Dionisio Ridruejo, cuyo Escrito en España (1962 y 1964) acaba de reeditarse (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, edición de Jordi Gracia) por tercera vez, no es un mero testigo de su época, la de los años treinta a los setenta, sino un testigo de hoy. Testigo incómodo ahora, como lo fue entonces. Su voz clara y razonable contrasta con las voces hechas a eslóganes y latiguillos; su moderación choca con los excesos verbales de los energúmenos; su generosidad, con las insidias y las envidias cainitas, y su coherencia, con un desorden oportunista y discreto que comienza por disimular el pasado.
Su arrepentimiento de haber sido fascista forma parte de esa misma coherencia, y contrasta con la falta de arrepentimiento de sus adversarios del primer momento (la Guerra Civil, el primer franquismo), convertidos en sus panegiristas en un segundo momento (el de la disidencia política del franquismo). Cuando Dionisio se enfrenta con su pasado, sus antiguos adversarios le alaban pero no se percatan de que el gesto de Dionisio contrasta con la ausencia de un gesto similar por su parte. Se relega a Dionisio a ser un testigo del pasado, al papel del (buen) falangista convertido en demócrata; pero el desplazamiento del foco de la atención hacia atrás oculta el hecho de que, mientras Dionisio denuncia su experiencia totalitaria, los otros no denuncian la suya, y adoptan un aire de demócratas de toda la vida que acogen al hijo pródigo.
Hay aquí una asimetría. Dionisio denuncia a los suyos, y los otros no lo hacen, y sin embargo el punto de arranque de unos y otros es común. Es el de una Guerra Civil, entre dos magmas de lava, en cada uno de los cuales hubo un núcleo duro compuesto por bandas totalitarias, secundadas por unas masas guerreras y furiosas, en cuya retaguardia se fueron cometiendo, con el conocimiento de todos, decenas de miles de asesinatos. Líderes, cuadros y masas estuvieron implicados en una experiencia colectiva de envilecimiento civil, para emplear los términos de Dionisio. En realidad, Dionisio se rebela no contra uno de los bandos, sino contra la Guerra Civil misma; y contra el franquismo, sobre todo, porque ve su proyecto de perpetuar esa guerra: de crear un orden de exclusión y sometimiento, que hace imposible la reconstrucción de una verdadera comunidad política.
Ve el origen de la Guerra Civil en los dos bandos, ambos proclives a realizar el gesto de excluir y someter. Gesto frecuente en la tradición de la derecha española (y europea), tentada permanentemente por la soberbia y la arrogancia, mezcladas con un complejo de inferioridad; pero también frecuente en la tradición de la izquierda.
El corolario de esta experiencia es que, si se quiere recrear la comunidad, nada cabe hacer salvo que se pase por un proceso de reconstrucción de la civilidad, gracias al cual el acto del fratricidio sea sustituido por la buena costumbre de la corrección fraterna; y así nos encontremos, al final, con gentes que no se odien, ni se tiren piedras unos a otros, porque ninguno se sienta justificado para tirar, siquiera, la primera piedra. Para ello, tendrán que confiar en los demás; y para confiar en los demás, tendrán que fiarse de ellos mismos; y, para ello, habrán de tenerse en buena estima a sí mismos. Todo un proceso (largo) y un proyecto (azaroso) de regeneración civil.
El proceso de envilecimiento que lleva a la Guerra Civil y a la perpetuación de un orden de exclusión y sometimiento, como el franquismo, está íntimamente ligado a otro complementario, orientado al acotamiento del terreno de juego político, y al triunfo del localismo o del provincianismo. La razón de esta conexión (entre excluir y someter, y acotar) es fácil de entender. Se acota el terreno a la plaza de toros para que no haya escape, y así, mientras en el ruedo se reta y se mata al adversario (en inferioridad de condiciones), el público, en las gradas, se acostumbra a ver la sangre, aplaudir la faena y esperar morbosamente la cogida. Simple pedagogía.
Se trata de un localismo que afecta a los diversos pueblos, ciudades y regiones españolas, y tanto a las derechas como a las izquierdas. En especial, cuando se encierran en sí mismas, y ello genera una situación en la cual los convencidos hablan con los convencidos y se radicalizan, y ello les da el sentimiento de estar legitimados para imponer su posición a los otros, o (liberales ellos) para darles la opción entre excluirse y someterse. A la postre, se entra en una senda que apunta hacia una sociedad cerrada, o una variante de lo que antes se llamaba una sociedad de corte.
Pero Dionisio entendió que las cosas no tenían que ser así necesariamente. Porque a la sociedad de corte, con sus grandes y pequeños oligarcas apostados, con sus trabucos cargados de insidias, en los cruces de caminos de la corte, se la combate con un aumento sustancial del tráfico incesante de las cosas, las ideas y las personas de una sociedad abierta. De modo que los cortesanos, aunque no den abasto a disparar sobre todo lo que se mueve, se queden faltos de munición y dudosos, porque vean una oportunidad en sumarse a ese ir y venir, y con esas dudas quizá incluso se calmen. Y sobre todo, porque ese tráfico aumenta exponencialmente si el patio local se abre a los vientos de fuera.
Claro que parece lógico pensar que una clase política democrática sea la clave, o una de las claves, para esa transformación de la sociedad de corte en una sociedad abierta. Pero, ¿cómo podrá serlo si no sabe o no puede transformarse a sí misma? ¿Cómo, si se queda a medias, como una microsociedad entre cerrada y abierta?
Esto se aplica a la clase política de ayer, y a la de hoy. Esta última, por ejemplo, es el resultado de procesos de selección y reproducción que favorecen la carrera de profesionales de partido con escasa experiencia fuera de la política. Con frecuencia, sus hábitos, favorecidos por la experiencia de hacer méritos en las maquinarias de los partidos políticos, son hábitos de lenguajes borrosos, de ambiciones disimuladas por la aquiescencia, y de un espíritu partidista que se traduce en una tendencia a la polarización de su pensamiento, normal entre gentes que suelen hablar con quienes piensan como ellos. Todo ello contiene riesgos sistémicos de crisis graves y recurrentes en lo que se refiere a su capacidad tanto para enfrentarse con los problemas de la sociedad como para inspirarle confianza.
Desde la perspectiva de los partidos no se suelen ver estos riesgos. Su tolerancia con ellos se nutre del hecho de que la experiencia partidista tiende a generar un imaginario singular, que atribuye al partido una competencia y un potencial de representación de los que carece, para liderar las sociedades abiertas y complejas de nuestros días. Este imaginario suscita la ilusión de que lo que no tienen los individuos que componen el partido, lo tiene el partido que los reúne; y, por un proceso que parece un simulacro de lo religioso, los miembros de los partidos creen asistir a una operación de transubstanciación secular, por el que lo que eran sustancias individuales humanas y falibles se convierten en un ente colectivo de naturaleza preternatural y poco menos que infalible.
Para mejorar a los partidos democráticos, una dosis robusta de humildad y de sensatez podría ser útil. Eso haría de los políticos profesionales "almas abiertas", como diría Jan Patocka, y no "almas cerradas", como son las de aquellos políticos modernos que pretenden controlar y transformar la realidad, sin límites.
Está bien que los políticos dejen atrás la hipocresía de la "buena conciencia" satisfecha, y la perplejidad de la "bella alma" que quiere algo pero no se atreve a actuar, y la angustia del "alma desdichada" que actúa pero se cree responsable de cosas horribles ligadas inevitablemente a su acción. Está bien que se apliquen al trabajo político. Pero no al trabajo falso que pretende el control total del trabajo y del objeto que resulta de él, propio de un alma cerrada; sino al trabajo verdadero, hecho con la conciencia de que hay límites, puestos por los otros y por los objetos mismos, y ligado a un trabajo interior de purificación de la soberbia, propio de un alma abierta.
Ésta fue la manera de Dionisio, y la clave de su palabra abierta y razonable. Que no fue la palabra, ni la acción, de un político profesional o un "animal político", sino de un político ocasional, un ciudadano, que se sintió obligado, por su sentido del deber y su sentimiento de comunidad, a participar en la cosa pública.
Sus tres apuestas contra la Guerra Civil, contra el encerrarse en un horizonte local, y contra el alma cerrada de los políticos que creen que van a transformar el mundo simplemente porque previamente intentan controlarle, son apuestas entrelazadas. Son las que le convierten en un testigo de hoy, y en un testigo incómodo.
Víctor Pérez-Díaz, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.