1975-2014) no cabe, por fortuna, hacer presagios o entretenerse en cávilas acerca del ocaso o postrimerías de su asendereada existencia; empero, dada su edad y las coordenadas que encuadran el caminar de nuestra patria no provocaría demasiada extrañeza que su desaparición aconteciera en el exilio, destino desgarrador para alguien que nació en él (Ciudad Eterna, 1938) y pasó su infancia en él. De ocurrir así, constituiría una inmensa desgracia, en el doble plano individual y colectivo. Entre las más hondas lecciones dolorosas proporcionadas por la guerra civil de 1936 fue en extremo terebrante la herida del exilio. Páginas cristalinas y de insuperable hondura de la literatura española y aun de la universal del siglo XX se escribieron en torno a tan pesaroso tema. En el terreno político, ningún testimonio tan estremecedor como el de un gobernante de envidiable cualidades y acrisolados servicios a su entrañado país: Indalecio Prieto (1883-1962), egregio socialista «a fuer de liberal», como, orgullosamente, solía decir. Poco antes de su fallecimiento, daría a la estampa un texto inolvidable sobre su inconsolable nostalgia telúrica y su absoluta identificación con el ser de su adorada patria.

Sin todavía condena penal alguna, implicaría un verdadero atentado de lesa humanidad y conciencia histórica condenar al exilio permanente al actor quizás más descollante y, desde luego, decisivo de la abrillantada y encomiable Transición. Con sombras y manquedades en su comportamiento personal, la figura de Don Juan Carlos ocupa ya un lugar peraltado de nuestro ayer más próximo. De permanecer en el exilio hasta el fin de sus días, se oscurecería tan elevado sitial, dañándose irreparablemente el nombre y el prestigio de una de las grandes naciones de la Historia.

José Manuel Cuenca Toribio es miembro de la Real Academia de Doctores de España.

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