Ricardo II

C"And tell sad stories of the death of kings" (Acto tercero, escena segunda)

Comprendo que comenzar mentando a Eduardo Zaplana garantiza que captaré la atención de los organizadores del Congreso del PP, pero será a costa de ver dibujadas en sus rostros las mismas muecas que Charles Perrault pintó en las caras de los edecanes del bautizo de la Bella Durmiente en el momento de la irrupción en el salón de baile de aquella hada número ocho a la que ni siquiera se habían molestado en invitar, por creerla encerrada a buen recaudo.

¿Pero qué culpa tengo yo si resulta que entre las muchas cosas que pusieron a Valencia en el mapamundi durante los siete años al frente de la Generalitat de ese magnífico presidente autonómico -y hoy incomprensible ausente en los fastos del partido- ocupa un nicho de especial calidad el impulso de las actividades de la Fundación Shakespeare de España, liderada por el intelectual e integral hombre de teatro Miguel Angel Conejero; si resulta que ello dio pie en 2001, con el copatrocinio del Ayuntamiento de Valencia, a la celebración por primera vez en España del Congreso Mundial sobre el gran bardo; y, sobre todo, si resulta que una de sus secuelas, casi a modo de canto del cisne de una actividad luego interrumpida o en declive, fue precisamente una maravillosa edición, dentro de la serie Obra Mayor, de un drama histórico mucho menos popular y conocido que Julio César, Ricardo III o Enrique V del que, sin embargo, muy bien podría decirse que fue escrito anticipando con bastante exactitud la situación que se vivirá a partir de mañana en el PP?

Me refiero a Ricardo II, la crónica teatral del apogeo, ocaso y caída del último de los Plantagenet, certeramente definida por el gran erudito y crítico Harold Bloom como «un poema metafísico extenso» y como una obra «cuya única acción es una abdicación diferida, con la secuela del asesinato del rey». A quienes estamos convencidos de que se cumplirá la profecía del hada intempestiva, de que quienes perforarán al hoy ungido con el huso envenenado por la pócima del sopor eterno están dentro de la sala y de que lo único diferente será en este caso el orden de los factores porque a Rajoy primero «lo asesinarán» y después «lo abdicarán», no puede por menos que resultarnos fascinante la definición que el propio Bloom hace de ese «político poco competente», de ese «ser humano inadecuado», de esa «víctima de su propia psique» que si bien no llega a ganar del todo nuestra simpatía, sí que genera «nuestra renuente admiración por la cadencia moribunda de su música cognitiva».

Y más fascinante nos parece aún el retrato que de él hace John Julius Norwich -el máximo especialista en las historias de Venecia y de Bizancio- cuando en su obra Shakespeare's Kings lo dibuja con su «cara sensible» y su «indecisa barba ahorquillada», lo caracteriza por su «exceso de confianza» y su carácter «peligrosamente vengativo» y lo presenta «rodeado de charlatanes y adivinos que le halagaban sin rubor alguno y pronosticaban que alcanzaría los más extraordinarios logros». No especifica, en cambio, si estos palmeros tenían o no contrato de asesoría.

Vayamos con los hechos. El 3 de mayo de 1389, casi 12 años después de que Ricardo hubiera accedido bastante inesperadamente al trono -nadie podía prever las muertes tanto de su padre, el mítico Príncipe Negro, como de su hermano mayor-, quien hasta entonces había ejercido el poder de la corona de forma continuista, manteniendo en puestos clave a los hombres fuertes del reinado anterior, comunicó a su Consejo que había decidido ser él mismo y gobernar con su propio equipo. Poco después comenzó la purga de sus antiguos colaboradores, los llamados Lores Apelantes. A unos los envió al exilio y a otros los entregó directamente al hacha del verdugo. Alrededor del rey se fue creando, entre tanto, una camarilla de advenedizos y aduladores, detestada por el pueblo y objeto de todo tipo de murmuraciones en los cenáculos londinenses.

La primera gran crisis de la nueva situación sobrevino cuando dos de los principales nobles del reino, el primo del rey, Henry Bolingbroke, y Thomas Mowbray duque de Norfolk se enzarzaron en una escalada de acusaciones mutuas sin ocultar sus respectivas pretensiones de medrar en la pirámide del poder. Puesto que la forma en que Ricardo II comunicó a ambos su resolución, aparentemente salomónica, se asemeja bastante a la que Rajoy eligió para transmitir al alcalde de Madrid y a la presidenta de la comunidad el diktat de que ninguno de los dos iría en las listas electorales, no resulta difícil imaginar que son Alberto Ruiz Bolingbroke y Esperanza Mowbray quienes comparecen el día de San Lamberto en el campo de torneos de Coventry. Acuden con las lanzas preparadas para dirimir con sangre su querella, pero tendrán que resignarse a escuchar impotentes el edicto que marcará su suerte. Es en ese momento en el que levantamos el telón.

PRIMER ACTO

Dos por el precio de uno

Antes de que el rey resuelva, Mowbray trata de advertirle sobre el peligro que para él representa el ambicioso Bolingbroke. Ricardo se muestra fatuo y seguro de sí mismo: «Los leones domestican a los leopardos». A lo que Mowbray repone: «Sí, pero no hacen desaparecer sus manchas».

Ricardo advierte que no hay más ley que su palabra: «No hemos nacido para solicitar, sino para mandar». Y poco después llega su veredicto: «Aproximaos y escuchad lo que hemos decidido... Atendiendo que el discorde estruendo de los tambores, el tan terrible y agudo son de los clarines, el rudo choque de vuestras armas de hierro, podría alejar la paz de nuestras fronteras y hacernos verter nuestra sangre en una guerra civil, os expulsamos de este territorio».

Además les impone otra significativa condición, tras la que late el mayor de los temores: «Jurad por el honor y el cielo no reanudar vuestra amistad en el destierro, no volver a miraros cara a cara, no escribiros jamás, no saludaros nunca, no aplacar en la vida la hosca tempestad de vuestros odios domésticos; no formar el proyecto de un encuentro premeditado, sea para preparar una intriga, sea para combinar un asunto, sea para urdir algún punible complot contra Nos, nuestro Estado, nuestros hijos o nuestra patria».

Mientras salen juntos, Mowbray le espeta a Bolingbroke algo parecido a lo que pudo escucharse en el ascensor de Génova al final de aquella humillante convocatoria del 15 de enero: «Tú y yo sabemos quién eres y espero que pronto tendrá el rey la prueba».

Aunque Bolingbroke tiene un poderoso protector, su propio padre el brusco y mercurial Juan de Gante, Ricardo se jacta de que no se chupa el dedo respecto a su actitud y pretensiones: «Hemos notado cuánto se complacía en halagar al populacho, cómo sabía insinuarse en su corazón con humilde y familiar cortesía... ganándose a pobres obreros con el artificio de sus sonrisas, afectando soportar pacientemente su suerte para llevarse su afecto al destierro... '¡Gracias, compatriotas, queridos amigos!', les decía, ¡como si nuestra Inglaterra fuera su patrimonio y él, el próximo heredero ofrecido a la esperanza de nuestros súbditos!».

De repente llega la noticia de que Juan de Gante está agonizando y Ricardo reacciona con la socarronería propia de los pueblos del noroeste: «¡Venid, señores; vamos todos a visitarle! ¡Ojalá lleguemos demasiado tarde, a pesar de nuestra premura!».

ACTO SEGUNDO

La perorata

Pero no llegan «demasiado tarde». Antes de que esta leyenda viva del reino exhale su último suspiro, Ricardo tendrá que escuchar la perorata patriótica de Juan de Gante. Durante varios siglos los escolares británicos aprenderán de memoria, generación tras generación, la musical acumulación de sus reiteraciones y la descalificación final de la incompetencia del monarca:

«Este regio trono de reyes, esta isla bajo un cetro, esta tierra de majestad, este asiento de Marte, este nuevo Edén, este semiparaíso, esta fortaleza levantada por la naturaleza para sí misma contra la infección y la mano de la guerra, esta feliz estirpe de hombres, este pequeño mundo, esta preciosa piedra engastada en el mar de plata... este bendito terruño, esta tierra, este reino, esta Inglaterra, esta nodriza, este vientre fecundo de majestuosos reyes... Esta tierra de esas amadas almas, esta amada, amada tierra, amada por su reputación en todo el mundo, está ahora arrendada -muero de pronunciarlo- como un vecindario o una mísera granja... Esa Inglaterra que estaba acostumbrada a conquistar a otros, ha hecho la vergonzosa conquista de sí misma».

Fiel a su carácter indeciso, Ricardo cede a las presiones del viejo buda moribundo -inolvidablemente interpretado para la BBC por John Gielgud- y acorta la proscripción de Bolingbroke, pero a la vez se incauta de su herencia. Entre tanto cunde el descontento por doquier.

Unos reprochan al rey que su dureza con sus vasallos contrasta con la condescendencia que muestra hacia sus ancestrales adversarios. Y lo hacen elogiando la consistencia de su antecesor: «Sólo fruncía el entrecejo a los franceses, nunca a sus amigos... ¡Sus manos no se mancharon nunca con la sangre de los suyos, sino con la de los enemigos de su familia!» (Cascos levantaría gustosamente acta de que esto era así).

Otras críticas son aun más explícitas. «El rey no es otra cosa que el vil esclavo de sus aduladores», alega un noble. «¡Ha condenado a algunos por antiguas querellas, enajenándose por completo sus corazones!», apunta otro. «Ha cedido cobardemente, por medio de compromisos, cuanto sus antepasados habían conquistado combatiendo y la paz le ha costado más cara que la guerra», añade un tercero.

Cunde entonces la noticia de que Bolingbroke ha desembarcado con un ejército y uno de los barones fieles al rey advierte: «¡Se aproxima la hora de la crisis de tantos males como ha amasado él mismo! ¡Ahora podrá poner a prueba a los amigos que le han adulado!».

ACTO TERCERO

La corona hueca

«¡Viejos y jóvenes se han sublevado y todo va de mal en peor!», le advierten a Ricardo tras las primeras escaramuzas bélicas. Para él es sencillamente inconcebible que alguien pretenda «hacer desaparecer el óleo santo de la frente de un rey» y «destronar al elegido de Dios».

Por eso prefiere aferrarse por un momento al diagnóstico del principal de sus barones, el duque de Northumberland, también conocido como «el señor del Norte», pues controlaba los dominios septentrionales con la misma habilidad con que Arenas controla hoy los meridionales. «Su venida no tiene otro objeto que el de reclamar su legítima herencia y pedir de rodillas su inmediata libertad», le dirá taimadamente al aconsejarle un encuentro con Bolingbroke.

Ricardo vacila y termina dejándose llevar por un cierto masoquismo filosófico: «¿Qué debe hacer el Rey por el momento? ¿Debe someterse? Pues se someterá. ¿Debe ser destronado? Pues quedará satisfecho. ¿Debe perder el nombre de rey? Sea, por amor de Dios... Cambiaré mi gran reino, por una modesta tumba, una insignificante tumba, una tumba oscura».

Poco a poco va rindiéndose a la evidencia y acentuando su honda melancolía: «Contemos tristes historias de reyes desaparecidos. Cómo fueron destronados algunos, muertos en la guerra otros, perseguidos otros por el espectro de los que destronaron, envenenados aquellos por sus mujeres, quienes asesinados durante su sueño. Todos asesinados. ¡Dentro de la hueca corona que ciñe las sienes de un rey tiene la muerte su corte!».

Entonces se revuelve contra los barones que le han alentado a resistir: «Malditos seáis por haberme apartado del dulce camino de la desesperación... Odiaré eternamente a quien trate de infundirme valor».

Northumberland le avisa de que la hora del encuentro ha llegado: «Milord, Bolingbroke os espera en la plaza de armas para hablaros. ¿Os dignáis bajar?».

Y Ricardo coge la cruz: «¿En la plaza de armas? Plaza de armas donde los reyes descienden a visitar traidores y concederles su perdón. ¡Plaza de armas! Bajemos. ¡Abajo las armas! ¡Abajo el Rey! ¡Durante la noche, los búhos lanzan graznidos de espanto en las alturas, donde debería cantar la alondra que se remonta al cielo!».

ACTO CUARTO

El espejo

Pusilánime, dubitativo, gallegamente indeciso hasta los tuétanos, Ricardo compara la corona con un pozo con dos baldes -el suyo baja vacío, el de su primo sube lleno- y se pregunta: «¿Por qué me veo obligado a comparecer ante un rey antes de haber alejado de mí el pensamiento de mi realeza?».

Pero Bolingbroke no le da margen alguno: «¿Consentís vos en renunciar a la corona?».

A lo que Ricardo contesta con la expresión de su débil mismidad: «Sí, no; no, sí. No puedo ser nada... Por lo tanto nada de no, pues renuncio a favor vuestro. Ahora mirad cómo me derribo a mí mismo. Entrego este gran peso, quitándolo de mi cabeza y este abultado cetro, de mi mano. El orgullo del poder real, de mi corazón. Con mis propias lágrimas lavo el bálsamo. Con mis propias manos entrego la corona».

El mismo Ricardo que ha sido implacable con aquellos leales que le recordaban sus orígenes se siente incapaz de resistir a aquel a quien identifica con el porvenir. Sólo la voz de un obispo, trasunto del proscrito -o proscrita- Mowbray, se alza con la lúgubre profecía de lo que de hecho será el inicio de la edad oscura de la Guerra de las Rosas: «¡Si le coronáis os predigo que la sangre inglesa fertilizará las tierras y las edades futuras lamentarán este acto criminal; la paz dormirá en territorios de turcos e infieles y, entretanto tumultuosas guerras asolarán aquí familias hermanas!».

Pero Ricardo ya sólo quiere sentir lástima de sí mismo y «ser un ridículo rey de nieve, expuesto al sol de Bolingbroke para deshacerse en gotas de agua». Por eso ya no le queda sino un último deseo: «Buen rey... si mi palabra tiene algún crédito aún en Inglaterra, permitidme que pida un espejo. Quiero ver en él mi rostro después de la quiebra de mi majestad».

Y una vez satisfecho su deseo, Ricardo se encara ante el cristal y lo interpela: «Oh espejo adulador, parecido a mis seguidores en la prosperidad. Me engañas. ¿Fue este rostro el rostro que como el sol hacía parpadear a los que lo miraban...? Una frágil gloria brilla en este rostro. Tan frágil como la gloria es el rostro».

ACTO QUINTO

El caballo

Bolingbroke prepara su coronación y Ricardo es su prisionero. El monarca depuesto analiza lo ocurrido, reprocha al principal de sus barones su traición y le pronostica que probará su propia medicina: «Northumberland, escala que ha servido a Bolingbroke para elevarse hasta mi trono, no envejecerá el tiempo en muchas horas antes de que tu crimen, hoy florecido, caiga podrido. Aunque Bolingbroke dividiera el reino para darte la mitad, tú creerías que era muy poco para el que se lo proporcionó todo. Por su parte Bolingbroke reflexionará que tú, que conoces el medio de implantar reyes ilegítimos, debes poseer también, a la menor provocación, el de derribarlos de un trono usurpado».

El nuevo rey entra en Londres y Ricardo es obligado a formar parte de su cortejo triunfal. Uno de los asistentes describe cómo «sobre su sagrada cabeza arrojaban polvo, que él sacudía con resignado gesto de pesar». Pero a nuestro ecce homo no le importa la ingratitud humana. Sólo se emociona y enfurece cuando su antiguo palafrenero le cuenta «cómo se entristeció mi corazón al contemplar en las calles de Londres, el día de la coronación, a Bolingbroke avanzar sobre Barbary, el caballo que con tanta frecuencia montábais».

«¿Y cómo se portaba Barbary con él?», pregunta Ricardo.

«Orgullosamente, como si desdeñase la tierra», responde el palafrenero.

Entonces Ricardo estalla: «¡Ese corcel comió el pan en mi mano real! ¡Cuando esta mano le acariciaba, él se sentía orgulloso! ¡Y Barbary no se movía! ¡No arrojó a Bolingbroke al suelo, ya que el orgullo debe ser derribado! ¡No rompió el esternón del orgulloso que usurpaba su lomo!».

Pero pronto se da cuenta -«Perdón, caballo mío...»- de que está pidiendo a un ser inferior, a alguien de tan escaso rango y responsabilidad como esos pequeños funcionarios que forman parte del engranaje, del aparato, de la maquinaria del poder el heroísmo de la resistencia que no ha sido capaz de exigirse ni a sí mismo ni a sus barones.

A Bolingbroke ya entronizado como Enrique IV sólo le queda desembarazarse de quien es a la vez víctima e incómodo testigo. Lo hace con su confortable y ominosa doble moral. Tras el asesinato de Ricardo en la torre de Londres exclama: «He deseado su muerte y le amo asesinado, pero odiando al asesino... Os aseguro que mi corazón desborda de pesar al verme salpicado con esta sangre derramada para contribuir a mi prosperidad... Honrad mi duelo llorando por este féretro prematuro».

Y cae el telón.

Palabras del adaptador

Quiero agradecerles en mi primer lugar, señores compromisarios, sus calurosos aplausos. Sus únicos destinatarios deben ser la memoria del inmortal genio de Stratford y el entusiasta esfuerzo de quienes hace seis años editaron en esta misma ciudad, con toda su sensibilidad y mimo, una obra tan conmovedora. En cuanto a mi contribución sólo diré que, aunque he intentado proyectar ante ustedes un horizonte previsible, he de reconocer que la única profecía fiable del futuro es aquella que se hace cuando ya ha sucedido.

De hecho, la representación más célebre de Ricardo II fue la que Shakespeare y su compañía tuvieron que realizar a comienzos de 1601, por encargo del Duque de Southampton que pretendía preparar el terreno de la opinión pública para la famosa rebelión de Essex contra la reina Isabel. En el concienzudo libro que le valió la irónica reprimenda de Aznar y le privó de repetir como presidente del Congreso, el aquí presente Federico Trillo explica que «lo que la audiencia veía en Ricardo II era un rey débil, incapaz de ponerse a la altura de los acontecimientos». La propia Isabel se dio por aludida: «Yo soy Ricardo, ¿no lo sabéis?». Pero ni ella era el último de los Plantagenet, pues se mantuvo en el trono hasta su muerte natural, ni Essex el primero de los Lancaster, pues fracasó en el empeño y fue ejecutado en el cadalso.

¿Será Rajoy Richard o Elizabeth? ¿Será Gallardón Bolingbroke o Essex? Debo de reconocer que hace un mes yo lo tenía más claro que ahora y que, hoy por hoy, en cambio, de lo único que puedo estar razonablemente seguro es de que, pase lo que pase, al menos hasta que haya unas primarias y después probablemente también, seguirá mandando Arenas.

Espero, en todo caso, que si los próximos episodios se corresponden con el itinerario dramático que les he ayudado a recorrer me concedan el don de la clarividencia; y que, si no es así, me tengan, al menos, en su estima por haber añadido a su extenso programa cultural del fin de semana este maravilloso «Shakespeare valenciano».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.