Ricardo III

¿Qué está pasando aquí? Estamos demasiado pegados al escenario, demasiado absortos por cada trepidante escena del drama para captar su significado más profundo. Demos un paso atrás, tomemos perspectiva, no para desentendernos de nada sino para entenderlo mejor todo.

Basta abrir el foco seis o siete semanas para recordar la frenética actividad de Alfredo Pérez Rubalcaba denunciando en público y sobre todo en privado que detrás de la candidatura de Tomás Gómez había una operación de la vieja guardia del partido para acabar con el liderazgo de Zapatero en el PSOE. Era una situación tan paradójica como las de aquellos chistes en los que Franco despotricaba contra los «nacionales», pero merecía la pena prestarle atención pues pocas cosas hay tan fascinantes como la furia del converso. Rubalcaba alegaba como un hábil leguleyo, Rubalcaba amenazaba como un oscuro mafioso, Rubalcaba llamaba a unos y otros tocando la tecla emocional precisa en cada caso: «José Luis no se merece esto. No se merece acabar así. De verdad, que es un buen tío… Tú lo sabes».

Pues bien, en este mes y medio transcurrido la opinión de los ciudadanos sobre José Luis-no se-merece-esto ha caído hasta simas insondables y cada día que pasa sube la abrumadora proporción de votantes del PSOE que no quieren que vuelva a presentarse. A este paso lo que él pretendía gestionar como una decisión personal meditada y libre le vendrá resuelto desde fuera por vía poco menos que de unanimidad. No será él quien se vaya, sino que serán los suyos quienes le estarán echando de manera humillante, tal y como Rajoy pidió en el Debate del estado de la Nación de 2009.

¿Cuál ha sido el detonante de esta aceleración de su caída justo cuando el estrepitoso fracaso de la huelga general había legitimado su plan de ajuste y podía ayudarle a rehacer su imagen? La percepción de que ya hay un nuevo liderazgo emergente en el partido. ¿Quién lo encarna? Rubalcaba, promovido a vicetodo por el propio José Luis-no-se-merece-esto tras un ataque de pánico hábilmente inducido por el interesado a través de figuras clave del entorno monclovita. ¿Qué responde Rubalcaba cuando se le pregunta por su condición de sucesor in péctore? Que no es ni el lugar ni el momento para hablar de ello.

Fouché ya no se conforma con el poder. Ahora quiere también el trono y la corona. Todos los esquemas sobre la inteligente autolimitación de quien siempre parecía conformarse trabajando para otro han saltado por los aires. Stefan Zweig ya no nos sirve para calibrar a este «genio tenebroso». ¿A quién recurrir entonces? Como de costumbre, todavía nos queda Shakespeare.

¿Se han dado cuenta de la enorme similitud, más que física somática, que existe entre el Rubalcaba que magnifica sus achaques y logra ver transformada en sex appeal su fealdad canónica y la caracterización que el gran actor Ian McKellen hizo de Ricardo III en aquella versión cinematográfica que situaba la acción en un país filonazi de la Europa de entreguerras? Sólo le falta el cigarrillo entre los dedos -uno de sus puritos sirve- y el apropiadísimo blasón del jabalí en su escudo de armas.

Estamos exactamente en el comienzo de la Primera Escena del Acto Primero cuando un enfermo Eduardo IV, monarca de la Casa de York, va a nombrar Lord Protector del reino a su hermano el duque de Gloucester con el encargo de que vele por sus hijos durante su minoría de edad. El nuevo hombre fuerte de la Corte hace alarde del gran don de comunicación que brota de su enjuto cuerpecillo y su alma fiera: «Ya el invierno de nuestro descontento se ha convertido en glorioso verano merced al sol de York y todas las nubes que pesaban sobre su ilustre casa han sido sepultadas en el seno profundo del océano… Nuestras tristes alarmas se han trocado en alegres reuniones y nuestras marchas guerreras se han transformado en regocijadas danzas».

Basta leer el house organ de esa vieja guardia del PSOE, de la que hace mes y medio había supuestamente que proteger a José Luis-no-se-merece-esto, para darse cuenta de que, en efecto, seis años de pesadumbre han dado paso a una quincena de alborozo por el resultado de esta nada casual carambola y sobre todo por las súbitas expectativas de la vuelta a un orden de cosas en el que el monopolio de la izquierda incluya de nuevo el control sobre la verdad oficial.

Para ello ha sido clave el jaque mate a la reina infatigable que tanto contaba en la corte monclovita. ¿Cuántas veces no habrá murmurado el sedicente feminista Rubalcaba, empleando las mismas palabras que el taimado Gloucester, para achacar los males de Zapatero a su segunda de a bordo: «Es lo que sucede cuando los hombres se dejan dominar por las mujeres»? Sin duda debió de paladear de forma muy especial la posición de superioridad física en que le situó el jueves el protocolo del Consejo de Estado durante la ceremonia de ingreso de su derrocada rival en ese convento de clausura para jubilados de alcurnia intelectual.

Volvamos a fijarnos en cómo el futuro Ricardo III siembra la insidia con la habilidad de Yago y va despachando a sus hermanos y demás parientes anticipadamente hacia el otro barrio con la implacabilidad de Macbeth. Él sabe muy bien cuál es el secreto de sus éxitos y no tiene empacho en proclamarlo: «Soy el primero en rugir. Pongo en obra las malas acciones y hago a los demás responsables de ellas… Adorno la desnudez de mis malos instintos con bellas frases robadas al texto sagrado y me toman por un santo cuando represento el papel de diablo». Frente a tal determinación, ¿de qué puede servir el buen talante del fantasioso rey Eduardo que asegura haber «cambiado la enemistad por la paz y el odio por el amor»? Sólo para maquillar un poco su epitafio.

Si yo fuera Carme Chacón y José Blanco estaría ya temblando. Desde el mismo momento en que les falte la protección de Zapatero su suerte política estará abocada al mismo trágico final que el de los pequeños principitos primero encerrados en la Torre de Londres -un ministerio también puede ser una cárcel- y luego presuntamente estrangulados por orden de su, ejem, protector. Con protectores como éste ya puede ir apuntándose al paro Jack el Destripador.

«El tigre ha hecho presa en el débil cervatillo», explica la reina refiriéndose a su pobre Bambi. «¡Como en un libro leo todo cuanto va a ocurrir!». Yo puedo decir lo mismo porque esto ya ha sucedido unas cuantas veces. De hecho, la obscena comida de Currito no sólo nos devuelve a uno de los lugares del crimen -en ese restaurante deberían servir la carne siempre muy sanguina- sino que evoca el momento en que el Lord Protector busca la cobertura de la autoridad judicial para uno de sus peores desmanes. ¡Y qué fácil resulta imaginar en los labios del bien condecorado y mejor remunerado Javier Gómez Bermúdez las palabras lacayunas del Lord Corregidor!: «Por Dios, me basta la palabra de Vuestra Gracia. Para mí es como si todo lo hubiera visto y oído, y no dudéis de que persuadiré a nuestros virtuosos ciudadanos de vuestra equidad en este asunto».

El día del jabalí se aproxima. La postración de Zapatero le ha sumido ya en un grado de tal debilidad que, tras seguir dócilmente el guión de Rubalcaba en relación a Batasuna-ETA -ahora toca disparar las expectativas, ahora amortiguarlas-, hasta delega en él para recibir al Papa, inventándose un viaje a Afganistán. Cuando el presidente nominal aparezca fugazmente para despedirle en el aeropuerto de El Prat, Benedicto XVI ya sólo llegará a tiempo de administrarle la extremaunción.

No sabemos si el óbito quedará certificado antes o después de la previsible derrota en las elecciones de mayo, pero podemos imaginar perfectamente al Lord Protector siguiendo al dedillo el guión que le marca uno de sus conmilitones en la escena VII del Tercer Acto: «No cedáis fácilmente a nuestros requerimientos. Imitad a las niñas melindrosas que empiezan negándose y acaban por aceptar».

Tampoco es difícil imaginar su discurso de aceptación de la candidatura, asumiendo el sacrificio por aclamación para evitar la inconveniente división de unas primarias en las que siempre -Almunia, Trinidad, Pepe Bono- termina perdiendo el que debía haber ganado: «Mi corazón no es de piedra; vuestras súplicas lo han conmovido, a despecho de mi conciencia y de mi voluntad. Ya que vosotros, hombres graves y prudentes, deseáis contra mi voluntad cargar sobre mis hombros el peso del favor, tendré la paciencia de soportar la carga».

Incluso cabría añadir que las palabras de la escena IV del Cuarto Acto con las que trata de vencer la desconfianza de algunas personas estrechamente ligadas al finado más parecen haber sido escritas para Rubalcaba que para el duque de Gloucester: «Ponderad lo que seré, no lo que he sido. No mis méritos actuales sino los que sabré conquistar. ¡Insistid sobre la necesidad, la razón de Estado, y no os opongáis en modo alguno a tan magnos designios!».

No adelantemos acontecimientos ni nos pongamos nerviosos porque como dice uno de los pocos nobles que de entrada abraza en su fuero interno la causa de la resistencia, «huir del jabalí antes de que nos persiga sería animarle a correr detrás de nosotros». Pero es bueno estar mentalmente preparado para cuando llegue el momento de levantar los mismos estandartes que lideraron hace 15 años el triunfo de la información sobre el encubrimiento de los más terribles crímenes de Estado.

Alguien deberá convocar entonces a los demócratas a una última Guerra de la Rosa, empleando un tono mucho menos frenético que el del futuro Enrique VII, aún conde de Richmond: «Queridos amigos y compañeros de armas, aplastados bajo el peso de la tiranía… El jabalí cruel, sanguinario, usurpador, que devastaba vuestras cosechas, vuestras fértiles viñas, bebía vuestra sangre caliente como si fuese agua de fregar y hocicaba en vuestros vientres destripados… se revuelca ahora en el centro de esta isla. ¡Adelante, valerosos amigos, en nombre de Dios! ¡Recojamos la cosecha de una paz eterna con esta última y sangrienta tentativa guerrera!». Ni los del Tea Party llegarían a tanto.

No sé si, acampado en la llanura de Bosworth, rodeado de enemigos, Rubalcaba tendría la suficiente sangre fría para conversar con los espectros de sus víctimas y terminar disipándolos abruptamente como hace Ricardo III: «Que no turben nuestro ánimo sueños pueriles. La conciencia no es otra cosa que una frase para uso de poltrones, inventada para sujetar a los fuertes. Que nuestros brazos sean nuestra conciencia y nuestra espada nuestra ley». De lo que no me cabe ninguna duda es de que el grito que brotaría de su garganta una, dos, tres veces en el fragor de la batalla no sería «¡mi reino por un caballo!», sino «¡mi reino por un periódico!», «¡mi reino por un micrófono!», «¡mi reino por una cámara!»; y de que tantas veces como la pidiera tendría una nueva cabalgadura, enjaezada a su gusto a toda prisa.

La fascinación por el mal ya era propia de la época de Shakespeare, hasta el punto de que nos ha llegado la anécdota de que en una ocasión el autor se hizo pasar por el actor que interpretaba a Ricardo III -el gran Burbage- para ocupar su puesto en una cita amorosa posterior a la función con una muy atractiva dama. Ni siquiera este ardid le quedaría ya a Zapatero ante las bases socialistas, pues de todos es sabido que, además de interpretarlo, Rubalcaba es el verdadero autor de este drama que cree haber escrito su víctima.

El reinado del jabalí sería efímero pero muy cruento. ¿Podemos ahorrarnos la experiencia? ¿Podemos evitarnos todas estas truculentas y sin duda exageradas metáforas que sólo reflejan la eterna ingeniería del quítate tu -por las buenas o por las malas- para ponerme yo? Rubalcaba lo tiene bien fácil: le bastaría comunicar a la agencia Efe que, dadas las circunstancias de su elevación a la cúpula del poder, descarta por completo sustituir al presidente como candidato del PSOE a La Moncloa.

Mis noticias son que no sólo no lo hará, sino que acaba de encontrar en la nueva ley del Registro Civil tres poderosos argumentos para refutar los de quienes le pidan tal renuncia. El primero es que Rubalcaba antecede cómodamente a Zapatero por siete casillas de margen. El segundo, que aunque sólo sea por dos puestos Pérez sigue por delante de Rodríguez en la curva más ceñida. Y el tercero y definitivo, que Alfredo se despega de José Luis-no-se merece-esto en la recta de llegada nada menos que por nueve cuerpos de ventaja y eso sin contar la che. Demoscopia en el hipódromo. ¿Quién dijo que el destino es el carácter? ¡Quia! El destino es el alfabeto.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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