Rico, al paredón

Una frase: "Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa". ¿Quién escribió eso? Adolf Hitler, en 1920. ¿Qué significa eso? Significa, al menos, que hay que desconfiar de los cruzados contra el embuste, porque el énfasis en la verdad delata casi siempre al mentiroso. En el periodismo también ocurre: nunca faltan los paladines del oficio que tratan de esconder sus mentiras indudables denunciando las falsas mentiras de otros. La argucia suele funcionar. Tanto que ha habido quien, embalado por el éxito de sus anatemas, ha llegado a exigir que incluso lo que se cuenta en las novelas sea verdad; fantástico: dado que, como dice Vargas Llosa, escribir novelas consiste esencialmente en mentir -en mentir con la verdad, claro está, en contar una mentira factual para decir una verdad moral-, exigirle a un novelista que no mienta viene a ser como exigirle a un delantero centro que no meta goles.

El mejor lugar donde asediar la verdad factual del presente es el periódico. ¿Quiere esto decir que hay que exigir que todo lo que se cuenta en el periódico responde a la verdad de los hechos? A mi juicio, no. Y pongo un ejemplo. Imaginemos que Juan José Millás publica un artículo en el que, impostando la voz de una mujer, cuenta que se despierta de madrugada, va a la cocina a beber un vaso de leche y al abrir la nevera se encuentra dentro a su madre enana, con un cubata de Bacardí en una mano y un porro en la otra. Imaginemos también que ese mismo día recibe Millás una llamada del director del periódico. ¿Cómo estás, Juanjo?, dice el director. Bien, dice Millás. ¿Y usted? No tan bien, dice el director. Acabo de leer tu columna de hoy y no me ha gustado un pelo. No me joda, dice Millás. No te jodo, dice el director. En los periódicos no se cuentan mentiras, Juanjo: ni tú eres una mujer ni tu madre es enana; además, sé de buena tinta que no bebe una gota de alcohol y que ni siquiera fuma Rex, y por supuesto no me creo lo de que te la encontraras metida en la nevera. Mi madre está muerta, gime Millás. ¿Muerta?, vocifera el director. ¡Peor me lo pones! Mira, Juanjo, me estás confundiendo a los lectores: las mentiras las dejas para tus novelas, o para los relatos del verano; en todo lo demás, la verdad y solo la verdad, ¿estamos? Pero, señor director, intenta protestar Millás. No hay pero que valga, lo interrumpe el director. Este es un periódico serio, la tuya es una columna de opinión y ahí no quiero jueguitos con la verdad y la mentira y la realidad y la ficción. Así que como vuelvas a repetir lo de hoy te quito la columna y te meto un paquete que te cagas. ¿Está claro?

De acuerdo: es un ejemplo extremo; y además un ejemplo inventado. Tomemos entonces un ejemplo real. El pasado 11 de enero, Francisco Rico, filólogo ilustre, publicó en este periódico un artículo contra la nueva ley antitabaco que concluía con el siguiente añadido: "En mi vida he fumado un solo cigarrillo". De inmediato le llovieron cartas de protesta al director. En ellas no se discutían los argumentos de Rico, que son válidos (o no) independientemente de que Rico sea o no fumador (porque la validez de un argumento es independiente de quien lo esgrime); en ellas se denunciaba su impostura: los autores de las cartas habían descubierto que Rico fumaba. Para la defensora del lector, que tomó cartas en el asunto, "lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad". Discrepo: lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito gastar una broma en un periódico. Porque, Dios santo, ¿acaso hace falta aclarar que la apostilla de Rico solo puede ser eso, una broma? Rico no es un fumador: es un hombre a un cigarrillo pegado, un tipo que, en sus innumerables clases, conferencias e intervenciones en prensa, radio y televisión, apenas ha aparecido sin un cigarrillo en la mano, o por lo menos jamás ha ocultado su vicio imparable. De modo que denunciar que Rico fuma es como denunciar que los niños no vienen de París. Rico dice que no ha fumado un solo cigarrillo en su vida como podría decirlo Santiago Carrillo o como Rafa Nadal podría decir que no ha cogido una sola raqueta en su vida o como yo, que fui alumno de Rico y llevo muy mal eso de que se metan con él, podría escribir un artículo titulado Rico, al paredón.

De acuerdo otra vez: el artículo ficticio de Millás y el artículo real de Rico son muy distintos; no obstante, ambos tienen una cosa en común: el humor. Y eso es, me temo, lo que no toleran los cruzados, ya sean los cruzados contra el embuste o los cruzados contra el tabaco, que tantas veces son los mismos. Rabelais los hubiera llamado agélastes, una palabra tomada del griego que significa los que no ríen, los que no tienen sentido del humor, esos individuos que, como recuerda Milan Kundera, "están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que imaginan ser". Pero se dirá que todo esto atañe solo a una parte del periódico, a esas secciones donde, como en las columnas o en los artículos de opinión, son admisibles ciertas licencias, y no al resto, donde lo que debe imperar es la verdad factual; es cierto, pero añado una reflexión a esa certeza. Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es "imaginativa". La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo, el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos. Y toda interpretación exige imaginación, aunque la imaginación necesaria para interpretar la actual revuelta árabe sea distinta de la necesaria para escribir una columna de Millás: esta equivale a la capacidad de inventar hechos; aquella, a la de relacionarlos. Flaubert sostenía que hay más verdad en una escena de Shakespeare que en todo Michelet; se refería a la verdad literaria, no a la histórica, a la verdad moral, no a la factual, así que no diré que hay más verdad en una columna de Millás que en todo el periódico: solo diré que un periódico está obligado a contar la verdad factual, pero, a menos que se rinda al chantaje de los agélastes, no debería prescindir de contar también la otra verdad, una verdad irónica y emancipada de la tiranía de lo literal. Por lo demás, tampoco niego que algún lector pueda confundir las cosas y creer que Rico no fuma y que la madre de Millás es una enana borracha y porrera, igual que no puedo negar que ha habido perturbados que, después de ver Superman, se han tirado por la ventana convencidos de que volarían; lo que sostengo es que ese es un riesgo que merece la pena correr, y que escribir para agélastes y perturbados es una falta de respeto al lector. Aunque se haga en nombre de la verdad.

Por Javier Cercas, escritor.

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